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Un estilo feminista

Las declaraciones que pretenden demostrar la vitalidad del feminismo se han basado cada vez más en las palabras de las que ya no están para demostrar la vigencia de sus afirmaciones. Andrea Dworkin y Susan Sontag son figuras que han suscitado un interés renovado.
My name is Andrea
Fotograma de ‘My name is Andrea’, película documental de Pratibha Parmar.
17 jul 2023 06:00

¿Cuál es el problema que describe hoy el feminismo? Hace una década, una generación de mujeres que ahora tenemos entre veinte tantos y treinta y pocos años, lo reivindicábamos como una identidad política primaria, pero ya no. Entre las jóvenes radicales del mundo anglófono, la vergüenza por nuestra proximidad a algo tan fácilmente cooptado por el liberalismo y el neoliberalismo se tradujo en dos deserciones simultáneas del resurgente “movimiento feminista” de la década de 2010: un grupo abandonó el barco por un proyecto activista motivado por la crítica del capitalismo, con el cual el feminismo se “interseccionaba” cuasi geométricamente, mientras el otro fue presa entusiasta de un destilado nihilismo irónico. En ambos casos, se produjeron podcasts.

El segmento de actividad al que se ha aferrado más tenazmente una forma identificable de feminismo es la puesta en marcha y la generación de marcas de productos culturales. Cuando se trata de empaquetar películas y libros de, sobre o para mujeres, los léxicos de las vendedoras se han reducido a dos palabras: “oportuno” y “urgente”. Feminismo, en este registro, designa cualquier texto o relato en el que una mujer pueda ocupar una posición central o cualquier proyecto en el que un papel históricamente ocupado por un hombre haya sido asumido por una mujer. Relatos adaptados de 1984 desde la perspectiva de Julia, historias del arte que enfatizan apofáticamente la centralidad de los hombres en el campo, películas con títulos que, en su conjunto, suenan como el chiste de la suegra arruinado en su punto culminante: She Said, DontWorry Darling, Women Talking.

En tales moribundas condiciones no es de extrañar que las últimas defensoras del feminismo anglófono hayan vuelto a las obras de iconos anteriores para recordarnos que el término evocaba no solo una forma cultural, sino también un contenido político. Detrás de esta maniobra hay una motivación que incluso a sus defensoras les cuesta definir: la frustración ante las desventajas persistentes de algunos aspectos de las versiones más “privilegiadas” de la condición femenina (blanca, rica, occidental); la compulsión pesada de la misoginia (a menudo pasiva) que confiere a la segunda ola del feminismo un aura de continua relevancia contemporánea. A falta de un compromiso teórico con la totalidad de las experiencias de las mujeres, en tanto que mujeres, por parte de una nueva generación de filósofas políticas –la teoría feminista, allí donde es practicada, tiende hoy a abordar un aspecto de la vida de las mujeres en cada ocasión (normalmente el sexo)– las declaraciones que pretenden demostrar la vitalidad del feminismo se han basado cada vez más en las palabras de las que ya no están para demostrar la vigencia de sus afirmaciones. Claro que esta autora ha decaído, confiesan las exhumadoras, ¡pero qué estilo!

Hace unos años, le tocó el turno a Catherine MacKinnon, cuyo pensamiento parecía impregnar las dilucidaciones contemporánea de la “situación” de las mujeres: su apertura bien establecida a las identidades trans la hacía parecer au courant [al día] en comparación con algunas de sus contemporáneas, mientras que su especialización jurídica se adaptaba a las consecuencias procesales de MeToo. Pero, estando viva, MacKinnon resultó difícil de iconizar: ella tiene la desafortunada costumbre de seguir hablando e, inevitablemente, de decir las cosas equivocadas (solo para negar que las dijo...). Es más, el legalismo empezó a parecer anticuado a medida que las críticas radicales de la forma y la función del derecho, así como de sus agentes, ganaban circulación. El resurgimiento del interés por el activismo jurídico de este periodo ha refluido desde entonces hacia una forma más literaria, hallándose ambas modalidades unidas por su énfasis compartido en el testimonio.

