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Cine
‘Cómete a los ricos’ en la pantalla: ¿moda, provocación o conflicto de clase?
Los ricos dan asco. No es una declaración política del autor de este texto, sino una tendencia cinematográfica. En casos como el de El triángulo de la tristeza (2022), de Ruben Östlund, ni siquiera es una forma de hablar, sus muchimillonarios dan auténtica aversión física, a pesar de que alguno de ellos sea más que bello en términos normativos.
El sueco no es el único autor audiovisual al que le ha dado por recrearse en la estulticia o repugnancia de las clases más altas, sino que su aportación al tema se considera una más de las que han seguido la estela de Parásitos (2019), de Bong Joon-ho, ganadora de la Palma de Oro de Cannes —como haría después la película de Östlund— y del Óscar a Mejor Película un año después, todo un hito para una película no rodada en inglés.
A poco que uno piense salen unas cuantas: Saltburn (2023), de Emmerald Fennell; El menú (2022), de Mark Mylod, o Puñales por la espalda (2019) y su secuela El misterio de Glass Onion, ambas de Rian Johnson. Además de series como The White Lotus (2021-), por ejemplo. También producciones españolas como la reciente Calladita (2024), de Miguel Faus. Hilando fino, incluso Élite, que arrancó antes, en 2018, podría entrar en la familia.
Todas, o casi todas, son sátiras que exploran desde el humor negro a una clase megarrica estúpida, caprichosa y, sobre todo, grotesca, tanto en su aspecto como en sus formas de vida. Con un cachondeo más disfrutón en el caso de las películas de Johnson, o desde la misma zumba irónica pero con mucha cinefilia explícita en The White Lotus, pero siempre ridiculizando a las clases altas y retratándolas como merecedoras de todas las desgracias que les ocurran, e incluso alguna más.
¿Es el signo de los tiempos? ¿Encierra una crítica real de clase? Que los megamillonarios viven alejados de lo que el común de los currantes, por cómoda que sea su posición, considera ‘la vida normal’ no es necesario que lo subraye el cine, basta con atender a Instagram o a las noticias.
Ensayos recientes como La supervivencia de los más ricos (Capitán Swing, 2023) de Douglas Rushkoff, dan testimonio de una élite mundial hiperprivilegiada, egoísta y narcisista, pero al mismo tiempo un poco estúpida y que vive en una especie de burbuja de idiotez. La comentarista cultural Tania Lavin, autora de La cultura del odio (Capitán Swing, 2022), se preguntaba recientemente, en su newsletter The sword and the sandwich, por el potencial de “resentimiento de clase” real en los millones de vídeos que circulan en TikTok con el hashtag #eattherich. Y novelas como la también multipremiada La vida íntima (Anagrama, 2024), del italiano Niccolò Ammaniti, hablan de un fenómeno que no es solo audiovisual, sino transversal.
El dibujo de unos privilegiados completamente idiotas suena demasiado complaciente, demasiado cómodo para el hijo de vecino de clase más o menos media, o al menos con cierto capital cultural, que sirve de público a estas obras
Pero ese dibujo de unos privilegiados completamente idiotas suena demasiado complaciente, demasiado cómodo para el hijo de vecino de clase más o menos media, o al menos con cierto capital cultural, que sirve de público a esas obras. El triángulo de la tristeza y la segunda temporada de The White Lotus compartieron una misma línea de críticas: se pasaban de frenada. A pesar del atrevimiento visual de Östlund o de la ligera crítica de clase de la serie creada por Mike White, en ambas los analistas señalaron la superficialidad del planteamiento, un simple “los ricos también lloran” en el cual, casi como en Parásitos pero a un nivel más simple, los pobres solo pueden aspirar a estafarlos o reírse de ellos. Un mensaje, en el fondo, conformista.
