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La semana política
Los antidisturbios y el resto del mundo
El recuerdo de lo que pasó aquella tarde sigue siendo nítido. Tardamos más de la cuenta en subir la cuesta que llevaba a la esquina de la calle del Oso, íbamos leyendo mensajes y escuchando audios. Cuando llegamos, los agentes de la Unidad de Intervención Policial ya estaban dispuestos en las dos salidas de la calle. Una carpa del Samur estaba unos metros antes de la esquina de la calle Embajadores. Se iba sumando cada vez más gente. Alguien comenzó por el principio. Se había producido una macrorredada en la Plaza Mayor. Mame Mbaye —el nombre lo supimos solo una hora más tarde— había llegado corriendo hasta ese punto del barrio de Lavapiés y allí cayó desplomado.
Una fuente de la que nunca pudimos escribir lo corroboró con un relato detallado que, hasta el día de hoy, no ha aparecido en ningún medio. Lo había visto desde su comercio, que estaba a escasos 20 metros del lugar en el que nos encontrábamos. Los detalles de ese relato, que no escribimos para no comprometerla, sí se han ido difuminando en nuestra memoria. La impresión de veracidad, no.
La persecución policial había producido una carrera que el corazón de Mame Mbaye no resistió. Era la primera versión de la Policía Nacional, que había intervenido después de que la redada de la Policía Municipal “se complicase” con la carrera y el infarto de Mame Mbaye. Posteriormente, un periodista de agencia nos confirmó que su primer titular fue cambiado durante la tarde. En aquel momento, la cuestión principal, no obstante, no era si la información que habíamos publicado contenía alguna inexactitud. Se trataba de esperar a ver cómo se desarrollaba lo que tenía que pasar. Decenas de compañeros de Mame Mbaye protestaban frente a la fila de escudos de los antidisturbios. Y así pasaron algunas horas, dos, quizá tres, hasta que, por el otro extremo de la calle del Oso llegó un coche fúnebre para retirar el cuerpo. La chispa saltó cuando ya era de noche.
Los agentes de la UIP trataron de retirarse hacia sus furgonetas. Pero Lavapiés se había convertido ya en una caldera. Las personas que protestaban, no más de 200, hicieron una sentada para ganar algo de tiempo. Detrás, comenzaron a volar algunos objetos. Y se desataron las cargas. Duraron varias horas, dos, quizá tres; la calle se llenó de contenedores volcados, de llamas. El ruido de las bocachas y de los pasos apresurados del dispositivo policial fue recorriendo calle a calle el barrio, hasta que algo parecido a la calma se impuso de madrugada. Al día siguiente, la bronca siguió en la visita del cónsul de Senegal a la plaza de Nelson Mandela. La concentración de la tarde, sin embargo, terminó sin incidentes.
Las tres “p” del sistema —políticos, periodistas y policías— llegaron a un acuerdo tácito para enterrar el caso
El caso se fue alejando de Lavapiés, del día a día y de las denuncias de racismo institucional de los vendedores ambulantes, para convertirse en otra cosa. El contexto era la descomposición del Gobierno municipal de Ahora Madrid. En 2016, 300 agentes de servicio habían preparado una encerrona al concejal de Seguridad que no tenía precedentes. De todos los cuerpos de funcionarios, el de policía fue el más hostil a la llegada de los nuevos al Palacio de Cibeles. El Gobierno municipal no quiso abrir otras vías de enfrentamiento con la Policía Municipal. Precaución, táctica, incapacidad o puro miedo, a estas alturas ya no importa.
La prensa fue retirando la condición de sujetos políticos a los manteros y el objetivo fue el Gobierno municipal, convertido en un pelele en los medios de la derecha. Una asociación de policías denunció a una concejala, al portavoz del Sindicato de Manteros y a Juan Carlos Monedero —que pasaba por allí— por supuestos delitos de incitación al odio. La cosa dio un último giro cuando publicamos que la entonces portavoz de Ciudadanos en el Ayuntamiento era administradora del despacho que trabajaba en la denuncia de la Unión de Policías Municipales. Paradójicamente, todo se fue calmando desde ese día.
Como el caso estaba definitivamente fuera de Lavapiés, la víctima dejó de ser el senegalés muerto en Lavapiés y pasaron a serlo los agentes de policía —en abstracto, nunca se identificó públicamente a quienes participaron en la macrorredada— que eran difamados por el entorno de Ahora Madrid. Mientras el Gobierno municipal zozobraba con distintas versiones, nosotros mantuvimos lo escrito inicialmente. Así que nos tocó una pequeña campaña en contra. Un programa sensacionalista de televisión vio la ocasión de hacer un programa sobre fake news basándose en nuestra cobertura de aquellos días. Tras una hora y media hablando, retorcieron un par de frases que convenían al relato que traían puesto desde casa. Que se coman con dos rebanadas su relato.
