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Fotografía
Clemente Bernad: “Trabajar como fotoperiodista supone estar prácticamente en todo momento vulnerando alguna regla o alguna ley”
Clemente Bernad, fotógrafo documental nacido en Iruñea en 1963, acaba de publicar un nuevo libro, Do you remember Franco?, con el que nos invita a participar activamente, mediante el uso de la imagen, en la destrucción y reconstrucción de monumentos que perpetúan en nuestras ciudades todo el peso simbólico del franquismo.
Acostumbrado, a su pesar, a que la polémica acompañe sus trabajos (la última vez en 2019, cuando fue condenado a un año de prisión y a una multa de 2.880 euros por un delito de descubrimiento y revelación de secretos, al tratar de documentar las misas franquistas que aún hoy se celebran en la cripta del Monumento a los Caídos de Pamplona), en esta extensa conversación nos da algunas de las claves que permiten acercarnos a su obra.
Hay muchas opiniones sobre lo que se debería hacer con el Valle de los Caídos. Hay quien aboga por su resignificación, y quien lo hace por su demolición o destrucción. ¿Cómo se articula esta posición con la de movimientos sociales actuales que piden derribar las estatuas y los monumentos que, de alguna forma, celebran pasados violentos, particularmente aquellos vinculados al colonialismo?
Creo que no se pueden meter en el mismo saco todos los edificios, monumentos o lugares que el franquismo nos impuso en su larga vida. En mi opinión, es importantísimo diferenciar entre lugares de memoria y lugares de humillación.
Los lugares de memoria son aquellos en los que se ha sometido a personas a tratos vejatorios, donde se ha asesinado, se ha torturado, se han producido las mayores aberraciones que uno pueda imaginar. Esos lugares hay que preservarlos porque evidencian lo que allí sucedió. Es el caso de los campos nazis de exterminio, que es necesario conservar para que todos sepan lo que algunas personas fueron capaces de hacer con otras, para que no olvidemos su abyección. Este país está plagado de lugares de memoria: fosas comunes en las que fueron asesinadas y enterradas decenas de miles personas, campos de concentración, cárceles, carreteras construidas con trabajo esclavo por presos políticos, etc. Los lugares de memoria molestan a los herederos de la dictadura, por eso los eliminan y los derriban: cárceles demolidas, fosas sepultadas bajo carreteras o bajo edificios de nueva construcción, antiguos campos de concentración de los que no queda piedra sobre piedra, la conversión de otros en Paradores u hoteles de lujo en los que nada informa de su pasado abyecto o lo hace a través de pequeños carteles que hay que leer con microscopio para no amargar la estancia a los clientes. Estamos rodeados de lugares donde se represalió a la población, pero que se han evaporado mágicamente para que pensemos que paseamos felices por la avenida principal de cualquier parque de Disneyland, por obra u omisión de esa transición trilera que Emilio Silva compara felizmente con El show de Truman.
No puede ser aceptable de ninguna manera tener que vivir bajo la humillación de monumentos, edificios o simbología franquista que suponen una agresión permanente y que producen un enorme sufrimiento social
Por otro lado, los lugares de humillación fueron concebidos por el franquismo como forma de recordar permanentemente a las víctimas que fueron castigadas, escarmentadas, asesinadas y derrotadas por la fuerza bruta. Son lugares cuya única e irreversible función es humillar a las víctimas, enaltecer a los criminales y hacer una apología intolerable de la violación de los derechos humanos. Personalmente creo que una sociedad sana y democrática no debe ni puede soportar ese nivel de violencia. No puede ser aceptable de ninguna manera tener que vivir bajo la humillación de monumentos, edificios o simbología franquista que suponen una agresión permanente y que producen un enorme sufrimiento social.