En otra liga juega la mencionada Saltburn, ya que su directora, Emmerald Fennell, pertenece a la élite a la que, presuntamente, se ridiculiza. Su padre, Theo Fennell, es un joyero millonario británico, y ella estudió en el mismo Oxford donde se conocen los protagonistas de su película: un chico de clase baja que desea trepar y un guapísimo y relamido milmillonario que lo adopta como mascota. Aunque se puede decir que hay cierta crítica al ascensor social estropeado en la Gran Bretaña que presumió del Estado del Bienestar más potente del mundo en su día, Saltburn no es Parásitos, porque en ella los pobres son retratados como aún más miserables que los ricos.
También resulta curioso que queden fuera de la ecuación, cuando se discute si hay una crítica real detrás de todas estas películas y series, las que no son comedias. Por ejemplo, la aclamada Succession, que tiene su respuesta cañí en Galgos, miniserie de Movistar Plus+ sobre el relevo generacional en una familia de industriales de la bollería españoles que crearon su imperio por ser franquistas, pero eso nunca se verbaliza.
O Industry, otro título de HBO, de momento con su tercera temporada recién estrenada, que sigue a un grupo de veinteañeros que compiten por un puesto en un elitista banco de inversiones de Londres. Una lucha despiadada por el éxito que deja literalmente muertos de agotamiento por el camino, y que comparte algún momento provocador con Saltburn, como el de deglutir semen que no ha estado en la superficie más higiénica posible. Pero que está rodado más como thriller que como comedia, a pesar de que sentido del humor tenga, y donde, a pesar de dejar clarísimo que los graduados que vienen de familias poderosas tienen todo hecho, el punto de vista es el de los jóvenes desclasados, y son sus vidas precarias las que más se presentan al espectador.
Por no hablar, regresando a España, de Élite. El culebrón adolescente de Netflix, que ha emitido este año su última temporada, ha sido presentado por su creador, el guionista y director Carlos Montero, como un espacio de fantasía. Igual que Los Bridgerton no remite a un siglo XVIII inglés histórico con su diversidad racial, Élite no quiere retratar ninguna escuela privada real… Solo que gran parte de su historia giraba sobre el contraste entre los estudiantes “becados” de clase baja, y en casi todas sus temporadas, a pesar del baile de jóvenes actores, hay una subtrama sobre un personaje privilegiado que juega o subyuga sexualmente, de una forma u otra, a un personaje precario o de estatus inferior.
No son tanto sátiras sobre los ricos como quejas, desde abajo pero alguna certificada desde arriba, sobre la mentira de la igualdad de oportunidades
Quizás estas fábulas, pues casi todas las mencionadas lo son en mayor o menor medida, no aspiren a “comerse a los ricos”, pero acaban desvelando sin querer un cierto estado de ánimo de fondo. La cuestión no es tanto la comodidad para los milmillonarios de dicho retrato mientras se quede en el catálogo de HBO —o en el de Filmin, como la griega Animal y su retrato de la precariedad de un “todo incluido” turístico, un The White Lotus contado por los curritos, o la sueca Blinded, thriller sobre la corrupción en los bancos de inversiones— como la certeza de que el privilegio no tiene nada de meritocrático, y ni siquiera lo posee gente que sepa gestionarlo, se mantienen en él por pura inercia. No son tanto sátiras sobre los ricos como quejas, desde abajo pero alguna certificada desde arriba, sobre la mentira de la igualdad de oportunidades.
Cerrando con otro ejemplo también español. La diferencia de la mencionada Calladita con algunos de los otros títulos citados es el protagonismo, en este caso de Ana, una joven colombiana que entra al servicio de una adinerada familia catalana como interna. No carga tanto las tintas como otras películas, sino que muestra a sus empleadores como caprichosos, egocéntricos, clasistas y un poco idiotas. Pero, sobre todo, sigue el proceso de Ana en tener claras todas sus mentiras e ir perdiéndoles el miedo, hasta que acaba obteniendo su recompensa y “comprando” la libertad.