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Opinión
Feminismo de barrio: por un tiempo de manifiestos
En una reciente entrevista, el periodista Pablo Caruana preguntaba a Ismael Serrano sobre el futuro de su editorial Hoy es siempre ediciones. Ante ella, el cantautor madrileño respondía comentando las dificultades que un proyecto de tales características tiene actualmente en España: un empresa pequeña que ha de competir con grandes proyectos en uno de los países que más volúmenes publica anualmente. No obstante, el también poeta no duda ni un segundo en su apuesta por la editorial señalando, como no podía ser de otra manera conociendo aunque sea levemente al personaje, los nuevos rumbos que pensaba que ésta debía tomar, “creo que es tiempo de manifiestos”.
Es en este sentido que podríamos acercarnos al libro Feminismo de barrio. Lo que olvida el feminismo blanco, de Mikki Kendall, editado recientemente por Capitan Swing. Un manifiesto, casi un panfleto, que, como la portada diseñada por la editorial parece auspiciar, te grita en cada una de sus 238 páginas. La historia de Mikki es una historia muy norteamericana. Hija de la clase trabajadora negra, se alistó muy joven en el ejército y, gracias a ello, con posterioridad pudo acceder a unos estudios universitarios que le permitieron un cierto salto en la rígida estructura de clases estadounidense. Al hecho de nacer en el seno de una sencilla familia de un barrio negro de Chicago, Hyde Park, la autora le une lo que, para ella, es un hecho fundamental y que supone el elemento principal y vertebrador del libro: ser mujer y, como tal, abrazar la causa feminista desde una aproximación interseccional.
El feminismo interseccional es una propuesta surgida durante los años 80 del pasado siglo en Estados Unidos. La profesora de derecho Kimberlé Crenshaw señaló que las aproximaciones realizadas hasta el momento sobre la cuestión del género, o los referidos a la raza, no eran suficientes para explicar la opresión sufrida por las mujeres negras del país, ya que no se trataba de una simple suma de sometimientos, sino una combinación —intersección— que genera elementos y conductas concretas. De esta forma, tal y como señala la geógrafa catalana Maria Rodó de Zárate, el “concepto de interseccionalidad a nivel internacional permitió la profundización teórica en relación a las interconexiones de las estructuras de poder como el género, la etnicidad, la sexualidad, la clase social, la edad o la discapacidad”. Es así que a lo largo de los 18 capítulos del libro, Mikki Kendall introduce esta perspectiva para explicar elementos dispares y parcialmente exclusivos de la cotidianeidad de una mujer negra estadounidense, como la presencia de armas, el problema de la alimentación y el hambre, la belleza, la educación, la vivienda, etc., todo un continuo de referentes que son interpretados a la luz de una epistemología distinta.
En el protagonismo de la interseccionalidad, pero también en el de la presencia permanente del concepto de comunidad, es donde podría decir que se encuentran los elementos más destacables de la obra. Ambos son, además, características muy representativas de la izquierda estadounidense. En nuestro contexto territorial y político, el feminismo interseccional tiene una presencia pujante, aunque todavía minoritaria, a nivel académico y activista, no así el segundo de los términos, la comunidad, que nosotros hemos adaptado, en cierta medida aunque con los mismos objetivos y consecuencias, bajo el concepto de barrio. A lo largo de la obra, la comunidad emerge una y otra vez siempre como una especie de esfera de relaciones secundarias fuertes, de apoyo mutuo, de autoidentificación, de resistencia y de proyectos de vida alternativos. Esa comunidad a la que se refiere la autora es, de hecho, un fenómeno propio de Estados Unidos. No podemos olvidar que las bases constitutivas del país norteamericano se encuentran, precisamente, en el establecimiento de formas de organización con fuerte componente individual, donde factores como la religión, el origen étnico, la clase, etc. son teóricamente relegados a la esfera privada, mientras que el cuerpo político se constituye como ámbito por excelencia para discusión y el planteamiento de debates públicos de forma libre.
Se trata de una obra llena de datos empíricos que te grita desde la primera página y que nos muestra que otras formas de hacer, pensar y escribir son posibles cuando nos encontramos en tiempo de manifiestos
Esas asociaciones, desconfiadas de administraciones burocráticas y coartadoras de la libertad, inspiran muchos grupos sociales de la izquierda estadounidense hoy día, tal y como la cultura popular se encarga una y otra vez de mostrarnos. Así, en la película Sicko, del cineasta norteamericano Michael Moore, esto queda muy bien explicado cuando, en un momento del documental, él mismo señala como en Estados Unidos “los ciudadanos tienen miedo del Gobierno, mientras en Europa, es el Gobierno el que tiene miedo de los ciudadanos”.
Por otro lado, en nuestras latitudes, el concepto barrio se encuentra más relacionado con aquello que Michel de Certeau, Luce Giard y Pierre Mayol destacaron en La invención de lo cotidiano. Habitar, Cocinar, como “privatización progresiva del espacio público”, es decir, un ámbito de la ciudad que no es el hogar, pero tampoco acaba por ser la ciudad abierta y hostil y donde se dan formas de sociabilidad específicas que han sido elevadas a la categoría de utopías por parte de ciertos movimientos sociales. Ambos marcos, sin embargo, nos muestran sus limitaciones como formas de particularismo militante, limitando su actuación a ámbitos estrechamente vinculados a niveles territoriales locales e incapaz de superar una dimensión que es desbordada por procesos sociales, económicos y políticos de carácter global.
Mikki Kendall propone, de esta forma, un uso simbólico del concepto de barrio o comunidad. El feminismo de barrio sería, de este modo, un feminismo interseccional, contestatario y de origen popular, que persigue poner el acento en las particularidades de la opresión sufrida por la mujer negra desde el contexto de los guetos norteamericanos que suponen su propio origen biográfico. El establecimiento de alianzas con otros feminismos se muestra, de esta manera, complicado, pues el objetivo del manifiesto de Kendall es, precisamente, denunciar cómo el feminismo blanco hegemónico ha olvidado, históricamente, los problemas propios de las mujeres negras, pero también de las trans, de las indígenas, de aquellas con diversidad funcional, etc. Es así, que el libro acaba con una exigencia, o condición, para el establecimiento de alianzas y complicidades: “Ser cómplice significa que el feminismo blanco destinará sus plataformas y sus recursos para apoyar a las personas que llevan a cabo una tarea feminista en el seno de las comunidades marginalizadas”. La salida, de esta forma, del particularismo militante del feminismo de barrio pasaría por la asunción por parte de la visión feminista hegemónica de la agenda interseccional.
El libro de Mikki Kendall forma parte de los últimos ensayos publicados en Estados Unidos al calor de fenómenos como Black Live Matters y otros y que Capitan Swing está traduciendo y editando para los lectores españoles. De interés para introducirse en la cultura política del país norteamericano, a veces queda demasiado alejado de las condiciones propias sociales del lector europeo. Esto se puede ver, por ejemplo, en el capítulo dedicado a las armas, donde una vez declarado su amor por las armas —“No me dan miedo las armas. De hecho, me encantan”—, Kendall pasa a comentar la problematización de las mismas desde un punto de vista feminista (sic!). Como manifiesto interseccional, por supuesto, funciona. Una obra llena de datos empíricos que, como hemos dicho, te grita desde la primera página y que nos muestra que otras formas de hacer, pensar y escribir son posibles cuando nos encontramos en tiempo de manifiestos.