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Literatura
Belén Gopegui: “Soñamos con no limitarnos a ofrecer mundos decorativos, sino lugares donde poder quedarse un rato sin que haya engaño”
Existiríamos el mar (Random House, 2021) es una novela de amor. La última obra de Belén Gopegui (Madrid, 1963) es un libro que habla también sobre la seguridad. Como es habitual en su narrativa, lo interesante de la novela no son únicamente los temas que Gopegui aborda sino desde dónde se sitúa para desarrollarlos: no se trata de un libro de amor romántico, sino de varios amores, cotidianos, puestos en común y compartidos, amores que quizá no bastan pero ejercen una primera resistencia contra el rodillo de la explotación. Tampoco se trata de la seguridad que nos cerca y hace más y más estrecho nuestro mundo, la seguridad de los muros y la vigilancia policial. Es la búsqueda de una cierta noción de seguridad, de nuevo compartida y amplia, lo que motiva a los personajes, y los límites de la seguridad y el vértigo los que explora una de las protagonistas, Jara, cuya huida del piso que comparte con Ramiro, Camelia, Hugo y Lena en la calle Martín de Vargas de Madrid da inicio a la narración y al conflicto.
Gopegui es una autora que ha seguido sus convicciones literarias y que parece vivir feliz las consecuencias de esa elección. Eso la convierte en una escritora que no persigue el éxito y es insumisa a la fama. Busca, en cambio, una voz narradora ninja, capaz de meterse en los conductos de la calefacción, en los autobuses, en la cola del centro de salud. Esa voz que se fija en el acontecimiento no suntuoso, en la afirmación que debe ser examinada y la duda que debe ser acogida, en la rotura de la yema de huevo sobre el pisto en un plato de loza.
La variante ómicron del covid-19 impide que esta entrevista se lleve a cabo como estaba pensada en un comienzo. El correo electrónico sustituye al diálogo en vivo —por eso las preguntas son más largas de lo habitual— y las prisas por entrar en la edición impresa reducen la capacidad de regresar sobre las cuestiones que se abren a uno y otro lado.
Al leer Existiríamos el mar me ha resonado esa idea de que estamos en un momento de burnout colectivo (quizá la palabra en español sea quemazón, pero no tiene las connotaciones clínicas del término en inglés). Todos los personajes de Martín de Vargas, independientemente de que, salvo Jara, ninguno tiene problemas o dolencias de salud mental, parecen al límite de su resistencia. ¿Hasta qué punto crees que es posible salir de esta quemazón, de este problema de salud pública, desde dentro de la situación actual?
Este problema lo cuenta muy bien Eudald Espluga en No seas tú mismo. Si vamos a lo que hay detrás de su argumento, diría que es la necesidad del capital de expandir las lógicas gananciales, por así decir, el hecho de que sean más cada vez los espacios donde extraer valor a las personas a través de la producción, el capital apropiándose del cuidado de los ancianos, la fiesta, el descanso, los consejos, el nacimiento y, pronto, la muerte, en esos centros privados a donde, al parecer, se derivará lo que debería hacer la sanidad pública. De forma acompasada, la obligación de ser productivo invade cada vez más zonas de la vida. Y lo que es salud para el capital, recortar, despedir, aumentar la productividad, es enfermedad para quienes solo pueden vivir de que les exploten. El modo de salir es conocido, se trata de organizarlo, consiste en cambiar esa lógica del capital, apropiarnos de la producción, no solo mediante proyectos concretos que a la larga se ven obligados a competir, sino como algo claro y radical por lo que luchar en número invencible. Decidir qué es lo prioritario en una sociedad pasa por que los medios de producción pertenezcan al común.
Hoy resulta casi imposible no estar comprometido con el capitalismo. Sé que el casi no es un consuelo, ni siquiera esa grieta que tanto usamos como metáfora pero que me gustaría desterrar porque las grietas no son lugares para vivir
Hay una paradoja en la novela: el hecho de que personas completamente funcionales, que desarrollan sus trabajos con normalidad y extienden su generosidad a sus militancias, guardan una pequeña porción de inadaptación. Me plantea la duda de si crees que hoy es imposible adaptarnos completamente a la vida tal y como es; si quien se adapta solo puede derivar hacia (o ser) el freerider, el cínico, el que saca provecho de la fragilidad o la generosidad de los demás.