El Arco de la Victoria de Madrid y el Monumento a los Caídos de Pamplona/Iruñea son ejemplos palmarios de esto. El primero glorifica el golpismo y airea desafiante a los cuatro vientos la victoria sanguinaria sobre un régimen democrático, precisamente en el lugar donde la ciudad de Madrid resistió de forma heroica al fascismo. El segundo preside la ciudad homenajeando al general que diseñó el golpe de Estado y a los requetés fanáticos que diezmaron la población navarra, en un monumento en el que una hermandad de excombatientes carlistas aún celebra misas mensuales en homenaje a los golpistas. En mi opinión, estos monumentos son absolutamente irresignificables, un concepto por otra parte cargado de indolencia. Lo más sano, democrático e higiénico es demoler sin contemplaciones ambos monumentos y dejar que el aire fresco limpie cualquier resto de su insoportable hedor. Y como ellos, cualquier otro edificio, monumento, estatua o placa de las mismas características.
El clamor en diversas partes del mundo contra los monumentos y estatuas que glorifican el colonialismo y el racismo expresa perfectamente el hartazgo histórico ante el hecho de tener que vivir bajo la humillación permanente.
Cuando pienso en esto no puedo olvidar la columna Vendôme, derribada durante la Comuna de París porque fue considerada un aborrecible símbolo del despotismo y del culto a la guerra, algo incompatible con un proceso que planteaba una sociedad libre e igualitaria. Sin embargo, al derribarla se cometió el grave error, como bien apreció Louise Michel, de no dispersar sus restos o destruirlos. Por eso, fue reconstruida minuciosamente por el Gobierno de Versalles, y para hacerlo se apoyaron en los cadáveres de las 50.000 personas que fueron asesinadas durante la salvaje represión de la Comuna. Como se dice en un número de El Socialista de 1888, “las madres de nuestros días no deben mirar nunca ese baldón de bronce sin derramar lágrimas”.
Creo que el llamado “valor de discordia”, que permite mantener la tensión y la discusión sobre este tipo de monumentos, en estos casos es perfectamente prescindible. Hay formas mucho más democráticas, creativas y humanas de transmitir el verdadero significado de dichos monumentos que tener que soportar su pétrea presencia diariamente. Además, dicho “valor de discordia” desaparece cuando el paso del tiempo y el desinterés blanquean su presencia y los transforman en espacios aparentemente desactivados e incluso turistificados, pero que como el huevo de la serpiente, contienen en su interior toda la maldad del fascismo. No podemos permitir que se nos obligue a convivir con esos monumentos al horror y al crimen, menos aún si han sido resignificados o maquillados para travestirse de seda.
Toca demoler con premeditación y audacia política, y desde luego con alegría, fiesta, verbena y regocijo popular y no dejar los escombros a disposición de los que solo esperan su momento de venganza, como se hizo con la exhumación de Franco
Imaginemos que un régimen tiránico levantara monumentos y edificios enteros para homenajear a maltratadores, a violadores, a terroristas, a pederastas, a genocidas, a quienes asesinaron despiadadamente a otras personas solo por el hecho de pensar diferente, por ser mujeres o por satisfacer sus instintos criminales. ¿Sería comprensible conservarlos para que pudiéramos comprender la esencia de sus maldades? ¿No sería mucho más razonable hacer que no pudieran herirnos con su simple presencia ni un segundo más? Lamentablemente, no hay que hacer un gran esfuerzo de imaginación: todos estos monumentos que jalonan nuestras calles son exactamente eso en sentido literal. Así que toca demoler con premeditación y audacia política, y desde luego con alegría, fiesta, verbena y regocijo popular y no dejar los escombros a disposición de los que solo esperan su momento de venganza, como se hizo con la exhumación de Franco, una pantomima de Estado más que respetuosa con quien no merecía más que un tratamiento acorde con su abyección.
