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Literatura
Membrana y crimen
Un espectro recorre la literatura de los últimos años: es el espectro del realismo especulativo. En parte, este blog nace como un espacio en el que dialogar con ese espectro, que no se limita a la literatura ni acaso a lo que puede llamarse convencionalmente ficción, sino que identifica un ecosistema en el que la realidad como tal se ha desvanecido. Sustituido por diseños algorítmicos y modelos de predicción, el cuello de botella informativo-fetichista que antes encarnaba la televisión se ha ensanchado y sofisticado hasta el extremo de hacer indistinguibles ficción y realidad. “Vivimos ya en el absoluto, porque hemos creado la eterna velocidad omnipresente”, decía Marinetti en el Manifiesto futurista, y sus palabras solo alcanzan ahora a cumplirse. No sabemos si somos aún nosotros quienes pensamos el futuro o si es este el que nos piensa desde el lugar imposible de los algoritmos. Y eso requiere una estética.
En su ensayo Design and crime (2002), el crítico de arte Hal Foster detectaba una tendencia histórica a concebir el museo según dos grandes nociones: reificación y reanimación. La primera designa el arte como cima de la tradición, confiándolo a un destino fósil; la segunda lo entiende como órgano cultural en constante proceso de autogeneración. A principios del siglo XX, Paul Valéry y Marcel Proust ocuparon, según Foster, el lugar de sendos polos: el primero igualando el museo con el cementerio (“El museo es donde ponemos el arte del pasado a morir”) y el segundo concibiéndolo como imitación abstracta del taller en que se producen las obras de arte, con capacidad, por tanto, de reproducir las condiciones creativas de este.
Hay mucho de esa doble hélice de la museística en Membrana (Galaxia Gutenberg), novela de Jorge Carrión articulada en su mayor parte como un “Museo del Siglo XXI” por el que una entidad de inteligencia artificial colectiva nos conduce, recurriendo al concepto de Vicente Luis Mora, más como lectoespectadores que como lectores. Es decir, a la manera de J. G. Ballard, simulando la simulación. Carrión, siempre atinado comentarista de la contemporaneidad, viene elaborando una trayectoria no por heterogénea menos coherente, desde su seminal antología de ensayos sobre ficción televisiva Teleshakespeare y sus novelas de la trilogía Las huellas (Los muertos, Los huérfanos y Los turistas), hasta sus más actuales propuestas, no solo fórmulas literarias (que contemplan el diario, el ensayo, la crónica y hasta el catálogo: Lo viral, Contra Amazon, Barcelona: Libro de los pasajes, Librerías) sino también multimedia y hasta transmedia, como manifiestan respectivamente su relevante Solaris, reciente ganador del premio Ondas en la categoría de podcast experimental, y la exposición Todos los museos son novelas de ciencia ficción, en cuyo contexto estos días se publica una novela-catálogo homónima.
En esta personal pléyade, el escritor ha ido entreverando registros que apuntan a cierto “género pitagórico”, concepto que el crítico literario George Steiner acuñó en la década de los sesenta
En esta personal pléyade, el escritor ha ido entreverando registros que apuntan a cierto “género pitagórico”, concepto que el crítico literario George Steiner acuñó en la década de los 60. Aquel género, que designaba las interferencias de los discursos científico y periodístico en la literatura de esos años, se confirma hoy, no solo en los experimentos de la teoría-ficción o la performance digital, sino también en medios tan abiertamente industriales como el videojuego. En palabras del propio Steiner: “En la cultura occidental, con su carácter urbano y tecnológico, el género representativo de la transición parece ser una poética del documento o ‘posficción’”.