Dos figuras se han convertido en objeto de un notable interés renovado: Andrea Dworkin y Susan Sontag

Como parte de este cambio, dos figuras se han convertido en objeto de un notable interés renovado: Andrea Dworkin y Susan Sontag. El impacto de MeToo se detecta no solo en la transformación política operada entre las mujeres profesionales que constituían su grupo de referencia, sino en realidad en los restos disecados de un modo lingüístico “feminista”: una hablante que narra en primera persona, invoca lo literario y quiere que conozcas su dolor.

El retorno de Dworkin comenzó en serio con la publicación de un volumen de sus escritos, Last Days at Hot Slit (2019), editado por Amy Scholder y Joanna Fateman, y ha continuado de la mano del documental de Pratiba Parmar My Name is Andrea (2022), descrito generosamente por Amia Srinivasan como “casi chapucero”. La película es una parodia, objetable incluso para aquellas de nosotras que no estamos de acuerdo con Dworkin en la mayoría de las cosas, manipuladora en extremo en su uso de la traumática biografía de su protagonista como vía rápida para su canonización. Pero el simple hecho de su existencia, junto con la publicación de la colección editada de sus escritos, plantea las preguntas correspondientes: ¿por qué Dworkin, por qué ahora?

Andrea Dworkin, como deja claro la película de Parmar, sufrió. Mientras se manifestaba en una protesta contra la Guerra de Vietnam en 1965, fue detenida y llevada a la Women’s House of Detention de Nueva York, donde fue sometida a violentos exámenes vaginales, que la dejaron magullada y sangrando durante semanas. En 1971, a los veinticinco años, huyó de su vida en Amsterdam para escapar de las incesantes palizas propinadas por su entonces marido, al que había conocido en la escena bohemia de izquierda de la ciudad. Éstas son las experiencias en las que se basa su obra: su brutalización por los hombres tanto en la esfera pública como en la privada. El recurso central de My Name is Andrea es que Dworkin es interpretada por cinco actrices diferentes (para representar a Dworkin a diferentes edades), una de las cuales, al principio de la película, pronuncia esta frase suya: “Escribo mi dolor para simbolizar el de todas esas otras mujeres”. Esta frase capta el atractivo de la obra de Dworkin para la actual iteración del feminismo angloestadounidense: la capacidad de verbalizar el sufrimiento individual de forma elocuente y al hacerlo pretender hablar y actuar en nombre de un colectivo: hacer de la escritura sobre una misma el acto político central de la propia vida.

El dispositivo de la película sobre Dworkin capta perfectamente el riesgo de recurrir a ella para cualquier otra cosa, con una única narrativa que naturaliza el dolor como el derecho de nacimiento universal de todas las mujeres

El dispositivo de la película capta perfectamente el riesgo de recurrir a Dworkin para cualquier otra cosa: el aplanamiento de todas las particularidades personales e históricas en una única narrativa que naturaliza el dolor como el derecho de nacimiento universal de todas las mujeres. Las cinco actrices solo se corresponden vagamente con la edad real de Dworkin a lo largo de la película, simbolizada sobre todo a través de cambios de peinado y pañuelos. (La elección de incluir a Amandla Stenberg, la única no blanca del reparto, que interpreta a Dworkin preadolescente acosada en el cine, es particularmente sorprendente, sugiriendo que las experiencias determinadas por la raza eran trivialidades irrelevantes en comparación con la constancia de la opresión de género en los Estados Unidos de la década de 1950).

