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Violencia machista
Nuestras muertas, o la letal soledad de las ahogadas
Yo no sé si toca hoy hablar de esto, en estos momentos en los que el gobierno de los tiempos se nos ha ido de las manos, y parece que todo vaya de no llegar demasiado tarde al tema del momento, de no dar la lata, mira que no procede, que ya se está hablando de otra cosa. Cuesta surfear sobre este oleaje salvaje de viralidades y últimas horas, de batallas culturales sobre temas fundamentales como el aborto, y otros no tanto, como las desavenencias entre exparejas multimillonarias. Debajo de tanta ola y tanta espuma, permanecen las mareas constantes de lo estructural, donde hay quienes siempre flotan, y quienes tienden, pase lo que pase, al ahogo.
La metáfora quizás es manida, lo que es seguro es que lo estructural mata. Y antes de matar, ahoga. No se trata de abordar en estos párrafos todas las formas en las que lo estructural ahoga, ni enumerar todas las categorías de ahogadas y ahogados, quiero centrarme en algunos cuerpos en particular, los de aquellas que te cruzas en la calle, con las que compartes espacio de trabajo, junto a las que esperas a los niños a la salida del colegio, las que se sientan a tu lado en el metro, las que te ponen el café por las mañanas o a las que tú pones el café. Son las mujeres que se ahogan en una relación minada de violencias. Violencias que no son casuales, sino que responden a esas mareas estructurales que muchos insisten en no ver.
La violencia también se alimenta de lo que aprendimos tantas: cuidar hasta de quien te hace sufrir, evitar el conflicto, digerir los dolores en silencio, aplacar los temporales con concesiones que a veces queremos presentarnos a nosotras mismas como inteligentes estrategias
Van por ahí sin aire y con miedo. Algunas sienten un malestar creciente adentro, al que aún no acaban de poner nombre, dolores de los que quizás se culpabilizan por no ser lo suficiente fuertes, lo suficiente atentas, lo suficiente dignas, lo suficiente lo que sea. Otras ya han identificado el terror que se esconde en sus casas, o detrás de un nombre donde creyeron encontrar por un tiempo la felicidad o al menos un lugar en el mundo. Adquirir conciencia de dónde se está, ser capaz de describir con palabras certeras la violencia psicológica, la violencia económica, usar afinadamente toda la semántica que define tu situación de mierda, ayuda, pero nunca basta.
No siempre el lenguaje disciplina el mundo, aunque ayude a comprenderlo, que cada vez las mujeres seamos más conscientes de lo que es la violencia es un primer paso imprescindible, pero el camino es mucho más largo y no se puede transitar sola. La violencia está hecha de la socialización de tantos en no poder perder, en rechazar la propia vulnerabilidad, en que el poder se demuestra haciendo daño. La violencia también se alimenta de lo que aprendimos tantas: cuidar hasta de quien te hace sufrir, evitar el conflicto, digerir los dolores en silencio, aplacar los temporales con concesiones que a veces queremos presentarnos a nosotras mismas como inteligentes estrategias, pero no son más que sofisticados tejemanejes del poder para chupar nuestra energía y dejarnos en el mismo sitio.
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Si la violencia está hecha de todo eso y mucho más, si habita en esa compacta marea, la soledad de quien se ahoga a dos palmos de nosotras, de nosotros, es un artefacto complejo, integrado por estos ritmos acelerados en los que quienes queremos acompañar apenas tenemos tiempo para cuidar de las amigas. Está hecha de salarios insuficientes y cargas familiares que destrozan espaldas, está hecha de un sistema que te interroga con sospecha, que pone la responsabilidad sobre quien sufre la violencia, que la exige de todo antes de concederle nada, un sistema hecho de gente como la gente que maltrata, y de gente como la gente que no consigue enfrentarse al maltrato. La soledad está hecha de desamparo material, y ensañamiento institucional.
El abrazo entre violencia y soledad nos ha llenado diciembre y enero de nuestras muertas. Muchas de ellas enfrentaron el ahogo denunciando. No les sirvió, se quedaron solas y la violencia terminó con toda posibilidad de ayudarlas, de sacarlas a flote. Quien haya sufrido violencia o haya acompañado a alguien en esa situación, quien haya recorrido comisarías y hablado con abogadas como quien busca desesperadamente un cabo, una balsa, que le saque a flote, conocerá dimensiones del desamparo desconocidas para el resto. Contar una y otra vez la misma historia, dudar de una misma, de la consistencia de lo vivido, temer por las consecuencias sobre él, alguien a quien se ha querido, alguien que probablemente sea el padre de tus hijos, temer por la vida de tus hijas, temer perder la custodia de tus hijos, temer la pobreza, temer por que la intensificación del conflicto, una vez denunciado, se traduzca en una intensificación de la violencia y te acaben de ahogar.
Quien haya sufrido violencia o haya acompañado a alguien en esa situación, quien haya recorrido comisarías y hablado con abogadas como quien busca desesperadamente un cabo, una balsa, que le saque a flote, conocerá dimensiones del desamparo desconocidas para el resto
Una realidad cotidiana, una marea constante que persiste por debajo de las batallas culturales, algo que nos ha de preocupar, no para buscar culpables, o alimentar parrillas televisivas y debates de twitter, sino para seguir pensando, juntas, como mantenernos todas a flote. Sacando tiempo para las amigas que bracean, estando atentas a lo que nos rodea, gobernando nuestra atención, cuidándonos y cuidando, exigiendo a los hombres que se impliquen y se alíen, que rompan con lo que heredaron, y contaminen a los suyos, que impugnen los pactos masculinos en los que se aplaude ganar, quedar por encima, en los que se mira con desprecio o pena a quienes “pierden”, caminar con quienes quieren entender, porque son necesarios.
Se trata de desarmar la violencia y conjurar la soledad. De educar para el futuro y saber reaccionar en el presente. Apuntar a la transformación social y cultural, pero ser consciente de que es seguridad física, jurídica y material lo primero que necesita una mujer que intenta salir a flote. Se trata de no despreciar ninguna herramienta, ni prescindir de ninguna estrategia, de pedir responsabilidades sin jugar al juego de la culpa. En definitiva, quizás nos haga falta, no sé, perder todas esta fascinanción por las olas, y centrarnos en cómo vamos a transformar esas mareas estructurales para dejar de asistir, impotentes y aturdidas, a los ahogos solitarios. Poder, de una vez, dejar de contar a nuestras muertas.