Sin embargo, el Valle de los Caídos es, al mismo tiempo, un lugar de humillación y un lugar de memoria. Exalta un régimen dictatorial militar nacionalcatólico fundamentalmente a través de la enorme cruz de 150 metros y es un lugar que fueron obligados a construir miles de presos políticos en régimen de esclavitud, como castigo por haber resistido al fascismo. En mi opinión, habría que erradicar aquello que lo constituye como monumento de humillación y habría que preservar lo que nos permita no olvidar cómo se castigó allí a miles personas. Si hay dudas, mi criterio sería demoler aquello que más les duela a los herederos del franquismo. Esa sería la mejor prueba del algodón democrático.
En este libro juegas con la yuxtaposición entre fragmentos. Al poder mover las imágenes, quien lee puede descubrir estos monumentos y experimentar con las tensiones entre ellas. Cuéntanos sobre esta idea de fragmentar las imágenes de los monumentos fascistas y cómo esto se vincula con tu perspectiva sobre el papel que estos monumentos tienen en la actualidad.
En el libro Do you remember Franco? en realidad merodeo como un perro callejero por los alrededores de tres de los monumentos y edificios franquistas más contundentes, como son el Valle de los Caídos, el Arco de la Victoria de Madrid y el Monumento a los Caídos de Pamplona/Iruñea, olisqueando la podredumbre que significa su existencia en nuestro espacio público. Trato de marcar con mi mirada —como marcan los perros el territorio con su orina— cómo sufrimos su dolorosa presencia.
No concibo las imágenes documentales si no son útiles. Útiles en el sentido de servir para algo, pero útiles también en el sentido de ser herramientas para, según cada caso concreto, hacer algo: transformar, comprender, cuidar, desarticular, horadar, curar heridas, desenmascarar, remediar, enrarecer, profundizar, molestar, acompañar, desmontar, rascar, ayudar, inquietar, abrigar, desvelar y, en este caso particular, demoler.
En primer lugar, he querido que las imágenes de forma individual sometieran a los monumentos a un maltrato visual, segmentándolos, decapitándolos, empobreciéndolos dentro de sus contextos particulares, mostrando su artera y venenosa relación con el paisaje social que pretenden colonizar.
En segundo lugar, planteando una relación dentro del libro entre las imágenes de los tres monumentos que explicite su presencia pegajosa y confusa en nuestro espacio público, en el que se camuflan de forma inocente como si formaran parte natural del mismo. Por eso cada imagen se fragmenta conscientemente dentro del libro, entablando en un primer momento una relación de pareja con otra imagen, una relación de yuxtaposición en la que intercambian fluidos entre ellas, en la que aparecen vínculos insospechados pero también tensiones visuales, e incluso fricciones, choques y desconexiones evidentes.
Pero es que, además, el libro no está cosido ni grapado, se trata de una encuadernación viva y dinámica, de manera que las imágenes son intercambiables unas con otras, aumentando las combinaciones entre ellas de forma exponencial, mostrando cómo la tupida red que toda la simbología franquista propone es perfectamente intercambiable entre sí e igual de tóxica.
Do you remember Franco? toma su nombre de uno de los versos de una canción de Phil Ochs en la que el autor se planteaba en 1963 cuestiones que ahora son auténticos tabús para grandes sectores de la sociedad española, no solo en lo relativo a la atención a las víctimas de los crímenes cometidos, sino fundamentalmente en lo que tiene que ver con la exigencia de responsabilidades a sus autores y cómplices: el ocultamiento de sus responsables directos, la invisibilización de quienes lucharon con todos los medios contra el fascismo, la silenciada responsabilidad de la Iglesia católica, el silenciamiento de la alianza de sangre entre Franco y Hitler, la ocultación del hecho palmario de que la primera experiencia completamente democrática de este país no comenzara tras la muerte de Franco, sino en 1931..., todo aquello que permanece oculto en planes de estudios lamentables o en leyes de memoria abiertamente insuficientes, todo aquello que esta intrincada red de edificios y monumentos franquistas pretende naturalizar sin que hagamos nada por evitarlo.
¿Cómo ves la actualidad de la representación visual?