Las tres “p” del sistema —políticos, periodistas y policías— llegaron a un acuerdo tácito para enterrar el caso. El ritmo acelerado y el seguir cada quien con su vida, acabó de sepultarlo. Un año después, sus compañeros y amigos colocaron una placa en el lugar en el que Mame Mbaye cayó muerto. La placa fue vandalizada y retirada por quienes piensan que a los trabajadores de la manta no se les debe permitir velar a sus muertos.
Antidisturbios
El caso Mame Mbaye aparece transformado para la ficción en Antidisturbios, la serie de Isabel Peña y Rodrigo Sorogoyen estrenada el 16 de octubre de 2020 en Movistar. El punto de partida es distinto —la muerte de un senegalés se produce como consecuencia de un desahucio— y la repercusión política se desvía o aparece solo muy difuminada en un caso clásico de enfrentamiento entre policías buenos y 'maderos' corruptos. Pero la serie acierta al presentar el marco en el que se produjo la reacción de Lavapiés tras la muerte de Mbaye. Los policías antidisturbios aparecen como un violento cortafuegos en una situación que supera a sus escasas competencias para la política pero que forma parte del propio hueso de su papel social: actuar cuando se decide unilateralmente detener cualquier tipo de negociación o diálogo.
La serie introduce también la existencia de la red parapolicial que en la realidad articulaba José Villarejo y en la ficción interpreta alguien con atributos similares llamado, por una permutación de sílabas, Revilla. Si bien presenta a una Dirección Adjunta Operativa limpia de corrupción, al contrario de lo que ha sucedido en torno al Caso Tándem y la DAO de Eugenio Pino.
El problema de la sociedad es que se pretenda que funcionen al margen de cualquier consenso ético para cortar de raíz cualquier negociación
El punto de partida de ‘Antidisturbios’, que apenas enuncia esa red de intervención política de la policía a través de los medios de comunicación y la justicia, sí supone un párrafo aparte en cuanto ha provocado una respuesta victimista y dolida por parte de los hombres duros y a prueba de provocaciones que forman parte de ese cuerpo. Una reacción que indica que la serie, sin ir mucho más allá de una denuncia genérica de manzanas podridas y policías complejos, al menos no es una oda acrítica a los cuerpos policiales.
Las protestas de los sindicatos policiales han sido una repetición de sus argumentos durante aquella historia de Lavapiés del año 2018. Las agrupaciones sostienen que la serie “desborda los límites de la creación artística” y contribuye a “transmitir al espectador una imagen que denigra su derecho a la imagen y al honor”. Los sindicatos no inciden tanto en las imágenes sobre el empleo de la violencia sino que critican que se plantee que esta surge de los individuos —sin excepciones, machos alfa— en momentos de pérdida de control, y no del cumplimiento proporcionado de las órdenes que reciben “de arriba”.
La crítica principal de los sindicatos, sin embargo, es que se presenta a policías alcohólicos y con problemas de adicción. Gente con problemas con sus familias, con dolores de espalda, que viven su vida cotidiana en una normalización absoluta de la violencia. El SUP, en su denuncia, no refiere otra característica del retrato de los antidisturbios que hacen Sorogoyen y Peña, el machismo y su nefasta gestión de las emociones, que retroalimentan la incapacidad para relacionarse de manera no violenta.
Son aspectos que dan relieve a la serie —ninguna producción hoy sobrevive sin mostrar el lado sórdido pero también la humanidad de aquello que pretende reflejar— pero que plantean una cuestión sin resolverla completamente: ¿Tienen derecho estos policías, como seres sociales pero también como gestores últimos del conflicto, a deshumanizarse y humanizarse cuando les da la gana? Si aceptamos que son personas como todas, con sus resacas y sus juanetes, se abre la puerta a juzgar su comportamiento en el trabajo —en un desahucio o en una persecución desmesurada— desde un punto de vista ético y moral, no como engranajes sin responsabilidad, algo que se pretende con la presentación canónica de los agentes antidisturbios.
La cuestión cobra más importancia en el contexto de extensión de la miseria en el que entramos. Pronto serán once millones las personas que viven bajo el umbral de la pobreza, los desahucios no se han detenido, y la UIP seguirá siendo reclamada como cortafuegos en una guerra contra el pobre que no tiene fin. Que tengan problemas de espalda, de dependencias o para comunicarse entre ellos y con el resto de la sociedad es, principalmente, su problema. El problema de la sociedad es que se pretenda que funcionen al margen de cualquier consenso ético para cortar de raíz cualquier negociación, precisamente en un momento en el que atender a las diferencias entre la legitimidad y la legalidad va a ser imprescindible.
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