Tras la publicación primero del libro y ahora después del estreno del documental, se ha producido una avalancha de críticas que han expresado unánimemente su preocupación por las posturas más extremas de Dworkin referidas al sexo con penetración, la prostitución y el porno, al tiempo que elogiaban un aspecto supuestamente menos polémico de su obra: su estilo. “Lo que hace tan excitante ver, leer Last Days at Hot Slit no es la trayectoria política de su autora, sino la forma en que su estilo cristalizó en torno a sus creencias” (Lauren Oyler). “Su sensibilidad y sus análisis sin complejos de la relación sexual y de la pornografía son difíciles de clasificar” (Sam Huber). “El estilo es estridente, enfurecido, y las conclusiones son a menudo duras, expresadas sin rodeos y difíciles de leer” (Moira Donegan). Los libros de Dworkin “contienen ciertas verdades”, escribe Srinivasan: “Ella es una de las estilistas en prosa menos apreciadas de la literatura estadounidense de posguerra”.

De su propio estilo, Dworkin dijo que pretendía escribir “una prosa más aterradora que la violación, más abyecta que la tortura, más insistente y desestabilizadora que una paliza, más desoladora que la prostitución, más invasiva que el incesto, más llena de amenazas y agresiones que la pornografía”. Esta última cita abunda en las reevaluaciones de Dworkin, que proponen una forma de explicar los límites de sus conclusiones políticas, de reinterpretar sus diagnósticos contextuales y situados de la condición de las mujeres estadounidenses en las últimas décadas del siglo XX, como “literatura experimental, como crítica cultural, como una provocación estratégica” (Fateman). Este movimiento consigue dos cosas: renombrar los excesos ideológicos y los errores de Dworkin como estéticos, al tiempo que ofrece al feminismo contemporáneo una salida a la ardua tarea de seguir el atento análisis de Dworkin sobre su propia época, imitando su estilo.

Este estilo alcanzó su apogeo formal y afectivo en uno de los tres únicos libros de los doce escritos por Dworkin, que no se incluyeron en la antología: Scapegoat (1999), que reproduce un método gráfico de argumentación que desplegó por primera vez en Intercourse (1987): la equivalencia vía el uso de la barra inclinada. Basta con echar un vistazo a la página de contenidos para comprender el enfoque adoptado por Dworkin y aclarar también su mensaje político: “Pogromo / Violación”, “Sionismo / Liberación de la mujer”, “Palestinos / Mujeres prostituidas”; existe una paridad transhistórica entre la opresión de judíos y mujeres, que en algunos momentos del libro se extiende también a los negros y, en ocasiones, también a los poetas.

Una breve cita basta para dar una idea de su retórica: “Nadando en la sangre de su propio cuerpo, en el parto y en el dolor, la mujer es un ser semihumano que alcanza su destino semihumano en el embarazo y el parto. El canal por el que sale el bebé es el lugar del sexo del hombre; él entra, no queriendo que la sangre le ahogue o le contamine o le pringue; la sangre la hace sucia y amenaza su prístino pene; esto la convierte en una abominación”.

El valor de choque de tales pasajes, destinados a reverberar en un instante de lo particular a lo universal, facilita la cita y la recirculación. La cita justificativa casi siempre se extrae de una novela o de un poema (en el siguiente pasaje, Dworkin cita a Tsvetaeva y Cixous) y, de este modo, la crítica literaria se convierte en el medio a través del cual se interpreta el mundo. Tales métodos ponen un signo de interrogación sobre la posteridad de Dworkin. Incluso si fuera posible escribir una prosa “más aterradora que la violación”, ¿debería ser el objetivo del feminismo petrificar a sus oponentes en la sumisión muda, extraída su base probatoria de la literatura? ¿No debería intentar arraigar sus argumentos más claramente en hechos sobre el mundo?