Creo que la representación visual no debe tener límite alguno. Sin embargo, hay prácticas visuales que tienen un grado de responsabilidad muy diferente a otras. Por ejemplo, las prácticas documentales o de no ficción son muchísimo más exigentes en cuanto al respeto al referente del que se nutren y a la responsabilidad que asumen respecto al mismo, que otras prácticas más preocupadas por lo meramente estético o discursivo. Esa responsabilidad no significa que lo documental tenga que estar atado a una u otra manera de resolver visualmente las cosas, ni por supuesto a hacerlo siempre y únicamente de manera realista. Son cosas diferentes. Hablamos de responsabilizarse con el alma de aquello que queremos contar y con su parte más trascendente, dejando la parte formal al buen criterio o capacidad de cada cual.
Sale muy rentable incrustar en el territorio de lo documental cualquier cosa, aunque no comparta ninguno de sus principios: ni compromiso, ni respeto a los hechos, ni punto de vista, ni mirada crítica, ni voluntad de transformación
Uno de los grandes problemas a los que se enfrentan los discursos documentales es el abaratamiento de cualquiera de sus partes. Abaratar el discurso significa recurrir constantemente a estereotipos, a soluciones fáciles y reconocibles, a patrones que hacen que el consumo de determinadas imágenes sea rápido e indoloro. Significa crear fastfood visual para que las imágenes no nos causen problemas ni hagan que nos planteemos preguntas. Por eso sale muy rentable incrustar en el territorio de lo documental cualquier cosa, aunque no comparta ninguno de sus principios: ni compromiso, ni respeto a los hechos, ni punto de vista, ni mirada crítica, ni voluntad de transformación.
A todo este proceso de desmantelamiento lo llamo de gentrificación de los discursos documentales, por el que proliferan de forma espuria las simulaciones, las escenificaciones, la utilización sin complejos de la ficción incluso en contextos periodísticos, la complacencia, los intereses creados, la manipulación y la búsqueda a cualquier precio del éxito comercial. Un panorama bastante desolador en el que la máxima del “qué más da” oculta que nos están dando constantemente gato por liebre. Es más importante que nunca fomentar un espíritu crítico para desenmascarar las imposturas. Mi recomendación ante cualquier discurso visual sería en primer lugar, dudar de él. Y después, someterlo a un tercer grado: ¿Qué? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Para quién? ¿Por cuánto? ¿Para qué?
¿Cuál es tu opinión acerca del debate generado durante la pandemia por la dificultad para documentar la realidad de las muertes en hospitales?
En agosto de 2020 Arturo Pérez-Reverte se quejaba en un artículo de que las autoridades habían impedido que los fotoperiodistas accedieran a determinados lugares para mostrar las consecuencias de la pandemia, y terminaba diciendo que “no nos han enseñado suficientes muertos. Por eso todos estos meses de tragedia y dolor no han servido para un carajo”. Me indigna leer algo tan tóxico. En primer lugar porque no es ninguna novedad que las autoridades hagan eso, ya que siempre lo hacen, y me parece pueril a estas alturas expresar esa tierna confianza en lo que las autoridades permiten o no permiten hacer. Las autoridades siempre prohíben, impiden, censuran, manipulan, reprimen, imponen, tachan, condenan. Está en su ADN, y la ley mordaza es una buena prueba de ello, una ley que nadie deroga porque es inherente al ejercicio del poder, lo ejerza quien lo ejerza. Pero es que no es el permiso de las autoridades lo que de verdad importa, sino el de los implicados, el de las víctimas.
Vivimos en una sociedad policial y autoritaria que ha interiorizado de tal manera el control, las restricciones y las prohibiciones que trabajar como fotoperiodista supone estar prácticamente en todo momento vulnerando alguna regla o alguna ley
No podemos olvidar a John Berger cuando dice que “no se trabaja para el resto del mundo, sino para los protagonistas de tus imágenes”. Ese es el único permiso válido en cualquier circunstancia. Si se da ese acuerdo, las autoridades nos deben importar muy poco o nada, y ya todo depende de cuánto se esté dispuesto a arriesgar para conseguir esas imágenes. Allá cada cual, aunque está claro que hay que asumir que trabajar al margen de los permisos de las autoridades puede tener consecuencias nefastas, como multas o incluso condenas penales, como es mi caso particular, pero es un riesgo que cada uno debe asumir por sí mismo.
