Ecologismo
La casa del olmo y otras historias de un pueblo cualquiera de Castilla

Relato finalista del I Certamen de relatos ecotópicos de Ecologistas en Acción.
Almendro
Almendro
7 mar 2024 08:00

En una mañana fresca para los tiempos que corren, Arya ha decidido que ya es hora de preparar el terreno para la nueva temporada en la huerta. Con la mula ya ataviada para la ocasión, se baja a la vega y echará ahí toda la mañana arando ciertas zonas de las tierras que tiempo atrás ocuparon y expropiaron sus padres, junto a toda aquella tropa de gente. Una gente que se levantó contra el fondo de inversión que poseía la mitad de las tierras del pueblo, cuando creían que todo el campo era orégano y podrían llenar esta comarca de placas solares en nombre del progreso (de sus bolsillos) con el beneplácito del gobierno de aquel momento, que quiso camuflar el crecimiento capitalista de verde.

Todavía viven la mayoría de las que formaron parte de aquella “revuelta de los tomates”. Le pusieron este nombre porque el tomate se cultiva en abundancia en la zona, y armados con cientos de kilos de tomates asaltaron perfectamente sincronizadas la sede del fondo buitre en Madrid y a la empresa instaladora en el que iba a ser el primer día de construcción del macroparque fotovoltaico, allí mismo, sí. El pueblo tomó el control de lo que nunca debió de pertenecer a otras que no fueran las paisanas que lo habitan y cuidan. Y no estuvieron solas, contaron con el apoyo de grandes cantidades de personas llegadas de otros territorios que se sumaron a la revuelta, que supuso la semilla que más tarde germinó en muchas más revueltas, tiñendo de esperanza un futuro que por aquella década de los años 20 de este siglo pintaba muy pesimista. En pleno escenario de crisis climática, la gente dijo basta y se levantó contra los que estaban agotando el planeta Tierra.

Arya cultiva media hectárea de hortalizas intercaladas con almendros, tiene una huerta que es la envidia de los hortelanos colindantes, que son de los de toda la vida de dios del pueblo. Y nuestra protagonista también, pero es hija de forasteros, de estos neorrurales que en los años 20 salieron escopetados huyendo de Madrid, cuando la palabra “imposible” se quedó corta para describir lo que era vivir en esa mega urbe. Y no es que haya mala relación entre los autóctonos de varias generaciones y los que no lo son, pero incluso con el paso de las generaciones, siempre quedan rescoldos entre la gente de ese recelo que han producido las que no consideran de ahí.

Miguel cultiva patatas, ajos y cebollas en la tierra de al lado, sin pesticidas ni herbicidas de esos que fueron tan utilizados antaño a diestro y siniestro, y, de hecho, se vale de la mula de Arya para recoger las patatas. Los tractores eléctricos supusieron un cambio en el campo, pero la falta de litio para las baterías hizo que su producción cayera con el paso de los años y la gente optara por la tracción animal de nuevo como hacían sus bisabuelos, porque lo de volver al combustible fósil ni se podía plantear. Y junto a Arya y más paisanas del pueblo gestionan la asociación agroganadera del municipio, que cuenta hasta con un rebaño comunal de cabras celtibéricas y ovejas alcarreñas, razas que han conseguido salvar de la extinción junto a otros pueblos, que siguieron la estela de los que sembraron los tiempos nuevos que vivimos en esta aldea. Y cómo olvidar a Rodolfo, el asno andaluz que acompaña al rebaño y al que le encanta que le hagan caso les niñes del pueblo.

Es febrero, y los almendros de Arya juntos a las golondrinas recién aterrizadas componen un poema de flores blancas y versos alados en la vega. Pronto llegará la hora de sembrar la huerta de verano antes de que el mercurio supere los 40ºC, pero de momento Arya después de la siembra esperará la llegada de Miguel para cosechar los puerros, las coles y zanahorias, que mañana es día de mercado y llegarán los autobuses de la ciudad llenos de personas hambrientas de verde.

La tierra está fresca tras las recientes lluvias que trajo febrero como agua de mayo, esta expresión la solía decir mucho el padre de Miguel en sus tiempos mozos, porque contaba que antes en mayo llovía mucho. Los puerros y las zanahorias salen casi sin esfuerzo, la tierra está perfecta y de un marrón oscuro que da gusto verlo. La huerta de invierno ya da sus últimos coletazos, los semilleros de la huerta de verano están que casi piden tierra ya, pero todavía pueden venir esos cambios tan bruscos de temperatura típicos de nuestros tiempos, así que es mejor prevenir que curar, que “las heladas tardías son muy jodidas” dice siempre Miguel.