Desde este propósito estético, pero también político, Carrión resuelve en Membrana una inteligente síntesis de las dos concepciones identificadas por Foster; síntesis que, si nos ponemos hegelianos, tiene mucho que decir sobre el camino por el que serpentea el actual momento histórico. No parece descabellado, ni tampoco necesariamente prospectivo (no por nada Carrión se mueve en el ámbito intermedio de la ficción especulativa), que, como sucede en el año 2100 del título que nos ocupa, el ascenso de las inteligencias artificiales lleve aparejada la comprensión de la historia humana como una antimetafísica orientada a fines dados. La muerte de Dios como antesala del rendimiento puro. Estaba en Deleuze y Guattari: la destrucción de los trascendentes que son propios de las organizaciones tradicionales del poder lleva en el orden capitalista a un materialismo contradictorio en el que las ideas son objetos. Si nada es trascendente, todo lo es. O, como zanja la réplica de Lacan a la célebre frase de Dostoievski: “Si Dios ha muerto, nada está permitido”.
Carrión parece sugerir que no puede hablarse de pros y contras del proyecto humanista; que el desempeño histórico de la modernidad fue, al mismo tiempo y de forma paradójica, una cúspide y un fracaso
En el proceso de entrega de las prácticas a esa nueva trascendencia (difícil figurar esa entrega más apropiadamente que con un museo virtual: ¿no son las redes sociales museos, en definitiva?), Carrión parece sugerir que no puede hablarse de pros y contras del proyecto humanista; que el desempeño histórico de la modernidad fue, al mismo tiempo y de forma paradójica, una cúspide y un fracaso; que el colonialismo infectó el propósito científico igual que hizo el capitalismo biopolítico con el conjunto de las democracias en la segunda mitad del siglo XX, en ambos casos con el tradicional resultado de la barbarie que caracterizó a otros regímenes más ceñudos, desde la antigüedad hasta el fascismo. Y que el momento posmoderno es al mismo tiempo una superación y una confirmación (una aufhebung, volviendo a Hegel) de aquella carrera por lo irracional a través del pavimento de la razón; solo que este pavimento ahora está cimentado en algoritmos. No por nada conceptos como el de Ilustración oscura, aceleracionismo o materialismo gótico resuenan en nombres contemporáneos tan ideológicamente dispares como Nick Land, Mark Fisher, Nick Srnicek y Yuk Hui.
Narrativa híbrida para un momento híbrido, Membrana sugiere la premisa de que, en nuestro presente, las dos partes de aquella “doble hélice” de la museística según Foster son la misma cosa, allí donde la síntesis es posible por inmaterialidad de las sustancias. Es decir, allí donde los algoritmos observan lo humano a través de sus indicios, desde su propia subjetividad alien: reificación-cosificación que convierte todo lo existente en reserva disponible, y reanimación-recombinación indefinida del sentido, línea de fuga de un deseo siempre presto a reconstituirse, incluso (sobre todo) más allá de lo imaginable. La pregunta que plantea la novela es apasionante porque figura en sí el cómo de un futuro fuera de la convención a partir del suelo arqueológico de esta: si el orden capitalista se caracteriza por fomentar aquellas líneas de fuga para, por último, someterlas a una fuerza centrípeta que las devuelve a su lógica cosificadora… ¿qué pasaría si la nueva síntesis fuera de tal clase que consiguiera escapar de aquella atracción al centro, fundar su propio orden de las cosificaciones? ¿Cómo nos piensa el futuro y cuánto de ello puede leerse en nuestra tecnología?
Si 'La exhibición de atrocidades' de Ballard aspiraba a una declinación esquizofrénica y a un “estado de las cosas”, 'Membrana' se sincroniza con la versión algorítmica de aquella y recorre el camino de sus derivas, abriendo así paso al 'inner space' del siglo XXI
Si La exhibición de atrocidades de Ballard aspiraba a una declinación esquizofrénica y a un “estado de las cosas”, Membrana se sincroniza con la versión algorítmica de aquella y recorre el camino de sus derivas, abriendo así paso al inner space del siglo XXI. Ficciones y realidades, indistinguibles en la superficie del texto, se combinan en la novela con objetos de todo tiempo y hasta híbridos tecnológicos inexplicables, en el tejido de una realidad con la que apenas nos comunica un hilo de voz cada vez más consciente, no ya de su falta de ataduras con lo material, sino de la construcción misma del concepto de materialidad. En otras palabras, de los posibles nombres del realismo.