Lamentablemente vivimos en una sociedad policial y autoritaria que ha interiorizado de tal manera el control, las restricciones y las prohibiciones que trabajar como fotoperiodista supone estar prácticamente en todo momento vulnerando alguna regla o alguna ley. Sin embargo, las historias y las imágenes decisivas y más importantes siempre se han conseguido sin el permiso de las autoridades.
No puede ser que la única manera de incorporar las víctimas al relato de la pandemia sea mostrarlas explícita y repetidamente, como si fuera el único ángulo desde el que contar esta terrible situación
En segundo lugar, ¿cómo se puede decir gratuitamente que todos estos meses de tragedia no han servido para un carajo porque no hemos visto suficientes muertos? Los muertos por la pandemia abren a diario todos los informativos de todos los canales de televisión de todo el mundo desde principios de 2020, precisamente porque son la consecuencia más visible del virus, y no creo que lo verdaderamente importante sea ver muertos simplemente porque sí, por una cuestión de cantidad. No puede ser que la única manera de incorporar las víctimas al relato de la pandemia sea mostrarlas explícita y repetidamente, como si fuera el único ángulo desde el que contar esta terrible situación. No es posible que el análisis sobre la representación visual de esta pandemia sea tan barato, tan estereotipado y tan primario.
Paradójicamente, al cabo de todos estos meses hemos visto muertos en todas las circunstancias. Hemos visto muertos en hospitales, en residencias, en las casas, en tanatorios, en camiones militares, en párkings, en palacios de deportes, entrando y saliendo de todo tipo de furgones fúnebres, en líneas de fosas interminables, siendo amortajados, siendo enterrados en todo tipo de cementerios y bajo todo tipo de rituales, incinerados en hornos crematorios, quemados en piras al aire libre; los hemos visto hasta la extenuación en la red, en portadas de periódicos, en revistas, en suplementos dominicales, en programas de cadenas de televisión públicas y privadas, expuestos en paredes en festivales de fotografía, en reportajes premiados en concursos de fotoperiodismo, incluso en libros subvencionados por las propias autoridades públicas. ¿De verdad no hemos visto suficientes muertos? Es muy paternalista pensar que toda una sociedad está incapacitada para darse por enterada de algo a no ser que se lo muestren de la forma más evidente posible, sobre todo cuando hay una clara saturación de información.
Sin embargo, este es un país acostumbrado a ocultar a sus muertos, pero no precisamente los del covid19. Un país en el que han sido ocultados sistemáticamente miles de asesinados que yacen en fosas comunes, y en el que aún nos faltan por ver muchas otras víctimas, las que siempre están invisibilizadas y cuyas imágenes no aparecen en ninguna portada de ningún diario ni en ningún libro: las muertas por violencia machista, las criaturas asesinadas por la violencia vicaria, las víctimas de la brutalidad policial, quienes mueren en accidentes laborales, quienes mueren en las cárceles, quienes se dejan la vida en suicidios adolescentes, quienes mueren en accidentes de tráfico, o simplemente quienes fallecen sin más en sus casas sin que nadie tenga noticia de su muerte. Pero, ¿deberíamos realmente ver sus cuerpos torturados, desfigurados y despanzurrados en las páginas de los diarios para interiorizar sus tragedias? ¿Dónde estaría el límite de su representación mediática? ¿Cuántas fotografías hay que ver de una persona muerta para saber si su sufrimiento ha servido para algo más que un carajo?
Quiero pensar que hay vida más allá del victimismo, del simplismo, de la testosterona castrense, del griterío y de las verdades absolutas.