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Akira comienza con una explosión nuclear mostrada en un silencio desasosegante, sin efectos sonoros que realcen la imagen. Para muchos jóvenes de la época, esta película japonesa fue la que introdujo en nuestra mente cinéfila, junto con Terminator 2, un ejemplo de esa imagen ausente: aunque el cine masivo insistía en tratar la bomba atómica como una hipótesis de futuro terrible, este artefacto ya se había lanzado en Hiroshima y Nagasaki en 1945. En los filmes más reflexivos, esta posibilidad tenía algo de fracaso de la civilización e incluía críticas a políticas armamentísticas y geoestratégicas reales, pero se tendía a olvidar los crímenes contra la humanidad ya acontecidos durante la II Guerra Mundial.
Después de la explosión inicial del filme, la narración se despliega de una manera tan trepidante que fácilmente deja rendida a la audiencia. Una elipsis nos trasladaba a un tiempo futurista que ahora hemos alcanzado: un 2019 concebido, evidentemente, desde el sesgo del momento en que fue imaginado. No puede sorprender que la narración incluya muchos elementos habituales del cine de los años 80. Para empezar, tenemos el protagonismo de las bandas juveniles que campaban por narraciones futuristas (1997: rescate en Nueva York) o thrillers urbanos sobre las pesadillas de la clase media (El justiciero de la ciudad).
Esta vez, como en The warriors, los pandilleros son los héroes o antihéroes de la función. También aparece un experimento médico (como otra vergüenza real, el conjunto de experimentos MKUltra, que sobrevolaba películas fantásticas como Ojos de fuego). Y no falta el miedo a la bomba que había sido abordado, con diversos enfoques, en paralelo al caldeamiento reaganista de la Guerra Fría: Juegos de guerra, Testamento final o aquella El día después que, dicen, concienció al entonces presidente estadounidense sobre los horrores de una confrontación nuclear.
Los protagonistas del filme son Kaneda, Tetsuo y compañía, un grupo de jóvenes motoristas que rivalizan, se retan y persiguen a otros grupos. Los personajes participan en trepidantes persecuciones vigorizadas mediante la música del científico Shoji Yamashiro. Una noche, un extraño accidente en el que está implicado un niño con poderes paranormales separa del grupo a Tetsuo, que acaba como sujeto de un experimiento bajo control militar. En paralelo, Kaneda entra en contacto con grupos revolucionarios a través de su atracción por Kei, una chica perteneciente a una célula armada.
Ambas tramas confluyen: Kaneda busca recuperar a su amigo, primero, y colaborar con los insurgentes para sustraerle al ejército un poder que va tornándose incontrolable. Lucha por recuperar a Tetsuo... o sacrificarlo. Y para ello cuenta con la cooperación de tres niños también superpoderosos, pero que no están movidos por la ambición y el resentimiento que muestra un Tetsuo deseoso de mostrar al mundo su capacidad de atacar después de años defendiéndose (o siendo defendido) por su inseparable Kaneda.
Mugre, sacrificio y una pizca de esperanza
En algunos aspectos, el punto de partida recuerda al primerísimo ciberpunk, o protociberpunk, de la explosiva Burst city. En esa película de Sogo Ishii abundaban los motoristas, equipados con las cadenas propias del punk, junto con grupos reales del mismo estilo musical y estético como The Stalin. La fascinación por el metal derivaba en fantasiosas representaciones de una nueva carne, fusión de material biológico, cables y hierro, que caracterizaría obras posteriores como Tetsuo, de Shinya Tsukamoto. Ishii, además, optaba por una estética hiperagresiva análoga al espíritu del proyecto.
Otomo mantenía las distancias con esta tendencia en construcción, por mucho que, en un momento de la trama, Tetsuo se provea de un brazo de metal. La propuesta del cineasta japonés quizá estaba más cerca de renovar y hacer madurar el anime ‘clásico’ de seres superpoderosos, y no incluía la desigualdad extrema en el acceso a la tecnología propia o la codificación de las consciencias propias del más establecido ciberpunk anglosajón.