Resuena aquí la denuncia de Fredric Jameson, en su Teoría de la postmodernidad (1991), de la sustitución tardocapitalista de la creación de ideas nuevas por “la imitación de estilos muertos, el discurso a través de las máscaras y las voces almacenadas en el museo imaginario de una nueva cultura global”. Apropiadamente, el título de la novela de Carrión refiere al mismo tiempo la superficie diferenciadora de un cuerpo y la perspectiva de la relación. El límite y la posibilidad. Ser-para-la-muerte y ser-para-el-nacimiento. Nunca las membranas fueron tan rápidas en su elevación y en su obsolescencia. Y, con todo ello, la tan manida pregunta sobre quién escribe la historia adquiere nuevas dimensiones. ¿Quién, o más bien qué? ¿Es el lenguaje, como quería Burroughs, un virus? ¿Puede el crimen (también, claro, el crimen contra la humanidad) tener otra significación que una humana? ¿Puede encubrirse su historia con más historias? ¿Se escribirán esas historias a sí mismas? ¿Lo hacen ya, en cierto modo? ¿Es el museo siempre culminado, siempre actualizado, el significante trascendental de la cosmovisión oscuroilustrada y capitalista, al mismo tiempo acumulación, archivo y espectáculo, ficción y realidad?
Decía Deleuze que un libro de filosofía debía aspirar a ser una suerte de novela de ciencia ficción. Con su estilo silogístico, Membrana parece solo enunciar, describir, afirmar, pero en realidad pregunta, y sus preguntas alcanzan, literalmente, más allá del sentido común; toda una prerrogativa del género. Por su parte, la recién publicada novela-catálogo Todos los museos son novelas de ciencia ficción (Galaxia Gutenberg), además de figurarse como expansión transmedia, viene a representar la antípoda de aquel estilo a partir del protagonismo autoficcional del propio Carrión, reverso neurótico del artefacto tecno-esquizofrénico de su anterior obra. La duda solipsista frente a la certeza viral de los dispositivos. El hombre de Vitruvio frente al meme Dancing Baby. No por nada su acción sucede en el intervalo entre la escritura de Membrana y su publicación: el lugar liminal en que un escritor ve todas sus dudas agolpadas. En esa danza urgente entre la psique humana y la artificial persiste la necesidad de replantear en futuro antiguas preguntas: sobre el tiempo en la era de la aceleración cuántica, sobre el ser en el borde de la singularidad tecnológica, sobre la lógica cuando el proceso posmoderno, recrecido en la inundación cibernética, parece a punto de derrumbar tantos muros de contención.
Es posible ver en este diálogo entre Membrana y Todos los museos son novelas de ciencia ficción un yin-yang de mundos posibles: si el poema épico y guía museística de la primera afirmaba un tono pesimista y hasta nihilista, el sufriente foso emocional de la segunda resuena con optimismo. A fin de cuentas, el sentido de la maravilla es una actitud que solo puede ser humana, que no es compatible con la certeza. En ambos casos, la idea tópica de un “arte que nos interpela” se vuelve literal cuando quienes nos descifran son los algoritmos. Quizá los museos, parece decirnos Carrión, no hayan sido otra cosa que la construcción de una mirada que nos explica a base de zarandear a los titanes dormidos de nuestro inconsciente; los cuadros, proyecciones, esculturas, sutiles complicidades con un futuro extraño, crímenes que no atienden a ese nombre. Quizá los mitos (en otras palabras, el efecto narrativo de todas nuestras dudas y nuestras deudas) estén a punto de despertar.
Qwertynomia: 1. f. Intervalo que separan y conectan las leyes secretas del teclado, donde el gesto espontáneo es, al mismo tiempo, huella material y calculable.
Hipersticiones, xenorrealismos y crítica cultural.
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