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En saco roto (textos de ficción)
Nadie
Cuentan quienes la conocieron que prefería no hablar demasiado sobre aquellos años. Dicen, incluso, que torcía el gesto si alguien contaba de manera distendida —como quien refiere una anécdota— un episodio relacionado con la guerra. Su rostro se ensombrecía y con una mirada o una frase censuraba esas palabras que intentaban recordar sin dolor lo ocurrido.
Pero dicen también quienes estuvieron cerca de ella sus últimos años que, en algún momento y de forma casi repentina, debió de considerar que hablar sobre la guerra era una forma de ser escuchada. De modo que, en reuniones familiares, conversaciones de café con allegados y charlas breves con quienes pasaban por la casa, fue esbozando un relato deslavazado sobre aquellos tres años de los años 30. Para intentar contar lo que ella contaba, he dedicado un mes a hablar con quienes escucharon su relato de última hora y he dedicado otro mes a intentar organizarlo. Ha sido un esfuerzo baldío. Intuyo que su memoria era caprichosa, que tal vez inventó —puede que sin ser consciente de ello— y que solo dejó en el aire un cuento lleno de silencios.
Un cuento que decía que Isabel Ranero nació en la localidad asturiana de Savín y desde muy joven se interesó por la vida política del valle. Convivían entonces los conatos revolucionarios en las minas, el intento de no perder poder de la burguesía local —pequeños comerciantes y directivos de las fábricas— y la agitación propia de un tiempo que cada día parecía anunciar un giro radical, un cambio de rumbo, una vuelta atrás o todo a la vez. Isabel era la menor de las tres hijas del propietario de una pequeña empresa de transportes. Estudió en un colegio religioso, que era tan solo un edificio gris para cultivar las buenas costumbres y algún conocimiento disperso trazado con buena letra.
¿Cómo Isabel se convirtió en una de las líderes en Savín de un partido escorado a la derecha? De acuerdo con su relato, para llegar hasta ese lugar hubo de producirse una suma de acontecimientos en cascada: sábados de catecismo, domingos de baile, el miedo a perderlo todo, el silencio de su madre, periódicos que contaban las novedades de Madrid, la amenaza de una ruina y el gusto por disponer —dicho de otro modo: por mandar—. Y al final de esa cascada, cuando Isabel era protagonista de alguno de los mítines en pueblos perdidos entre los pliegues de la montaña, llegó la guerra y otra sucesión de acontecimientos. Esta vez demasiado dolorosos como para compararlos con una cascada. Si acaso se parecieron a una suma de aguas turbias que iban dibujando un pozo cada vez más profundo.
Las tres hermanas se quedaron en la casa familiar viendo cómo su pequeño mundo de burguesía con aspiraciones se iba desmoronando con golpes bruscos o con la morosidad de la carcoma. Su padre fue encarcelado. Su madre murió en julio de 1937, sin decir una palabra durante el primer año de la guerra. La casa pasaron a compartirla con una familia llegada de León. Y el trasiego de la guerra fue minando el resto de juventud que aún asomaba en el rostro de Isabel. Luego, cuando cambiaron las tornas y el valle pasó a manos del bando sublevado, Isabel vivió un pequeño renacer. Y tal vez pensó que, después de todo, su mundo se podría recomponer y de nuevo podría disponer, levantar el vuelo de la casa, de la vida que le estaba reservada.
En esos meses de espejismo, esperaba cada tarde en la estación la llegada del correo. Cuando en una de las cartas figuraba escrito su nombre con la historiada letra de él, el renacer parecía completo y cada segundo era un instante que la acercaba a la vida deseada: una vida con él —el novio que estaba en el frente, el hombre recto, de buena familia—. Pero una tarde, a la hora en que llegaba el correo, un vecino del pueblo descendió del vagón con dos maletas. Y el gesto de Isabel se fue descomponiendo a medida que el vecino se acercaba y ella reconocía una de las maletas: la que ella le había regalado a él, la maleta con las iniciales de él. Del resto de aquel día no recordaba nada. Su siguiente recuerdo tenía la voz de su hermana mayor, que la abrazaba y decía: “Saldrás adelante, pero nadie te va a curar de este vacío”.