También se alejaba del feísmo desatado y herrumbroso de los paisajes retratados por Oshii, de las pesadillas hipersexualizadas y underground que concebiría posteriormente Shozin Fukui (Rubber’s love) y, sobre todo, del nihilismo desatado de la algo cronenbergiana Anatomia Extinction, donde la angustia de la superpoblación urbana se combatía incentivando que los ciudadanos se convirtiesen en asesinos en serie.
Los no-espacios del metro como espacio de amenaza y a la vez marco de soledades infinitas, más o menos atormentadas, no eran el material de base de Akira. No hay un alone together de asfixia e incluso odio a la masa de conciudadanos. La obra de Otomo era una teen movie muy violenta, pero en la que podíamos encontrar amistades (aunque estuviesen enrarecidas por resentimientos y frustraciones) y flirteos (aunque naciesen desde un cierto desdén y se consolidasen a través del ejercicio compartido de la violencia). En la película, en definitiva, había algo de esperanza incluso en la luz cegadora de otra explosión, otro nuevo inicio posible.
Eso no evita que la narración sea también un vómito de malestar. Se combina la mugre de las zonas empobrecidas de Neo-Tokio con los cañones de luz y los grandes rascacielos. En los márgenes de esa arquitectura triunfal de la reconstrucción (que puede verse como análoga a la reconstrucción de la posguerra real), se muestra un malestar social extendido. Una reforma fiscal regresiva, al parecer, es la espoleta de un ciclo de movilizaciones. Otomo abunda en la representación de la brutalidad policial, en forma de palizas y torturas. Entre las cuitas de Kaneda y un Tetsuo que se convierte progresivamente en una especie de semidios, la narración incluye un consejo de ministros examinado desde un prisma ácido y hasta un golpe de Estado.
El cineasta lanza dardos a todos los estamentos posibles: políticos, militares, científicos y empresarios que juguetean con la revolución por motivos espúreos y crematísticos. No parece plantearse una respuesta posible. Los políticos se duermen en reuniones trascendentales o se mueven por el mero interés de permanecer en el poder. El Ejército es un poder tanto o más indeseable.
En otro ejemplo de la habitual lucha sci-fi entre lo científico y lo castrente, el doctor principal no acota esta vez las ambiciones armamentísticas de los militares e incluso se comporta de manera más temeraria. Y los revolucionarios son títeres-mártires manipulados por plutócratas.
Todo el mundo fracasa. Y ese planteamiento puede tener algo de ajuste de cuentas con la historia del país. Otomo no había vivido la II Guerra Mundial ni la posguerra más inmediata, pero sí el desarrollismo económico que llegaría a su cúspide en los años 90, cuando las grandes corporaciones niponas atemorizaban a los Estados Unidos antes del largo estancamiento del primer gigante asiático. En el año del estreno de Akira, el PIB japonés había crecido un espectacular 7,1%, pero quizá 14 años de incremento ininterrumpido de esta cifra macroeconómica no acallaban la sensación de haber sido estafados por quienes habían dirigido la presunta modernización de Japón con algunos costes sociales (y lo peor estaba por venir).
Eso sí: a diferencia de William Gibson (Neuromante) y compañía, Otomo mostraba un futuro donde el poder todavía permanecía en manos del Estado y no de las multinacionales. En este aspecto también hay una cierta separación respecto a las normas variables y dúctiles del ciberpunk... y respecto a la realidad de nuestro 2019, donde ese ente abstracto denominado ‘los mercados’ ejerce de fuerza suprademocrática y filototalitaria.
Quizá no vivamos en oscuras y lluviosas urbes rebosantes de basura como las de Blade runner o Johnny Mnemonic, pero nuestra dependencia de la tecnología es notable. Y los datos y su posesión por parte de corporaciones más poderosas que muchos (¿que todos?) los gobiernos son (o serán) una parte muy importante de la batalla por una libertad de difícil acceso incluso para quienes puedan comprarla.
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