Hoy resulta casi imposible no estar comprometido con el capitalismo. Sé que el casi no es un consuelo, ni siquiera esa grieta que tanto usamos como metáfora pero que me gustaría desterrar porque las grietas no son lugares para vivir, son lugares para apenas esconderse. Prefiero el casi como una posición, un punto de apoyo para alzarse. Hay quien se adapta completamente porque el capitalismo crea soledad y desde esa soledad es difícil a veces imaginar un no. Y quien se adapta desde el cinismo explícito o disimulado. Lo que por suerte está a la vista, si bien menos difundido, es que hay quien no se adapta y aunque sea, como dices, una inadaptación menor, también los grandes árboles comienzan en un fruto caído.
Planteas el piso en el que viven los protagonistas de la novela como una especie de zona temporalmente autónoma (si me permites la coña de tomar la idea de Hakim Bey). Un espacio de solidaridad, encuentro, afecto y en puridad eso que llamamos cuidados. No sé hasta qué punto querías primar la idea en positivo de un modelo para armar (una microcomunidad en la que se trata de cortocircuitar el capitalismo hasta donde se puede) o abordar la dificultad de construir esos mismos modelos (en ese sentido, el arranque con la salida de Jara problematiza esa construcción de un modelo alternativo).
Ambas cosas: los proyectos que intentan sobrevivir con otras leyes dentro del capitalismo viven bajo amenaza, ya explícita y violenta, o implícita y también violenta. Por otro lado, la realidad es cambio, hay pérdidas, hay transformaciones, emociones con razones que desestabilizan, o que abren caminos nuevos. Se cuenta que los personajes han tenido la suerte de encontrar vínculos y organizaciones sociales que les han permitido ejercer la inteligencia colectiva para no echar la culpa de lo que les pasa a los iguales y los más débiles, sino para, por tanto, dirigir, en la medida de lo posible, la rabia, la furia, el asco y el ataque contra las personas y estructuras que son responsables de lo que les pasa. Y, al mismo tiempo, se cuenta que esas zonas a defender expuestas, como están, a diferentes formas de presión, a veces se quiebran pero también se vuelven a construir.
Las personas, a diferencia de los dioses, sí existimos y tenemos plena capacidad para intervenir en lo que la razón más elemental juzga inaceptable
Hacemos del no rendirnos una militancia y una forma de estar en el mundo. Pero hay momentos de confusión: quizá rendirse sea levantarse de la cama y comenzar a ser productivo cuando se tiene sueño, o rendirse es (como en el caso de Lena) producir para empresas que desarrollan estrategias de crecimiento socialmente indeseables. En ese sentido, ¿hemos aceptado colectivamente el marco de rendición que impone el pensamiento capitalista?
Todo indica que estamos en un momento de cambio profundo, el agotamiento de los recursos, el calentamiento, la pandemia, los movimientos de poblaciones. Si ahora no, ¿cuándo? ¿Esperar a que todo se vaya desmoronando, a que el agotamiento de recursos caiga sobre quien menos tiene, a que desmantelen la sanidad pública y se pudra el aire y el racionamiento se haga de forma injusta mediante los precios? ¿Esperar cada día diciendo, o tuiteando, qué mal está todo y no hay derecho y hay que ver y Ayuso y Amazon y qué vida esta, y buscarse la vida cada uno, vivir en las rendijas como insectos solitarios, soñar con el “yo me libraré”?
Según el neuroendocrinólogo Sapolsky, las religiones protegen contra la depresión porque proporcionan una —supuesta— presencia benevolente que se hace cargo de la cadena de causas y efectos, frente al sinsentido de un universo despiadado, indiferente y apático del ateo. Sin embargo, no hace falta creer en dioses inexistentes con los errores que conlleva; las personas, a diferencia de los dioses, sí existimos y tenemos plena capacidad para intervenir en lo que la razón más elemental juzga inaceptable. Será cansado, será difícil, pero quizá está llegando el momento en el que vemos que no será más cansado ni más difícil que esta clase de vida.
¿Existe esa otra forma de “no rendirse”? ¿Y con qué la identificas más, con la resistencia a la chapuza vital, con el impulso de justicia, con la llamada de lo desconocido…?
Esa forma es la que nos une, no habría un medio como El Salto si no fuera por ella, no estaríamos pensando en lo que se puede cambiar, ni nadie habría cantado nunca “el pueblo unido jamás será vencido”, aunque sea complicado, aunque la palabra pueblo pueda confundir y a veces del otro lado de la barricada haya a su vez pueblo entregado a un proyecto que le aplasta; porque la claridad, como la libertad, también es una tarea. Parecería lógico pensar que procede del impulso de la justicia; no obstante, junto con él, es la chapuza vital la que nos permite librarnos de las fantasías de omnipotencia individual, y es la llamada de lo lejano la que nos lleva a aventurarnos en parajes sin demasiado miedo a la incertidumbre.
