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Ecologismo
Corteza de alcornoque

Verónica observó tranquila cómo las termitas corrían desesperadas por sus manos, ahora subiéndose a sus brazos, ahora cayendo al húmedo y fresco suelo o volviendo al tronco del que, contra su voluntad, habían sido extirpadas. El cosquilleo vibrante de los cientos de insectos entre sus dedos le recordó a la música.
- Es hora de volver - espetó cansada Rocío, casi en un suspiro-. Ya nos ha llamado Azul, ¿es que no estás atenta?
Verónica seguía pensando en las termitas. En el camino de vuelta al ágora, donde diariamente se reunían en asamblea todos los habitantes de Célula Sombra, no pudo evitar sentir la desolación que le causaba contemplar el gran desierto deshabitado en torno a los pasillos metálicos que comunicaban unas aulas con otras, dentro de los cuales el páramo exterior era apenas visible a través de unas estrechas ranuras. El sol era ácido allí; era un enemigo imbatible, un rey sin misericordia. Sus únicos súbditos fieles eran los millones de granos de arena que, unidos por la gravedad, conformaban una entidad absoluta y silente, trazando con su presencia un horizonte perfectamente recto. Cualquier otra forma de existencia se refugiaba del fuera, del aire. Los alcornoques estaban condenados a existir bajo una cúpula ingenua que, a los ojos de Verónica, los empequeñecía y momificaba, callando inevitablemente el antiguo canto de sus hojas al son de la brisa.
En estas tristes ensoñaciones llegó tras los pasos de Rocío al ágora, espacio central del complejo que, como si de la cabeza de un pulpo se tratara, reunía todos los tentáculos comunicando los sectores que articulaban el entorno de Célula Sombra. El ágora era el único habitáculo que, por su carácter hospitalario y social, se permitía estar decorado. Para dicha decoración se utilizaba precisamente el corcho, puesto que los demás soportes tradicionales habían sido dispuestos para otras utilidades a causa de la escasez generalizada: el papel se utilizaba estrictamente en la enseñanza, mientras que la tela de lienzo era requerida para la confección de ropa, toallas y sábanas. Pero allí, por suerte o por desgracia, la única función de la corteza de alcornoque era la de adornar, mediante paneles y composiciones diversas, los sobrios muros del ágora central. Rocío, Verónica y algunos otros habitantes, cuyo número era francamente escaso, dedicaban su tiempo tanto a cuidar de los alcornoques como a componer y plasmar poemas e ilustraciones en amables piezas de corcho, cuya presencia creaba, junto con los tenues reflejos de luz que conseguían entrar al lugar, un ambiente anaranjado y cálido, casi humano, casi hogareño. La pieza favorita de Verónica era una suerte de tapiz, de grandes dimensiones, que unía distintas planchas de corcho a modo de puzzle irregular: en él se combinaban ilustración y poesía a tres tintas: azul, blanca y negra, mostrando estilizadas figuras humanas que recogían olivas en un otoño mediterráneo bajo un cielo de nubes, acompañadas de sus fieles sabuesos. De no ser por aquella pieza, pensaba Verónica, aquellas escenas ya habrían quedado olvidadas en Célula Sombra. El poema que acompañaba la imagen rezaba así:
Mala suerte, suerte, devenir el triste animal
que sin saberse bestia aún se encara a una cruz sin penitencia,
observando el secreto demasiado pronto.
Mala suerte, suerte, perder el hilo y que sin madre
el lobo aprenda a obedecer las órdenes del bosque, a recostarse en
el camino cuando enfermo.
La penetrante voz de Azul sustrajo con violencia a Verónica de su trance y la obligó a dejar de contemplar el tapiz de corcho.
- Hoy contamos 1499 días sin lluvia - enunció con grave serenidad -. Si bien hemos pasado por momentos de urgencia similar, ésta no deja de ser una situación alarmante que requiere tomar decisiones desagradables - Verónica ya sabía lo que iba a pasar. Miró a Rocío, sentada algunos puestos hacia su derecha en el banco posterior. Sus ojos negros reflejaban la misma triste resignación -. A partir de mañana se cortará la irrigación del alcornocal hasta nuevo aviso: dada la situación actual su mantenimiento es insostenible, y debemos reservar el agua restante para labores imprescindibles. Las tareas de las trabajadoras del sector serán reasignadas temporalmente, hasta que vuelva a llover.
No eran tiempos fáciles. Verónica no había conocido tiempos fáciles. Recordó a su abuelo y a su madre en los alcornocales extremeños cuando era niña. Sintió frío en el pecho y entumecimiento en los huesos. Inhaló el humo de un enorme sacrificio que no le correspondía: más allá de sí, de su familia y de los alcornoques.
Aquella noche le costó conciliar el sueño. En su celda entraba, a través de una ranura, la blanquísima luz de la Luna. Se levantó porque al menos desde allí podía verla, tan sólo un poco, si se ponía de puntillas y se apoyaba en la pared. Su brillo era casi doloroso, pero le recordaba a su madre. Le tranquilizó poder ver las manchas grises de su topografía y, sintiéndolas como una especie de abrazo, se aferró a ellas y finalmente comenzó a dormitar.
Todo alrededor era blanco, como si se hubiese trasladado al interior de la misma Luna. No había nada más. Notó su cuerpo: era rígido, geométrico: estaba hecho de madera. Verónica era ahora una efigie, un ídolo. Le sorprendió darse cuenta de que las sensaciones que tenía dentro de esta caprichosa forma no eran demasiado distintas a las habituales. De pronto, surgió la efervescencia, la vibración: desde su vientre primero, luego en las sienes y en las plantas de los pies, entre los dedos de las manos: empezaron a brotar las termitas, desde dentro hacia afuera, primero en pequeños grupos, después a raudales, consumiendo su cuerpo, cada uno de los ángulos de su escultura, crepitando sonoramente. Verónica por fin se liberaba de su condena, de la prisión de su imagen; en sus pulmones entraba cada vez más aire, todo su cuerpo era cada vez más aire, la libertad la inundaba. Giró la vista a la izquierda y vio a su abuelo con la ropa de trabajo, sentado en una silla de mimbre, tallando entre sus manos un pequeño sello de corcho. Mientras sus últimos restos eran devorados por miles de xilófagos, entonaba su abuelo ensimismado tal canción:
Mala suerte, suerte de poder consumirse en el placer
sólo en parte, con una devoción limitada
sin la violencia de un campanario.
Mala suerte, que no es lo mismo que castigo y condena:
el pueblo se ha quedado sin el toque de campanas,
pero las familias siguen durmiendo en sus casas.
Verónica se despertó descansada y tranquila. Fue a observar a través de la ranura. Una nube minúscula pasó por delante del sol, cubriéndolo durante tan sólo unos segundos.