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Cooperación internacional
Quitarle el agua al pez
Durante los años de guerra subversiva en las montañas y selvas de Centroamérica, como ya lo había sido antes en Indochina, se hizo famosa la táctica de acosar a la población que supuestamente daba cobijo y apoyo logístico a las guerrillas. Son trístemente famosas las consecuencias del hostigamiento indiscriminado a la población civil, apoyara o no a la insurgencia. No caben en este texto ni en una enciclopedia entera los atropellos y violaciones de derechos humanos que se cometieron, en pos de una lucha pretendidamente superior a cualquier tipo de dignidad personal o colectiva.
Los tiempos han cambiado, afortunadamente, pero las enseñanzas quedan. El espacio civil, impulsor de centenares de movilizaciones por los derechos individuales y colectivos, está sufriendo un ataque generalizado en todo el mundo. Los antiguos guerrilleros que entraron el 19 de julio del 79 en las calles de Managua, en gran parte gracias al apoyo internacionalista, para poner en solfa una revolución que esperanzaba al mundo, hoy se dedican a expulsar de Nicaragua a las organizaciones, nacionales e internacionales, que intentan trabajar libremente con su población. Líderes y activistas perseguidos, exiliados y encarcelados, a como seya para defender la soberanía nacional de injerencias extranjeras. De la noche a la mañana nos hemos convertido en agentes secretos de la CIA o en marionetas de Soros. Algo parecido a lo que va a suceder en El Salvador, donde se ha preparado una ley para que cualquier organización que reciba fondos internacionales, tenga que derivar el 40% de estos en concepto de impuestos. Una coima que, sencillamente, las ONG que vehiculamos fondos públicos hacia aquel país centroamericano no podremos hacer. Eso es igual para el gobierno de Bukele, porque el objetivo no es, ya lo han adivinado, hacer más carreteras o escuelas con esos nuevos ingresos fiscales, sino ahogar a las organizaciones que cuestionan la creciente deriva autoritaria. En Guatemala, esa misma ley ya está en marcha y en los próximos días, según fuentes oficiosas, van a ser expulsadas varias personas con ciudadanía española que colaboran con organizaciones que defienden a activistas del país. Como ya pasó en Marruecos hace algunos años, cuando al Majzén decidió que apoyar al movimiento LGTBI sobrepasaba lo admisible, y expulsó a dos compañeras más. Otros, como Israel, la única democracia de Oriente Medio (recuerden que esto no va de dictaduras bananeras), pueden llegar a ser mucho más contundentes: esta semana, Juana Ruiz ha tenido que aceptar un “acuerdo de culpabilidad”, por el que se le impondrá una pena de 13 meses de prisión y una multa de 14.000 euros. Todo por, supuestamente, recaudar fondos para una organización palestina terrorista, algo de lo que se acusa sin pruebas a otras seis organizaciones locales, como denuncia la campaña #Standwiththe6.
Estamos en el punto de mira. Desgraciadamente, nadie defiende a quien defiende, si no lo hacemos nosotras mismas. El Estado español podría hacer mucho más ante sus homónimos, protegiendo ese espacio cívico, pero al final acaba subscribiendo la idea de que cada uno en su casa puede hacer lo que quiera. Los derechos humanos no conocen de fronteras y si alguien piensa que defendiéndolos de cara a la galería o exclusivamente en su casa ya cumple con su tarea, es que no se ha leído un solo libro de historia. Esa idea de la soberanía nacional como guía de las relaciones internacionales, la acaban pagando personas y comunidades y, al final, todos y todas. Vean la cara que tiene la carne de cañón en la frontera entre Bielorrusia y Polonia durante estos días.
Hay algo en lo que coinciden todos los estados, de uno u otro signo, de derecho o autoritarios: la sociedad civil es una piedra en el zapato. Somos unas pesadas, un incordio, siempre cuestionando las políticas públicas y las ocultas, pidiendo más transparencia, desconfiando de los poderes establecidos y de los que realmente mandan, oponiendo el bien común a las razones de Estado. En esa tarea, la cooperación internacional ha sido un instrumento útil en muchas ocasiones para reforzar luchas locales, que en realidad son globales. Cuando en estos momentos se plantea en nuestro país la reforma de la Ley de Cooperación o negociamos desde la coordinadora estatal de ONGD nuestro papel en la acción exterior, y vemos esa causa general contra nosotras en todo el mundo, sentimos que se está formando una tormenta perfecta. Al ansia de callarnos o borrarnos del mapa por parte de algunos, se unen las ganas de convertirnos en un instrumento obsoleto de esa nueva cooperación, como si fuéramos algo arcaico e inservible, analógico y “sin suficientes capacidades” (sic). O de diluirnos entre otros muchos actores emergentes, en un catálogo comercial de infinitas posibilidades.
En vez de facilitar nuestra labor y de defendernos, las administraciones públicas (no sólo la estatal, que conste en acta) argumentan fatalmente que son víctimas de los propios procedimientos que ellas han creado. En lugar de reconocer el papel que jugamos fortaleciendo la sociedad que en el mundo se moviliza para asegurar nuestras libertades, nos acaban viendo como unas subcontratistas en vías de extinción, que en el mejor de los casos pueden desbrozar y adornar el camino de empresas y otros animales de compañía, en este viaje hacia la narcolepsia social.
En nuestras manos está seguir nadando y entender para qué hemos venido. De estrechar los lazos que nos unen por ríos y mares. De hacernos respetar y de respetar nuestras luchas, las de la gente. Tantas veces nos intentarán quitar el agua, y otras tantas deberemos llenar de lluvia, juntas, el inmenso océano.