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Ilustración
Donde desaparecen libros
Hubo un tiempo en el que el libro era el alimento del pobre.
Había sed de cultura, hambre de conocimiento. Quien tenía un libro en casa, tenía un tesoro, aunque no supiera leer o faltaran muelas para triturar las letras. El libro ocupaba el mejor lugar del hogar, para admiración de visitas y demás necesitados.
Juan Díaz del Moral, notario de Córdoba, retrató en su libro a aquellos jornaleros analfabetos de finales del XIX, a lomos de caballerías en cuyas alforjas guardaban periódicos donde se hablaba de un mundo nuevo. A pesar de ser ajenos a la grafía, se los sabían de memoria, aprendidos a la luz de un candil en los chozos de la miseria, atentos a la voz de quien los leía.
Hacia 1883 Pedro González Neira abrió su negocio de Librería y Encuadernación en el número 18 de la calle Soledad, ciudad de Badajoz. Por tres pesetas mensuales ofrecía la lectura a domicilio “con garantía y pago anticipado de toda obra que se halle en publicación”. Librero, encuadernador y lector serio a sueldo convenido, cambió su negocio a la Plaza de la Constitución, nº 13, en enero de 1896. Allí montó un completo taller de encuadernaciones, con una máquina para tarjetas, membretes y otros trabajos, Sistema Boston, oficial nº 4, con un abundante surtido de tipos de imprenta. En 1900 puso en venta el taller y acabó falleciendo de tuberculosis pulmonar en Badajoz el 31 de enero de 1910. Tenía 55 años. Para entonces había proveído del maná de libros y lecturas a cientos de familias pacenses de entre siglos.
26 años después, a finales de agosto de 1936, según informe del Jefe de la Biblioteca Provincial de Badajoz, el cortejo de la muerte que enseñoreaba la ciudad requisó de las librerías y kioscos “cuantos libros de carácter extremista y pornográfico fueron hallados, y se reunieron en la Oficina de Censura Militar, donde una vez comprobada su tendencia perniciosa fueron condenados al fuego”. De seguro habría en aquella pira libros vendidos por Pedro González Neira, librero y encuadernador. Al contrario de lo que vaticinó Heinrich Heine, allí en Badajoz primero quemaron los cadáveres y después quemaron los libros.
Hoy, mientras se cierran librerías y se abren casas de apuestas, se avivan las cenizas de aquellas hogueras.
Amech Zeravla.