Susan Sontag mantuvo una discreta distancia respecto a la segunda ola del feminismo durante el apogeo de esta

Susan Sontag mantuvo una discreta distancia respecto a la segunda ola del feminismo durante el apogeo de esta, como reconoce Merve Emre en su introducción a la nueva colección On Women (Emre parece no entender la broma, sin embargo, cuando cita como prueba del compromiso de Sontag con la causa su autoproclamado interés de toda la vida por tres temas: las mujeres, China y los freaks). El ensayo introductorio destaca la actualidad de Sontag: “Qué alivio revisitar los ensayos y entrevistas [...] y descubrir que son incapaces de envejecer mal”. Es cierto que la capacidad de Sontag para conjurar una mala infinidad de matices hace que sea más difícil estar en desacuerdo con los argumentos inmediatos de sus textos “sobre las mujeres” que en el caso de Dworkin, pero ello tiene menos que ver con el genio trascendental desplegado en los ensayos y más con la laxitud de la propia colección. En el centro de esta se encuentran las respuestas escritas por Sontag a un cuestionario enviado a destacadas teóricas y escritoras, entre ellas Simone de Beauvoir y Rossana Rossanda, por la revista de izquierda publicada en lengua española Libre. Aunque los demás ensayos del libro cumplen sin duda el requisito de tratar sobre mujeres (en general, como en sucede en The Double Standard of Aging, y en particular, como en Fascinating Fascism, dado que el objeto del mismo es Leni Riefenstahl), éste es el único capítulo en el que Sontag aborda el problema de cómo hablar políticamente de las mujeres como grupo, de su prioridad variable en la lucha política en una época de antagonismo de clase y descolonización.

De mayor valor histórico que este emporio de cavilaciones de Sontag habría sido la reedición íntegra de Libre, número 3 (octubre de 1972) en el que aparecieron las entrevistas, para que estas hubieran podido leerse en el contexto de otras opiniones destacadas sobre la cuestión procedentes de escritoras no pertenecientes al mundo anglófono. Pero ello habría supuesto prescindir de un truco tanto en términos de marketing como críticos. El valor de Sontag en este caso no tiene nada que ver con su feminismo –con independencia de lo que esta palabra significara para ella en diferentes momentos de su vida–, sino con la capacidad de la nueva colección de naturalizar la posición de la mujer como escritora y, por lo tanto, de hacer que la propia escritura parezca el acto mismo de la condición femenina. Estos retornos han reducido a ambas escritoras a absurdos equivalentes: han intentado hacer un estilo de la política de Dworkin y una política del estilo de Sontag.

Al sustituir el esfuerzo por describir las condiciones actuales por tesis de hace cincuenta años, cometemos el error de reivindicar como oportuno un modo retórico que tenía sentido bajo las condiciones de un patriarcado legalmente consagrado

El actual renacimiento de la segunda ola del feminismo seguramente no se detendrá con Sontag y Dworkin; otras autoras serán desenterradas del canon en un intento de llenar lagunas en el pensamiento feminista angloestadounidense moderno. Por supuesto, deberíamos seguir leyendo estos antecedentes, cuyo trabajo ilumina las etapas históricas del feminismo; no echamos por la borda el valor de los textos de Firestone, Davis, Beauvoir, Mitchell y otras autoras. Pero al sustituir el esfuerzo por describir las condiciones actuales –o afrontar honestamente la dificultad actual de definir la condición femenina de modo que pueda articularse en algo que se aproxime a una totalidad– por tesis de hace cincuenta años, cometemos el error de reivindicar como oportuno un modo retórico que tenía sentido bajo las condiciones de un patriarcado legalmente consagrado, justo cuando ese conjunto particular de circunstancias ha dejado de existir en Estados Unidos, Canadá, Gran Bretaña, Irlanda y la mayoría de las democracias liberales contemporáneas. En lugar de dedicarse a la tarea de describir el mundo de nuevo, un mundo tanto o más complejo en sus acuerdos sociales que hace medio siglo, esta reviviscencia nos adormece en una inmovilidad despolitizadora. Tanto Sontag como Dworkin destacaron en el despliegue de un presentismo seguro, cuyo poder residía en su compresión de la historia. La mujer es porque la mujer fue. Pero el valor histórico de sus textos no se ve menoscabado, si efectuamos la simple afirmación de que las cosas han cambiado desde entonces. Tal vez no hayan mejorado sistemáticamente para la inmensa mayoría de nosotras, pero en modo alguno han empeorado por el hecho de ser mujeres.