Es bonito lo de que la salvación no puede ser individual, pero en una sociedad dividida es engañoso porque no toma en cuenta el tiempo: ¿la salvación de cuántos durante cuánto tiempo?
Hay una lectura crítica de cierto escapismo individual en la particular rendición del personaje de Óliver. De una idea de lo indómito (que identificas con el autor Roberto Bolaño) que finalmente parece que solo atenta contra los compromisos con otras personas. ¿Crees que ese salvajismo seductor nos ha hecho perder el tiempo para encontrar soluciones colectivas?
Entre el idealismo que nos equivoca y, sobre todo, hace que otros paguen las consecuencias de esos errores, y lo que llamaríamos el juego, risa, la pasión, el consuelo, los lugares hechos de tiempo en donde protegerse de la decepción y desplegar las alas, la frontera puede ser muy tenue. La cuestión es cómo evitar que esos lugares que parecen, y a veces son, inocentes, no hieran sin querer. Porque la autodestrucción a menudo destruye también a quienes están al lado. En la novela se alude a algunas afirmaciones de Bolaño, no al conjunto de su obra, y sin embargo… qué sé yo, quien no quiera escapar a veces que tire la primera piedra, y a quien escape solo podemos decirle que vuelva, que le estaremos esperando; o, si nos vamos nosotras, tratar de volver porque alguien nos esperará para que le relevemos un poco, pues sujetar la pancarta, o llevarla luego a los locales, también cansa y no es salvaje pero a lo mejor evita que se cierre un centro de salud.
Música
Belén Gopegui pone letra a las nuevas canciones de Milagros, el grupo coral que salió de un colegio público
De empezar a cantar en clase con su profesora a participar en uno de los mayores éxitos de Rosalía, la peculiar trayectoria del grupo coral Milagros añade ahora otro capítulo destacado: las letras de sus nuevas canciones llevan la firma de la escritora Belén Gopegui.
Durante los meses del confinamiento duro creo que hubo una conciencia extraña de los beneficios de “parar” que se interrelacionó con el duelo y la angustia por la toma de conciencia colectiva de las deficiencias del modelo, especialmente en lo que tiene que ver con el cuidado y la atención a personas mayores. Pero también han emergido discursos insolidarios, un programa explícitamente racista y se ha mostrado victoriosa electoralmente la opción del “esto es lo que hay”. Como alguien preocupada por la correlación de fuerzas, ¿cómo crees que nos ha afectado la pandemia en la construcción de un mundo donde ser bueno no sea contradictorio con tener éxito?
Sería la primera vez que una sociedad toma nota de algo mediante la mera reflexión. Creo que la mayoría de los discursos durante la pandemia estaban huecos o, peor, eran falsos. Es bonito lo de que la salvación no puede ser individual, pero en una sociedad dividida es engañoso porque no toma en cuenta el tiempo: ¿la salvación de cuántos durante cuánto tiempo? La pandemia cae sobre lo que ya está partido. Que muera un rico no significa que globalmente los ricos no hayan sufrido menos, muchísimo menos. Que muera un hombre no significa que las mujeres no hayan padecido mucha más carga de cuidados y sufrido más agresiones, una vez más. Que la humanidad necesite hacer frente a la pandemia junta no significa que la humanidad hoy no esté dividida y que no haya quienes hoy se benefician de lo que está pasando a costa del resto. La pandemia así no enseña nada, acelera la ley de la selva. Claro que hubo solidaridad entre quienes menos tienen, pero no brotó de la pandemia, ya estaba ahí, y menos mal. Quizá pueda haber afilado el rencor, que es una forma de la desesperación. Pero si no queremos que la desesperación se vuelva contra quien la padece —contra, por ejemplo, esa llamada población diana de pocos recursos en la que se están cebando los seguros médicos privados mediante una publicidad engañosa que el Ministerio de Consumo debería controlar— tenemos que empezar ya a decir que no luchamos solo por valores abstractos, que queremos cambiar lo que pasa con la luz, con los medios de producción, con, pongamos, empresas como Pzifer que se reunieron para adoptar acciones que desestabilizaran la economía chilena antes del golpe contra Allende; con las ciudades, las aldeas, la atención primaria, con la vida.
Escribimos preguntándonos por las causas, somos muchas las personas que tratamos de hacerlo, escribimos negándonos a admitir las explicaciones que no son realmente explicaciones sino estereotipos alentados desde algún sitio
Creo que una de las mayores virtudes de tu obra literaria es el empeño para desactivar los mitos de nuestro tiempo. Me interesa saber si uno de los mitos que quieres desmontar es el de la novela, o al menos el de la “gran novela”. Y no sé si esto es consciente, si te encuentras cómoda escribiendo novelas que no buscan tener la última palabra, si como escritora estás atada a esa búsqueda de la gran literatura (sea esto lo que sea) o si has elaborado un pensamiento militante en contra de esa idea de genialidad de la que ha abusado la literatura, aun diríamos, burguesa.
