We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Literatura
Un chicle en el zapato
La literatura desfila hoy por los escaparates del capital mostrándose como la mercancía que hace siglos que es.
El capitalismo es este chicle en el zapato que no solo nos dificulta caminar sino que pretende que pensemos (a fuerza de pegarse a nuestra suela) que el esfuerzo que hacemos para separar los pies del asfalto en cada paso es algo “natural”, que no existe otra forma de andar más que arrastrándose.
En una etapa en la que el capitalismo se ha naturalizado hasta el punto de que el chicle se confunde con el zapato mismo (convenciéndonos de que esta condición pegajosa es inherente a toda suela), en este momento en que el sistema ha conseguido que creamos, como señalaba el maestro Juan Carlos Rodríguez, que las relaciones capitalistas son “la vida sin más”, que no hay alternativa, ¿qué papel puede jugar ya la vieja cultura ilustrada y su literatura?
La poesía como discurso aurático, cuyo prestigio se basaba en aparentar apartarse de las relaciones de producción capitalistas, en situarse al margen del mercado o, mejor, por encima de él (y de casi todo), está de capa caída.
En una sociedad claramente mercantil (esto es, cuantitativa), los discursos que habían conquistado su posición en el campo literario (siguiendo a Bourdieu) a golpe de criterios “cualitativos” (basados en la metafísica platónica y su triada Verdad, Bondad, Belleza, en los juicios estéticos puros kantianos, en la categoría longiana de lo sublime...) empiezan a no tener cabida.
La literatura desfila hoy por los escaparates del capital mostrándose como la mercancía que hace siglos que es (porque, no nos engañemos, nunca ha existido un afuera del capitalismo dentro del capitalismo) y desquitándose del farragoso trabajo de tener que construirse ese “aura salvífica” que la sustentaba.
Y, en este escenario, una parte de la poesía y de sus editoriales empiezan a plegarse sin disimulo a las leyes del mercado, abrazando porcentajes de ventas y estudios de márketing, mientras los salvaguardas de esa noción metafísica de la literatura se rasgan las vestiduras y anuncian la muerte de la lírica mientras y escupen teatralmente sobre el vil metal.
Pero lo cierto es que muchos de ellos han trabajado todos estos años en la construcción y preservación de esa “aura salvífica” de la poesía porque gracias a ella ocupan el centro del sistema literario y desde ahí pueden capitalizar el valor simbólico que producen y acaparar las subvenciones, los premios, las conferencias o los cursos en universidades; abanderar esa noción supuestamente desinteresada de la alta literatura ha estado colocando a una serie de poetas y editores en una clara posición de poder, desde la que han desarrollado relaciones mafiosas bajo un halo de pureza y un prestigio intelectual que casi nadie ha cuestionado públicamente.
De modo que igual está bien que caigan las máscaras y que aquellos que han venido ocupando el centro del sistema simbólico dejen de pretenderse al margen del sistema económico y ajenos a su lógica. Quizá así la periferia del sistema pueda de verdad ser habitada por discursos de resistencia a la lógica del poder.
Porque, más allá de los malos poetas superventas, que son una especie de restaurantes de comida basura de la poesía, me preocupan aquellos que han estado jugando todo el tiempo a no formar parte del mercado mientras vendían bien caros sus menús para gourmets, con sus premios Loewe bajo el brazo a modo de estrellas Michelin, decidiendo desde sus torres de marfil qué es y qué no es literatura, produciendo el canon desde unos claros intereses ideológicos y económicos, y concluyendo, qué curioso, que la buena, la auténtica, la mejor poesía es siempre la que ellos editan; la que ellos escriben.