Antiespecismo
Las plantas no sufren
Como la tesis antiespecista se hace cada vez más convincente, los consumidores de carne más fervientes se ponen nerviosos y se obstinan en querer demolerla. Hasta ahora, sus objeciones claramente no han logrado desmantelar el antiespecismo. Según una de las más comunes, las plantas también son sensibles y por lo tanto sufren.

Si los vegetales tienen esta característica, en virtud de la cual los antiespecistas atribuyen derechos a los animales, entonces ya no deberíamos comer carne ni verduras. En realidad, esta objeción sólo muestra una cosa: sus autores no comprenden uno de los conceptos más básicos del antiespecismo, el de la sintiencia.
SINTIENCIA Y SENSIBILIDAD
Seamos caritativas. El término sensibilidad es vago y ambiguo. Se refiere tanto a la capacidad de reaccionar ante estímulos como a la capacidad de sentir cosas positivas o negativas. Por tanto, los animales no tienen el monopolio de la sensibilidad. Los termómetros también son sensibles. Cuando hace calor, su mercurio se expande. Las pantallas táctiles son sensibles. Están programadas para reaccionar al contacto con nuestros dedos. Los girasoles son sensibles. Se orientan según el sol. Específicamente, una fitohormona, la auxina, que favorece la multiplicación y la elongación celular, tiende a migrar hacia el lado opuesto al expuesto al sol. El crecimiento celular es entonces más efectivo en el lado sombreado del tallo. Esto tiene el efecto de inclinar la planta hacia el sol.Claramente, si la sensibilidad, en el sentido de reactividad ante un estímulo, fuera un criterio para la posesión de derechos morales, sería inmoral apagar un teléfono en contra de su voluntad y decapitar los girasoles. Los termómetros rectales, por su parte, serían víctimas de abuso sexual. Obviamente, esto no es en absoluto lo que afirman los antiespecistas.

La sintiencia se refiere a la capacidad de experimentar subjetivamente cosas agradables o desagradables. Un individuo sintiente tiene experiencias conscientes agradables o desagradables. Siente dolor, placer, miedo, alegría y varias otras emociones; le importa lo que le pase. Debido a que las entidades sintientes tienen intereses, en el sentido de que ciertas cosas son buenas para ellas (por ejemplo, el placer) y otras malas (por ejemplo, el sufrimiento), también tienen derechos (como mínimo, a una cierta consideración de los intereses en cuestión). El criterio para la posesión de los derechos morales es, por tanto, la sintiencia y no la sensibilidad, no teniendo el sujeto sensible necesariamente intereses que se puedan tener en cuenta o que se refieren a la ética.
El término sintiencia es, por tanto, un neologismo útil, porque tiene el mérito de evitar esta ambigüedad. Sin embargo, alguna gente prefiere hablar de sensibilidad. El término “sensible” es ciertamente polisémico, pero, en uno de sus sentidos, designa precisamente la capacidad de sentir cosas agradables o desagradables, es decir, la sintiencia. ¿Por qué, entonces, introducir un neologismo? Aunque la palabra “sintiente” no está todavía incluida en el diccionario de la Real Academia Española (RAE), aparece en la cuarta acepción de la entrada «sentir» del Diccionario Panhispánico de Dudas (DPD) de la Real Academia Española. No es que las Academias tengan autoridad en la materia. Pero esta adición da fe de que las lenguas evolucionan de tal manera que ahora tienen dos términos que designan la característica que nos interesa. Uno de estos términos es polisémico; el otro monosémico. Así que mejor usar el segundo.
Entonces, ¿quiénes son los seres sintientes? Uno de los criterios de la sintiencia es la posesión de un sistema nervioso. Esto es lo que los defensores de los vegetales no saben o pretenden ignorar. Sin el sistema nervioso central, no hay experiencias agradables o desagradables. Pero ojo: aunque esta condición es necesaria, no es suficiente. Todos los seres sintientes están dotados de un sistema nervioso central. Pero no todos los seres con tal sistema nervioso son sintientes. De hecho, para poder sentir dolor es necesario tener una anatomía particular.
En los seres sintientes, el sistema nervioso central está formado por el cerebro (que actúa como una torre de control) y una vasta red de nervios esparcidos por todo el cuerpo. La sensación táctil surge en receptores especializados ubicados debajo de la piel. Estos mecanorreceptores son sensibles (en el sentido de que responden a estímulos) a presiones mecánicas de bajas a moderadas; envían mensajes nerviosos a través de neurotransmisores al cerebro, que los interpreta como sensaciones táctiles. Cuando estos estímulos superan un cierto umbral y se vuelven susceptibles de dañar nuestros tejidos, por ejemplo, después de un mordisco, pellizco, rasguño o golpe, los nociceptores, estos receptores del dolor, se hacen cargo. Por tanto, es el cerebro el que interpreta los mensajes nerviosos como dolor.