El sol aprieta, pero sin pasarse, lo normal para estos tiempos áridos que corren. Va llegando la hora de comer y casi han terminado ya Miguel y Arya de cosechar. La tarde es para el ocio y la asociación, ya que tienen asamblea en “La Casa del Olmo”, el lugar donde cada semana se reúnen para ir haciendo balance de cómo van las cosechas y el reparto de los trabajos comunales entre los que está a quién le toca sacar al rebaño al monte a “tripar de verde” como dicen por aquí.

Entre todas consiguieron restaurar un antiguo pajar para convertirlo en este espacio de encuentro, democracia y cuidados al servicio del pueblo, y junto al edificio siempre está vigilante un olmo plantado por los que llevaron a cabo la gran transformación del pueblo. Por fin, tras décadas de sentencias de muerte de miles de olmos por la maldita grafiosis, se ha conseguido devolver a los olmos al protagonismo que históricamente siempre han tenido en todo pueblo castellano. Y recuperando tradiciones antiguas, bajo el amparo de Salvador -nombre que decidieron dar a este olmo en homenaje a Salvador Allende- se celebran las asambleas democráticas del pueblo y bajo sus ramas se toman las grandes decisiones del devenir del municipio. Por aquí cambiaron muchas cosas desde que esta pequeña villa se convirtió en concejo abierto.

Cuando el reloj de la plaza toca las 17:00 da comienzo la asamblea, y aquí todas empiezan igual que acaban, con música. Hugo el del barrio de abajo siempre lleva su guitarra, los hermanos “mata-avispas” -en los pueblos los motes se heredan sin preguntar- suelen ir con las cucharas y el almirez de su tatarabuela, Arya acompañada de la pandereta castellana se lanza a tocar y cantar, y el resto le siguen con diversos instrumentos y sus voces, algunas más bonitas que otras, todo hay que decirlo. Y ya entradas en calor con una vieja canción del siglo XX se pueden empezar a tratar los puntos a debatir y la organización de las próximas jornadas.

Mientras les niñes del pueblo corren como si no hubiera un mañana por todas las calles del pueblo, los adultos acuerdan que esta próxima semana Arya sacará al rebaño comunal por las mañanas porque quedará más liberada de tareas en la huerta, y en las tardes se ha ofrecido uno de los hermanos “mata-avispas”, que dice que está cogiendo peso y quiere andar más. Y las abuelas veteranas harán los quesos que se repartirán entre las vecinas del pueblo como cada primero de mes, porque la experiencia es un grado y tienen muy buena mano con los lácteos. Del ordeño se encargan los jóvenes que “ellas ya no están pa´ doblar el lomo”, afirman estas mujeres, que cuentan a sus espaldas con toda una vida de luchas frente al capital que las quiso expulsar de su territorio.

Y, para finalizar la asamblea tras sus dimes y diretes, otra vez música. Suenan jotas castellanas, viejas canciones revolucionarias y canciones comerciales del momento; todo tiene cabida aquí. Cantan, tocan y bailan hasta que el sol se esconde, que en estas fechas todavía se recoge pronto el Lorenzo. Ponen punto y final al día, que mañana es día de mercado.

Cuando el reloj vuelve a sonar en la plaza, son las 8 de la mañana, es hora de levantarse y montar el puesto. Recién quitadas las legañas y tomado el café de achicoria, que se volvió a utilizar cuando se complicó el transporte del café del sur global y los precios se elevaron allá por los años 30, Arya marcha a la plaza del pueblo, epicentro de la vida social y económica del pueblo. No le lleva mucho montar un par de borriquetas, unos tablones y unas sombrillas para que no le pegue el sol a las verduras y, preparadas las cestas ya, ale, a vender cuando lleguen los vecinos y forasteros ya conocidos, llegados de la ciudad.

Poco más tarde de las 10:00 el mercado ya está lleno de gente formando una gran algarabía de un puesto a otro. El mercado no es moco de pavo; vienen productores de pueblos cercanos también y la plaza está rebosante de vida. Los de la ciudad llegaron hace escasos minutos y entre ellas viene Sonia, que vivió unos años aquí, y tuvo que marchar a la ciudad por razones que poco o nada tienen que ver con esta historia. Suele venir cada 2 semanas, acompañada de esa sonrisa tan grande que la caracteriza.

Más que cargar el carro de verduras y hortalizas para subsistir en la ciudad, lo que hace Sonia es saludar y repartir abrazos a todo el que se cruza, y eso que los ve cada dos semanas normalmente; pero ella es así, “pura vida” que dirían en Costa Rica. Pero sí que compra; concretamente en el puesto de Arya, con la que mantiene una estrecha relación, e incluso la visita en vacaciones. A ambas les gusta dar rienda suelta a la sin hueso, y Sonia siempre repite la misma frase cada vez que llega al pueblo con su alegre y contagiosa sonrisa:

“Y pensar que nos dijeron que esta sería una utopía inalcanzable…”

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