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Editorial
Energía kaputt
Han pasado 38 años desde que la lucha llevada a cabo por el movimiento antinuclear y la moratoria acabaran definitivamente con la ensoñación de Lemoiz. La central nuclear, cuyas obras comenzaron en plena dictadura franquista con Iberduero, pretendía dar respuesta a la enorme dependencia energética de este territorio. Lemoiz solo era el primero de cinco reactores nucleares que estaban proyectados en Euskal Herria. Aquella fue una grandiosa victoria ecologista. Dos años después, tendría lugar el accidente de Chernóbil.
Ya en el nuevo siglo, el Gobierno Vasco de Patxi Lopez pretendió importar de los Estados Unidos el fracking, técnica de extracción de gas natural consistente en provocar pequeños movimientos sísmicos para liberar los combustibles fósiles. El impacto ambiental y sus consecuencias a futuro son, literalmente, incalculables. Esta amenaza, que los posteriores gobiernos del PNV hicieron suya, ha sobrevolado nuestras cabezas hasta el año pasado, cuando entró en vigor la nueva ley de cambio climático.
“No hay sistema de producción energética capaz de soportar el siempre creciente apetito de un sistema de producción, distribución y consumo condenado al colapso”
Y así, casi cuarenta años después de la felizmente fallida aventura nuclear, seguimos siendo uno de los territorios de Europa más energéticamente dependientes. Nuestro metabolismo social, a pesar del intenso proceso de desindustrialización de las últimas décadas, sigue adicto a los hidrocarburos, y ello hace que necesitemos el equivalente a tres planetas tierra para mantener nuestro modo de vida. Aunque la subida desproporcionada de los precios energéticos empezó en agosto del año pasado, explicada principalmente por el mecanismo marginalista de fijación de precios —que como a estas alturas es sabido, establece el precio del Kw en función de la energía más cara—, parece que el problema no existía hasta que Putin cruzó el Rubicón. Ahora, los voceros gubernamentales aprovechan para culpar de nuevo a los ecologistas por su oposición al fracking o a la implantación de grandes parques eólicos que querría desplegar el oligopolio eléctrico en los montes protegidos de Araba o el monocultivo de placas solares allí donde haya suelo sin colonizar.
Pero lo cierto es que incluso logrando transitar hacia un modelo de producción energética descentralizado, basado en pequeñas comunidades eléctricas y energías renovables, el esfuerzo no será suficiente. No hay sistema de producción energética capaz de soportar el siempre creciente apetito de un sistema de producción, distribución y consumo condenado al colapso. La circulación de mercancías, el despilfarro, y la creciente obsolescencia por un lado, y la centralidad del vehículo privado y la construcción de infraestructuras innecesarias para mayor gloria del capital por otro, están también en el centro de la ecuación. No habrá transición energética sin cambio radical del modelo económico, y no habrá cambio radical del modelo económico sin la superación política del estado actual de cosas.