Muchos animales cumplen las condiciones necesarias para la sintiencia, especialmente aquellos que explotamos para nuestro consumo. En 2012, trece neurocientíficos firmaron la Declaración de Cambridge, que estipula que muchos animales no humanos tienen una conciencia similar a la de los humanos (incluyendo experiencias agradables o desagradables). Las plantas, por otro lado, no tienen un sistema nervioso central. No son sintientes y, por lo tanto, no pueden ser objetos de prejuicios que sufrirían conscientemente. No tenemos deberes hacia los vegetales.
Las plantas no tienen un sistema nervioso central. No son sintientes y, por lo tanto, no pueden ser objetos de prejuicios que sufrirían conscientemente. No tenemos deberes hacia los vegetales.
EN CUANTO A LA INTELIGENCIA
Las plantas son capaces de reaccionar, de responder a ciertos estímulos, tales como sustancias químicas, la gravedad, la luz, la humedad, la temperatura, los niveles de oxígeno y dióxido de carbono, las alteraciones físicas, las ondas y el tacto. En su entorno, detectan la presencia de herbívoros y ajustan su morfología, fisiología y fenotipo en consecuencia. De forma todavía más impresionante, serían capaces de comunicarse. Se transmitirían información entre sí en forma de compuestos químicos, señales eléctricas, sonoras o hidráulicas.Los amigos de las plantas suelen mencionar el caso de la acacia y el kudú. Recordemos los hechos. El kudú es una especie de antílope que se alimenta principalmente de acacias. En respuesta a sus atacantes, estas últimas aumentan su concentración de taninos en pocos minutos, sustancia que los vuelve ásperas en la boca, o incluso incomibles. El animal, asqueado, pasa a otro árbol, cuya concentración de taninos todavía es tolerable, o, más raramente, muere de hambre cerca de las acacias, el estómago lleno de hojas cuyo alto contenido en taninos habrá inhibido su digestión.

Las acacias modificadas bioquímicamente también secretan etileno, un compuesto volátil que luego es difundido por el viento a unos pocos metros. Las otras acacias ubicadas cerca captan el químico y, a su vez, comienzan a sintetizar taninos. Esto tiene el efecto de disuadir a los antílopes de comer las hojas de las acacias vecinas.
A la luz de estas observaciones, es tentador atribuir a las plantas capacidades mentales hasta ahora reservadas a los animales. Algunos botánicos llegan a hablar de su inteligencia. Pero si las plantas son inteligentes, nos decimos, tienen intenciones. Y, si tienen intenciones, es porque son sintientes, que sienten satisfacción cuando sus intenciones se satisfacen y frustración cuando sus intenciones se frustran.
No vayamos tan rápido. Como bien saben los especialistas, la explicación, en el marco de la teoría de la evolución, de la supuesta inteligencia de las plantas no presupone que tengan intenciones. La evolución de las plantas se basa en el mismo principio muy simple que el de los animales. Cuando un fenómeno promueve el éxito reproductivo, se generaliza.
Mutaciones genéticas ocurren esporádicamente en todos los seres vivos. Son el resultado de cambios en la secuencia del ADN que, aunque su frecuencia puede aumentar en presencia de mutágenos (químicos, rayos ionizantes, etc.), son aleatorios. Estas modificaciones conducen a cambios fenotípicos, que pueden afectar la apariencia física o la bioquímica de un individuo. Las mutaciones genéticas pueden ser perjudiciales, neutrales o beneficiosas según el entorno. En los dos primeros casos, la mutación desaparece después de unas pocas generaciones como máximo. En el tercero, debido a que proporciona a sus portadores una ventaja adaptativa, se transmite a la siguiente generación y se extiende gradualmente entre la población, hasta que se convierte en la norma.
La polilla del abedul de Manchester ilustra perfectamente esta idea. Esta mariposa de color claro vive en bosques de abedules, estos árboles de troncos claros ideales para camuflarse. Sin embargo, sucede que, tras una mutación genética aleatoria, un individuo porta un nuevo rasgo fenotípico: el color negro. Hablamos de melanismo. Este rasgo fenotípico no es beneficioso para nuestra mariposa, que, posada sobre su tronco blanco, se vuelve visible para los depredadores. A partir del siglo XIX, debido a la contaminación del aire por los residuos de la combustión del carbón, los troncos de abedules se volvieron más oscuros cerca de las ciudades. Colocadas sobre troncos negros, las mariposas mutantes estaban mejor camufladas que sus congéneres blancas. Debido a que su color ahora contrastaba con el de los troncos, estas últimas estaban a merced de los depredadores. Muy rápidamente, el 98% de las polillas se volvieron negras. Se había seleccionado el nuevo gen.