Sontag y Dworkin compartían un planteamiento retórico formado en respuesta a las situaciones particulares y concretas de las mujeres entre las que vivían, cuyas vidas, junto con las suyas propias, intentaban describir. Sus presentismos naturalizadores formaban parte de su creencia política (compartida) en la categoría específica de la experiencia de la condición femenina, una creencia confirmada por las leyes y las estructuras sociales de su época (la propia Sontag advirtió contra el mal uso de los tópicos ahistóricos en su respuesta a Adrienne Rich, incluida en On Women: “Aplicada a un tema histórico concreto, la pasión feminista arroja conclusiones que, por muy ciertas que sean, son extremadamente generales”). Sin este contexto, armadas únicamente con introducciones celebratorias de críticos y críticas literarios, nos quedamos con la impresión de que existe una conexión esencial entre los tres polos encarnados por estas figuras: condición femenina – sufrimiento – escritura. La escritura, convenientemente, se convierte entonces en la respuesta al sufrimiento politizado de la mujer. Pero identificarse una misma como escritora en la era de la alfabetización masiva provoca la misma respuesta que identificarse como feminista en la era de igualdad legal entre los sexos: ¿no lo somos todas?

El interés compartido por el sufrimiento expresado por Dworkin y Sontag anima una preocupación residual por la dura situación de lo que es ser mujer. Pero, ¿esto es todo lo que ese feminismo es?

El interés compartido por el sufrimiento expresado por Dworkin y Sontag anima una preocupación residual por la difusa pero persistente dura situación de lo que es ser mujer, cuya conciencia nos convierte en feministas. Pero, ¿esto es todo lo que ese feminismo es? Y si se ha convertido en un proyecto político tan negativo, ¿no deberíamos detenernos a considerar las ramificaciones derivadas de definir la condición femenina no solo a través de la experiencia del sufrimiento, sino a través de la verbalización constante del dolor? ¿Cuál es, exactamente, el programa político al que nos puede conducir el dolor como experiencia colectivizadora? Lo más cerca que ha llegado el feminismo de una movilización masiva durante los últimos años ha sido en el ámbito de los derechos reproductivos, que ya no son el terreno de un género, sino el terreno en el que una persona puede ser feminizada, verbo que en el uso contemporáneo significa existir en el filo de la precariedad, alejada de la productividad económica, abrumada por las cargas de la reproducción. Centrarse en las experiencias negativas de la condición femenina, por muy amplia y ecuménicamente que se definan estas, dará lugar a un feminismo negativo: una participación acreditada en función del sufrimiento.

No puede exagerarse lo profundamente aburrido que es todo esto. Qué poco emocionante, qué poco esencial, qué pocas preguntas urgentes parece contener esto en tanto que semillas de posibles respuestas. Como dijo Dworkin del porno (después de que su amiga lo dijera de la heroína): “Lo peor de todo es la repetición interminable”. Ya hemos estado antes aquí, por supuesto, en el debate de los últimos años sobre el afropesimismo. Un feminismo negativo corre riesgos similares: si el objetivo es pasar de una concepción biológica del género, como de la raza, a otra construida socialmente pero no por ello menos real en cuanto a sus consecuencias, ¿no sería conveniente llegar a una definición de la categoría que no condene a todas las que entran en ella a cantidades ilimitadas de dolor? El feminismo no tiene un derecho absoluto a existir. Debe describir algo del mundo con precisión para que tenga sentido como posición político-filosófica. Y esa descripción debe contener verdades verificables sobre la situación actual de las mujeres, o de lo contrario será, solo, un estilo.

Sobre este artículo
Este artículo ha sido publicado originalmente en The New Left Review y traducido para El Salto por Carlos Prieto. Véase Juliet Mitchell, «Women: The Longest Revolution», NLR I/40 y Susan Watkins, «¿Qué feminismos?», NLR 109.
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