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En saco roto (textos de ficción)
Tan quieto y eficaz
En la primera década del siglo XXI, Bogotá era un atasco poblado de vehículos con prisas y autobuses atestados de gente que pegaba su rostro a las ventanas. Cuando el tráfico parecía alcanzar un ligero equilibrio, un motorista podía echar pie a tierra en un cruce e interrumpir el tránsito para dar paso a tres o cuatro coches todoterreno. Entonces sonaban cláxones y sirenas. A veces se escuchaba un frenazo y un improperio.
En ese escenario cargado de humedad y malos augurios, el hotel Bahía Blanca sobrevivía como una isla habitada por viejas glorias del ejército colombiano, familias adineradas que planeaban una huida a Europa o a Estados Unidos, ejecutivos de paso, consultores y personajes sin oficio conocido. Allí trabajaba como recepcionista Dionisio Valero.
Las mañanas transcurrían lentas en el salón de huéspedes del Bahía Blanca. Por las tardes, la quietud la rompían los recién llegados y la euforia de los clientes habituales, que celebraban estar vivos un día más y poder contemplar otra noche de conversaciones repetidas, sesiones desafinadas de piano y excesos etílicos.
Dionisio Valero, que tenía esa edad indefinida en la que ya no cuentan los padres y todavía no cuentan las parejas, se dejaba llevar por el ritmo del hotel y cultivaba una máxima que sus mentores le explicaron que era la más preciada en el oficio: pasar desapercibido. Tan entregado estaba a tratar de ser invisible que, cuando ocurrió el suceso que luego se convertiría en el primer episodio del caso Bahía Blanca, fue el último en enterarse. Pero, cuando se enteró de lo esencial, cuando supo que una habitación estaba cerrada por dentro, no era demasiado tarde. Acudió el último y le abrieron paso como si todos lo esperasen. Y, sin quererlo, se vio tomando decisiones —buenas y malas; eso era lo de menos—. A sus superiores les sorprendió la agilidad de sus respuestas ante un problema que solo acababa de comenzar.
Una semana después del suceso ocurrido en la habitación 103 del Bahía Blanca, Dionisio Valero recibió un mensaje manuscrito de la viuda del intendente Fonseca con trece palabras: “Para Dionisio Valero, tan quieto y eficaz en su trabajo. Con mi agradecimiento”. El recepcionista dobló la hoja y la guardó en el bolsillo interior de su chaqueta. Mientras regresaba a sus quehaceres, recordó el olor de la habitación 103, la imagen del cuerpo de Fonseca, la conversación con el Hospital Santa Marta y el tráfico de huéspedes asustados.
Luego pasaron los meses y el caso Bahía Blanca fue creciendo hasta convertirse en un lugar común de cualquier conversación de la provincia de Bogotá. Pero Dionisio Valero esquivó a los reporteros que quisieron alimentar sus crónicas con perfiles de los protagonistas y datos de primera mano. Respondió a todos los requerimientos de la prensa sin vacilaciones: no iba a contar nada.
En cambio, entendió que formaba parte de su trabajo decir que sí a cada caso que le plantearon sus superiores. De modo que acudió a la residencia del embajador de Guatemala una noche de octubre, estuvo en el centro comercial Retiro cuando nadie era capaz de explicar qué estaba sucediendo y apareció, para tranquilidad del gerente, en la empresa de exportaciones Figaredo al término de una noche de fin de año. En cada caso se dejó guiar por su instinto para actuar, dar instrucciones y aligerar la dimensión del problema.
Sus nuevas funciones fueron aminorando su papel como recepcionista, así que fue acomodándose en una mesa del salón de huéspedes del Bahía Blanca. Ante esa mesa, sobre la que reposaba un vaso de agua y un teléfono inalámbrico, esperaba la llamada de sus superiores cada vez que alguien con poder y sin criterio se encontraba ante una escena difícil de descifrar.
Su fama creció paralela a su misterio. Cuando una moto interrumpía el tráfico en Bogotá muchos creían ver, tras los cristales oscuros de un todoterreno, la cara del hombre cuya sola presencia anunciaba un desastre y su posible solución. Y en esos breves instantes, cuando se sentía observado, Dionisio Valero palpaba el bolsillo interior de su chaqueta y recordaba el sentido de su cometido. Lo hacía sin alterar el gesto, tan quieto y eficaz en su trabajo.