Consumismo
La Sociedad de Consumo: el lujo al alcance de “todos”

En el décimo aniversario del fallecimiento de Ramón Fernández Durán, reproducimos un fragmento de «Tercera Piel, Sociedad de la Imagen y conquista del alma», su obra más relacionada con la temática de este blog.
Ramon Fernandez Duran
Ramon Fernández Durán en el homenaje a Eladio Villanueva, en 2011. No CC David F. Sabadell
10 may 2021 09:00

Se cumplen diez años del fallecimiento de Ramón Fernández Durán, y, como recuerdo y homenaje, reproducimos un fragmento de «Tercera Piel, Sociedad de la Imagen y conquista del alma», su obra más relacionada con la temática de este blog.

Este ensayo, publicado en 2010, fue concebido como parte de una gran obra de reflexión sobre la crisis energética global y el colapso civilizatorio. Dicha obra, «En la espiral de la energía», fue publicada en 2014, después de ser completada por Luis González Reyes tras el fallecimiento de Ramón. En 2018 se publica su segunda edición.

El texto, en plena vigencia pese a que hayan pasado más de diez años desde su publicación, muestra la lucidez del Ramón Fernández Durán como autor. Por ello, sólo nos queda recordar su gran aportación al crecimiento y consolidación de un movimiento como el ecologismo social y su valor como persona. Gracias Ramón.

La Sociedad de Consumo: el lujo al alcance de «todos»

Comunicación de Masas y Sociedad de Consumo se han ido convirtiendo cada vez más en dos caras de una misma moneda, hasta configurar decisivamente el actual capitalismo global. La irrupción de los medios de comunicación de masas, y sobre todo la televisión, posibilitó la concreción de dos factores claves para configurar la Sociedad de Consumo. Por un lado, la creación y el fomento del sentido de escasez, y sobre todo la constante generación de nuevas y falsas necesidades. Por otro, la promoción de determinados productos de marca para su venta en el mercado, con el objetivo de satisfacer esas necesidades prefabricadas. Ambas por supuesto estrechamente interrelacionadas a través de la publicidad y el poder de la imagen. En EEUU, la Sociedad de Consumo por excelencia, el telespectador medio ve unos 30.000 anuncios al año (Mander, 2004), y la situación en otros territorios, tanto centrales como periféricos, va camino de igualar al gigante estadounidense, aunque, eso sí, con distintos ritmos e intensidades. El consumo pues que se expande es principalmente el de las grandes marcas, que han sabido imponer sus Logos a través de una fuerte inversión publicitaria (Klein, 2002). Muchos de alcance mundial. Lo cual les reporta un doble beneficio. Por un lado, amplían su mercado a costa de otras marcas de menor acceso a los medios, o directamente sin acceso a los mismos por su pequeño volumen de negocio. Y por otro, una vez adquirido el tamaño suficiente que les permite salir a Bolsa, son capaces de crear «dinero financiero» (acciones, obligaciones, etc.), y que se acepte como tal en los parqués bursátiles, ante la confianza que inspira una marca que opera en mercados cada vez más globales. Lo cual, a su vez, les posibilita impulsar estrategias de adquisiciones y fusiones para devenir en actores aún más relevantes en los mercados mundiales. Un círculo virtuoso propiciado por el impulso mediático. Ese ha sido el proceso en las últimas décadas de las principales Transnacionales mundiales.