Este ejemplo muestra la ausencia de inteligencia o, al menos, de intención en este proceso. Las polillas de abedul individuales no tienen la intención de ser negras, y la especie de polillas de abedul no tiene la intención de evolucionar. Todo ocurre mecánicamente: primero una mutación aleatoria, que resulta adaptativa dado el entorno del insecto, luego la eliminación gradual de los individuos portadores del gen antiguo. Con la excepción de las especies resultantes de la domesticación humana, todas las especies actuales, incluidas las plantas, son el resultado de una selección aleatoria y no intencionada.
La reacción de las acacias ante al kudú sigue la misma lógica. En una fase inicial, las acacias no produjeron ni tanino ni etileno. Como resultado de un conjunto de mutaciones genéticas aleatorias, algunos árboles han adquirido un nuevo rasgo fenotípico: la disposición de producir etileno en contacto con la saliva del kudús. Incidentalmente, este gas volátil provoca una modificación en la bioquímica de las hojas, que luego producen tanino. Dado que a los antílopes no les gusta el tanino, los árboles mutantes escapan a sus depredadores. Poco a poco, reemplazan a los árboles que no portan los genes mutados.
Al igual que con la polilla del abedul, el proceso no implica ni inteligencia ni intención. Es estrictamente mecánico. Las acacias individuales no tienen la intención de producir etileno, y la especie de las acacia no tiene la intención de evolucionar para producir etileno. Simplemente, se produjo una combinación de mutaciones aleatorias, que resultó ser adaptativa dado el entorno de la planta, de modo que los individuos portadores de los genes antiguos desaparecieron gradualmente. Las especies están sometidas a presiones selectivas de la misma manera que el agua está sometida a la gravedad.
¿Realmente podemos hablar de comunicación? Si la comunicación supone intención, entonces las acacias obviamente no se comunican. Sin embargo, tal vez se comuniquen en un sentido más flexible, donde la comunicación se reduce a un simple intercambio de información. Ésta es básicamente una cuestión estrictamente terminológica. Pero una cosa es cierta: en este segundo sentido, la comunicación no presupone intención, ni por tanto sintiencia. No más que la supuesta inteligencia de las plantas, sus habilidades comunicativas no pueden conferirles el menor estatus moral.
CONCLUSION
A pesar de toda la buena voluntad del mundo, no es fácil evitar errores de juicio, malas interpretaciones. Valoramos fácilmente nuestras intuiciones y percepciones. En sí mismo, no hay nada de malo en eso. La mayoría de las veces, resultan ser correctas. Sin embargo, es preciso recordar el origen evolutivo de muchas de nuestras intuiciones. La evolución ha fomentado en los animales (incluido en los defensores de las plantas) un sistema de pensamiento rápido, automático y emocional que les permitían satisfacer sus necesidades inmediatas (comer, protegerse y procrear). Nuestro funcionamiento cerebral, moldeado a lo largo de millones de años, opta, por tanto, por atajos mentales que fueron útiles en su tiempo. Sin embargo, nuestra forma de vida ha cambiado mucho y nuestro sistema de pensamiento ya no es adecuado en algunos aspectos. Los sesgos cognitivos resultantes contaminan nuestros juicios.El sesgo de intencionalidad, conocido también como la ilusión de agencia externa es un ejemplo de sesgo cognitivo bien conocido. Consiste en encontrar causas intencionales a los eventos naturales. Concretamente, tendemos a ver agentes detrás de los fenómenos que escapan a nuestra comprensión. Por ejemplo, podemos ver rostros en las formas de nubes perfectamente difusas. Este fenómeno psicológico, conocido como “pareidolias”, explica la aparición del pensamiento religioso. La tormenta fue precedida por la presencia de una nube que parecía un rostro humano. Así que debe haber sido causado por una criatura humanoide. ¿Por qué no un dios?
Pero el sesgo de intencionalidad también explica por qué la gente atribuye intenciones a las plantas. Así como los humanos antiguos no sabían nada sobre meteorología, a veces tenemos dificultades para integrar las explicaciones evolucionarias de los fenómenos naturales - y mucho menos las explicaciones evolucionarias de la psicología humana. No es de extrañar, entonces, que percibamos intenciones donde, de hecho, solo hay reacciones bioquímicas resultantes de la selección natural.
Traducido por la autora para Infoanimal.
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