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Opinión
Un país en tres dimensiones
El marco del deshielo en relación a Catalunya —y a los “otros” problemas territoriales emergentes— muestra que se puede habitar una identidad compartida marcada por las nociones de diálogo y pluralidad pero también de ambición respecto a los problemas subyacentes.
Es investigador en filosofía y sociología del derecho en la Universidad de Sevilla y parte del podcast de divulgación Pol&Pop.
En los últimos años la crisis española ha tomado tierra en Cataluña. Si el salto de cualidad del independentismo desde 2012 se relaciona con la crisis de gobernabilidad catalana, la polarización que poco a poco se planteó desde Madrid también se explica por el consenso de que, si bien la cuestión catalana no podía resolverse, sí era un problema preferible a otros que estaban sobre la mesa. Cabe pensar que el peso de este antagonismo como explicación de nuestro presente, que tuvo su apogeo en cuanto al consenso que suscitó en la polaridad DUI-155 de finales de 2017 y su encarnación política en la Plaza de Colón un año después, se ha cerrado con el inicio de legislatura, la rutinización de un diálogo bilateral y la aceptación del primer trámite para la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado que sustituirían a los aprobados hace tres años.
No se trata de que la cuestión esté cerrada ni de que vaya a desaparecer de la agenda: es previsible que sea el principal caballo de batalla del centro-derecha y que la confusión entre los calendarios presupuestarios y electorales volatilice los ánimos cada cierto tiempo. La novedad es que el marco del deshielo, bomba de relojería a finales de 2019, se haya convertido en hegemónico al asomar la primavera del 2020, premie a sus impulsores y obligue a sus detractores a incorporarse al mismo.
Ahora bien, en la medida en que la crisis va más allá de su expresión catalana y se remonta a la incapacidad del conjunto estratégico español para ofrecer un proyecto de país, un horizonte de mejoras materiales compartidas, conviene mirar más allá. Aunque los ejemplos de esta crisis que se remonta con toda crudeza a 2007 sean numerosos, ninguno tan elocuente como la gestión de la Sareb. Cualquiera entiende que si el Estado sufraga en parte y avala en su totalidad una operación para hacerse con el control de casi 88.000 viviendas terminadas y 15.000 solares para edificar, no tiene sentido volver a transformarlas en combustible para la subida de precios, sino que lo lógico hubiera sido convertirlas en la palanca de una intervención sistémica para cambiar la suerte de una generación. Nada se hace. Problema enquistado en una generación que amenaza también a la siguiente.
La cuestión de la vivienda es interesante porque introduce la particularidad del caso español: el problema de desigualdad, en esencial global, tiene aquí una fuerte traslación territorial y generacional. Sin el ruido de la crisis catalana, desde 2008 se ha producida una auténtica escisión territorial de la tercera España: aquella cuyos jóvenes miran más a Madrid y a la costa mediterránea que su tierra, descubriendo que en un sitio no hay trabajo y en el otro no hay vida. Con prestar atención al mapa de los desplazamientos diarios puede verse cómo vibra el país en tiempo real. En los últimos meses, esta tercera dimensión pugna por delimitarse como un asunto político. La emergencia de Teruel Existe, las manifestaciones masivas de León y los paros descentralizados y sostenidos en el campo son síntomas de esa crisis de horizontes y de la emergencia de una tercera pata imprescindible en el equilibrio presente.
La duda es qué subjetividades políticas cabe delimitar a partir de esta nueva realidad. Si las premisas son ciertas, las posiciones interiores que habían ganado transversalidad incorporando la polaridad con Cataluña, como las de Page, Lambán y Fernández Vara deberán buscar nuevos inputs. En cambio, quienes pueden marcar más distancia con el centro, como Feijoo en Galicia o Rodríguez en Andalucía, tienen un camino por explorar a corto plazo. Sin embargo, que exista una nueva fuente de subjetivación política no significa que lo más interesante sea abrazarla o enfrentarla. Como ocurría con Cataluña, es tentador agitar el tablero político en lo inmediato pero esas dos posiciones desplazan el problema sin abordar la crisis de fondo y corriendo el riesgo por lo tanto de incidir en esa estrategia más o menos consciente de mantener detenido el reloj de la acción política.
Por aprender algo de estos meses, el marco del deshielo muestra que se puede habitar una identidad compartida marcada por las nociones de diálogo y pluralidad pero también de ambición respecto a los problemas subyacentes. Que se puede pasar en definitiva de una identidad política tachada como el problema (la anti-España) a una identidad que abre caminos. Respecto a esas nuevas subjetividades es necesario entenderlas en la concreta crisis en que se generan, no descartarlas como como una destilación paleta, en el decir de Isabel Díaz Ayuso, de problemas que sus poblaciones no alcanzan a comprender. Solo habitándolas puede intervenirse sobre las causas de la desigualdad que las producen, porque solo así puede conectarse de manera eficaz con sus expresiones. Solo compartiendo esos malestares territoriales y generacionales puede torearse también el riesgo de que se solidifiquen en un objeto político más, una marca nueva sobre la que volver a colocar los peones y continuar con el baile. Y poder diferir otros dos o cinco años el abordaje directo de la crisis de desigualdad sobre la que cabalgamos.