En definitiva, se trataría, como nos dice Guatari (1994), de captar (y suscitar) el deseo para ponerlo al servicio de la economía del beneficio, apelando sobre todo a las emociones. En concreto, las marcas logran adhesión activando nuestras emociones. Y todo ello a través de la llamada industria publicitaria, que no por casualidad se agrupa en grandes agencias globales, que se ubican principalmente en el mundo anglosajón, y en su práctica totalidad en los países centrales. Allí donde se localizan también las sedes de las principales transnacionales y los mercados financieros más importantes. La publicidad ha logrado alcanzar un 2% del PIB en EEUU. Además, la cultura publicitaria ha conseguido contribuir también a la obsolescencia planificada, lo que ha acelerado el ciclo de producción-consumo, impulsado además por los productos de «usar y tirar», que sus propios mensajes promueven. Lo que ha colaborado decisivamente a que todo consumo sea un consumo «productivo», en el sentido de que prácticamente todo el consumo (principalmente en los espacios centrales) esté dentro de la lógica del capital. Las cosas se adquieren y se desechan con una celeridad compulsiva, especialmente en el mundo de la moda, y muy en concreto en aquella destinada a los sectores jóvenes. El Teenage Market. Estrenar ropa («estar a la moda») dura ya casi segundos, pues Zara, p.e., hace una renovación permanente en sus tiendas.

Pero la Sociedad de Consumo tiene por supuesto efectos sociales que van bastante más allá del ámbito puramente económico, y que nos interesa especialmente resaltar. Por un lado, «la capacidad de los objetos de suscitar deseos (apoyada por la inversión publicitaria) es alta, pero sus posibilidades de generar satisfacción y felicidad son (mucho) menores» (Cembranos, 1993). Cuando no generan directamente una frustración al no poder adquirirlos, pues se multiplican artificialmente las necesidades pero no las rentas. A nadie se le escapa que existe claramente un consumo jerarquizado y diferenciado. Pero también la Sociedad de Consumo ha posibilitado el consumo emocional del «lujo» por las «clases medias», y ha logrado transformar en amplias «clases medias» postindustriales a la antigua Clase Obrera industrial, en los espacios centrales. Primero, porque ha habido una transformación de la estructura productiva, como ya hemos indicado anteriormente en el libro, y segundo, porque se ha producido una nueva estratificación social con el paso a la sociedad postindustrial, que además ha sido cooptada, por así decir, desde el poder vía consumo. Todo ello ha posibilitado el paso de una cultura del trabajo, que era también orgullo de la Clase Obrera y que formaba parte de la cultura popular, a una cultura del consumo, en la que la identidad social se establece por el mayor o menor acceso al consumo, que ha dinamitado al mismo tiempo la cultura obrera. En definitiva, el consumo ha conseguido convertir a la clase obrera, en su día un sujeto político potente, homogéneo y compacto, en clase media, un sujeto sujetado, desestructurado y atomizado, que busca vía consumo imitar, en la medida de lo posible, las pautas de consumo y formas de vida de las elites («porque yo lo valgo»). En este tránsito la ideología del consumo se ha convertido en la gran ideología.

Y la Sociedad de Consumo, cuya creación ha sido posible por los mass media, tiene la capacidad de proyectar su glamour y los valores urbano-metropolitanos, pues es en estos espacios donde habita, sobre el conjunto del territorio, a través igualmente de los medios de comunicación de masas. Esta colonización mediática del espacio real, a través de la «Tercera Piel», ha llegado a ser definida como la creación de Telépolis, que no sería otra cosa que la intensificación a través del éter del impacto cultural a distancia de las metrópolis (Echevarría, 1994). Pero este impacto desde hace ya unas décadas, sobre todo en los últimos 30 años, ha adquirido una verdadera proyección mundial, traspasando fronteras estatales, y especialmente las líneas divisorias Norte-Sur, Oeste-Este, o Centros-Periferias. La «Tercera Piel» ha configurado como decíamos una verdadera Aldea Global, y hoy la Sociedad de Consumo tiene un alcance planetario, aunque indudablemente no participen para nada por igual en esa «fiesta» las poblaciones centrales y periféricas, o las urbano-metropolitanas y las rurales e indígenas. Pero el logo de Coca Cola o de Nike llega a los lugares más remotos de África, al igual que la imagen de Cristiano Ronaldo, Nadal o Hamilton. Y eso actúa como un «efecto llamada» más de cara a las poblaciones del mundo entero, para que salten muros y participen ellos también en la gran fiesta del Consumo. El lujo y la fama, por fin, al parecer, al alcance de «todos».

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