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Opinión
Todo debe ir bien
La idea de “normalidad” se ha construido a través de unas normas de comportamiento que exaltan la seguridad, autonomía, serenidad, madurez, racionalidad y realización personal como paradigma de salud mental al alcance de cualquiera, sin distinciones.
Vivimos en un contexto social y cultural en el que los discursos dominantes defienden que existen explicaciones de realidad objetiva con respecto a la condición humana. Las vidas de las personas se evalúan en base a imágenes de estados pretendidamente ideales y naturales del ser, basándose en supuestos conocimientos científicos.
Además, la idea de “normalidad” se ha construido a través de unas normas de comportamiento que exaltan la seguridad, autonomía, serenidad, madurez, racionalidad y realización personal como paradigma de salud mental al alcance de cualquiera, sin distinciones. Se produce así una responsabilización individual ante los problemas que nos atraviesan, que nos atomiza e invisibiliza los conflictos sociales que enfrentamos.
En nuestras vidas todo debe encajar con estas normas, todo debe ir siempre “bien”, y esto nos obliga a mostrar solo una parte de nuestra experiencia. Ante un duelo, “estar bien” significa no mostrar “desmesuradamente” el dolor y mantenerse “entera”. La expresión demasiado libre o apasionada de emociones se considera un desequilibrio y el exceso de intimidad compartida se está convirtiendo en un tabú. Parece que tenemos que competir para ver quién siente menos, y desde ahí es fácil confundir la serenidad con la indiferencia o la seguridad con la falta de compasión.
Bajo esta pretensión unitaria y global de la “verdad” humana y el poder disciplinador de “lo normal” se objetualizan nuestros cuerpos y se construye una idea encapsulada de nuestra identidad. Cuando esas seguridades normalizadoras nos aprietan hasta que consiguen ahogarnos y nos salimos de esa tiranía del “estar bien”, del ser fuertes y del mostrar permanente felicidad, somos consideradas en términos patológicos.
Salud mental
Artefactos contra el prejuicio psiquiátrico
“El infierno existe, yo he estado allí”. Personas psiquiatrizadas dan forma, a partir de su experiencia, a una obra de teatro sobre la psiquatría como ejercicio de poder.
Los discursos dominantes no están en el aire sino que están en nuestros cuerpos y los reproducimos “siendo” en nuestras vidas. Nuestra experiencia personal siempre es política y se inscribe en un contexto que está atravesado por relaciones de poder en cuanto al género, la racialización, la clase social, el capital académico, el origen, la orientación del deseo, el capacitismo, el modelo de belleza, cis/trans, etc, que tienen efectos muy concretos en nuestras vidas. Por ejemplo, la socialización diferencial de género otorga el dominio de la razón y la legitimidad para desarrollar la autonomía a lo masculino, haciendo que para las personas socializadas como hombres en principio sea más fácil acercarse a estos comportamientos paradigmáticos de salud mental.
La complejidad de las acciones humanas surge de los contextos en los que habitamos, por tanto los problemas y sufrimientos psíquicos que nos atraviesan tienen su origen en una inequidad estructural, no son fruto de un rasgo de carácter o de un malestar o incapacidad individuales.
Nuestra identidad no se conforma de manera individual, sino que lo hace de forma colectiva a través de experiencias históricas, culturales y biográficas. Las interacciones con otras personas son el marco de la negociación que nos permite ir creando una visión de lo que vamos siendo.
Las personas no somos los problemas por los que atravesamos ni nuestra identidad se define por ellos, es solo una parte de nuestra experiencia. De hecho, el dolor y el sufrimiento pueden ser testimonio de que algo importante para nosotras está siendo trasgredido en nuestra vida. Las personas no somos pasivas ante los abusos, siempre estamos respondiendo, aunque nuestras respuestas no sean eficientes, ni visibles o acertadas. Podría parecer una paradoja, pero la vulnerabilidad puede ser un terreno firme en el que estar, y expresarla, una muestra de fortaleza.
Las personas somos expertas en la formación de nuestras propias vidas mientras las vivimos, y estamos en proceso constante de significar y resignificar nuestra experiencia. Pero los discursos dominantes pretenden subyugar nuestros propios conocimientos y las habilidades que vamos desarrollando. Desde estos discursos, la agencia personal se define en base a acciones que pretenden hacernos “encajar” en la sociedad, sin cuestionar la idea de “normalización”.
Necesitamos romper con la idea de que existen estados internos (naturales, esenciales y patológicos) que totalizan nuestras identidades, y pensarnos en términos de estados intencionales, un estar siendo que no es algo fijo ni inamovible, y que tiene la intención de cuidar aquello que es importante para cada quien.
Necesitamos migrar de esta ética del control que pretende regular la vida emocional de las personas sin las personas (construyendo una relación de poder camuflada como ayuda), hacia una ética de la colaboración con la que poder acompañar a las personas que viven malestares o sufrimientos y que sean ellas quienes decidan y lleven a cabo sus propias acciones.
Necesitamos desmercantilizar y desprivatizar la gestión de nuestra intimidad para abrir posibilidades de apoyo mutuo y vida en común.