Gracias, ojalá que algo esté haciendo en ese sentido. Hace tiempo escribí un texto titulado Salir del arte, allí decía cosas como que el arte, en nuestros días, no es sino la complacencia con que la burguesía mira el mundo que le da de comer. No todo el arte, supongo, pero sí lo que tendemos a endiosar, de algún modo, como arte. Decía también la lucha por las palabras, la lucha por los imaginarios, no puede separarse de la lucha contra el orden establecido. Hablaba de partirse en dos, de que esa comunidad para la que escribo y con la que escribo se estaría quizá partiendo en dos como a mí me sucedía, porque llega un momento en el que se deja de creer en que el no-hacer exista, porque no hacer es dejar que se haga. “Su trabajo ahora cuenta, domesticado para el mundo de ellos, como otro objeto vano, otro ornamento inútil”, escribió Cernuda y también Adrienne Rich: “El arte no significa nada si simplemente decora la mesa del poder que lo mantiene como rehén”. En evitar ser ese ornamento ando, y a veces pienso que algo, aunque sea levemente, estaré haciendo porque diría que hay una distancia entre el eco que observo de lo que escribo, y el reconocimiento “del mundo de ellos”; de manera que con la absoluta modestia de quien sabe que trabaja desde un lugar privilegiado, diré que sí, que dejé de buscar contar para ese mundo de ellos. Me perderé a veces, claro, pero que algo sea complicado no es motivo para no intentarlo.
Escribimos preguntándonos por las causas, somos muchas las personas que tratamos de hacerlo, escribimos negándonos a admitir las explicaciones que no son realmente explicaciones sino estereotipos alentados desde algún sitio, formamos parte de ese espacio coral en el que muchas voces procuran ir sumando construcciones imaginadas de forma dialéctica, ficciones con que enfrentarse a las visiones que obstaculizan la insumisión, la piedad y la alegría, soñamos con no limitarnos a ofrecer mundos que sean decorativos, sino lugares donde poder quedarse un rato sin que haya engaño y sí en cambio la mirada de los días en que el viento ha soplado con fuerza y se distinguen los contornos de las cosas hasta muy lejos.
Con Jose Durán Rodríguez comentamos muchas veces de broma, y medio en serio, que la gente ya no lee. Puede parecer absurdo el hecho de que la escritura se haya extendido brutalmente (redes sociales, mensajería instantánea) y que haya una sobreabundancia de contenido (cada día al menos 15 diarios de tirada nacional lanzan una media de 20 temas que a priori suenan interesantes, y hay que incluir blogs, hilos, web extranjeras, académicas…) y que, al mismo tiempo, nos choque la baja recepción de esos contenidos, así como la extenuante lucha por la atención que implica ese mercado. En ese sentido, la pregunta es si ves posible que la literatura escape de esa dinámica de los ocho segundos de atención y acerca de cómo crees que esa escapada se puede producir (¿en términos de “calidad”, de resonancia, de emocionalidad?). Dicho de otro modo, ¿cómo reconoces, como lectora, lo que te aporta, lo que te lleva a parar, a intentar aislarte del ruido, dejar el móvil durante unas horas?
A menudo tengo que leer por obligación, una obligación buena, textos de personas a quienes quiero, manuscritos, libros de los que alguien me pide el parecer, y lo que llega a ser algo abrumador por la falta de tiempo y la tensión que eso crea, al mismo tiempo es la maravilla de tener que parar, de tener que leer. Me temo que si no fuera así, leería menos porque nadie es inmune a esa competencia por nuestra atención que se hace mediante monopolios e imposiciones. Lo cierto es que cuando sucede, cuando leo, cuando me libro de la angustia de no poder ser como aquel robot de una película ochentera que pasaba sus dedos por las páginas y así ya las leía, cuando acepto, en fin, el tiempo propio de la lectura, lo que encuentro es una forma de libertad, hay una propuesta ahí, en cada texto, y puedes ponderarla, dejarte llevar mientras valoras en que lugar te deposita y por qué, qué quiere de ti, qué encuentras en ella. A veces escucho una clase en la red o un podcast o recalo en otros lados en donde considero que vale la pena quedarse, a otras personas les pasará con lo audiovisual, etcétera. No creo que la lectura nos haga mejores, ni mucho menos, ni siquiera la lectura de determinados textos. Digamos que propone un ritmo que hoy escasea, un ritmo que hace falta.