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La mirada rosa
De medios, manadas y jaurías
Días después del asesinato de Samuel Luiz en A Coruña ya es evidente que las constantes agresiones motivadas por la LGTBIfobia se han convertido en uno de los temas clave del inicio de este verano. Pero la atención de los medios, que tanto necesitamos para visibilizar un problema social de tanta relevancia, parece que puede acabar por volverse contraria a nuestros intereses. Denunciamos que vivimos en un mundo todavía sumamente violento para las vidas de lesbianas, gais, bisexuales y trans mientras gran parte de las televisiones, emisoras de radio y periódicos parecen preferir un espectáculo considerablemente morboso, que consiga más y mejor publicidad, en lugar de intentar arrojar luz sobre el peligro que corremos.
Por desgracia, esta situación no puede parecernos una novedad si atendemos a cómo se ha venido informando durante los últimos años de los incesantes asesinatos y violaciones que padecen las mujeres en España. El conocido caso de la violación durante las fiestas de San Fermín de aquel grupo que acabamos conociendo como La manada puede servir como ejemplo perfecto de cómo se comportan los medios de comunicación ante los sucesos más sensibles. La creación de ruido mediático, que hace casi imposible reconstruir lo que realmente ha sucedido para poder articular una opinión, se une a la difusión de bulos que buscan un clic más en los titulares. Y todo ello suele aderezarse con diferentes artimañas que persiguen plantear dudas sobre la culpabilidad de los agresores y sus motivaciones que, de forma constante, pasan precisamente por culpabilizar a las víctimas.
Quien nos ataca acostumbra ser un varón, blanco y heterosexual y, en más de una ocasión, la agresión nos llega no de una persona individual, sino de un grupo
No puede sorprendernos, claro está, que el asesinato de Samuel y las numerosas agresiones que se vienen denunciando desde hace años reciban un tratamiento similar. No puede sorprendernos porque, aunque habitualmente se persigue crear un perfil del agresor perfecto, al que nadie se puede adaptarse —mientras no resulte interesante esa adaptación para otros fines—; el aspecto de quienes atacan a mujeres, migrantes, personas LGTBI y cuantas personas “diferentes” se encuentre a su paso es el mismo. Dejando a un lado contadísimos casos en que no es así, la constante es que quien nos ataca acostumbra ser un varón, blanco y heterosexual y, en más de una ocasión, la agresión nos llega no de una persona individual, sino de un grupo: una manada, una jauría, una turba o como quiera que los medios de comunicación escojan llamar a esa comunidad de varones que, con más o menos planificación, violenta nuestras libertades a diario.
Sabemos tan bien quiénes son nuestros potenciales atacantes que todas las personas susceptibles de ser violentadas hemos aprendido a evitar ciertos espacios: cuidado con los parques por la noche, cuidado por las calles solitarias y oscuras, y más cuidado aún si parece haber un grupo de jóvenes celebrando su “fraternidad”, constituyendo una fratría que en cualquier momento puede convertírsenos en manada o jauría delante de nuestras narices para riesgo de nuestros cuerpos, quizá también de nuestra vida. Lo sabemos desde siempre, pero parece que, mientras el feminismo lo denunciaba y señalaba a los medios que informaban de forma interesada de los atentados machistas, las personas LGTB, sobre todo los varones gais, no queríamos comprender del todo que esa situación era exactamente la misma que nos ocurre a nosotros constantemente.
Ahora que lo sabemos, sin duda alguna, hemos de plantear bien el camino para liberarnos de los peligros que nos acechan, porque, aunque sea sencillo recurrir a las pocas leyes que nos ofrecen alguna protección para que se condene a nuestros agresores, el problema alcanza más allá de los casos concretos y es necesario darle una respuesta global. Y para obtener esa solución será necesario tanto saber cómo utilizar los medios de comunicación a nuestro favor como de qué manera denunciar la más que cuestionable forma con la que informan de la violencia que padecemos.
Por poner un ejemplo, una de las más flagrantes artimañas comunicativas que se ha venido a poner sobre la mesa mediática desde el asesinato de Samuel, si no desde mucho antes, consiste en tratar de “politizar” —en el mal sentido de la palabra— cualquier agresión para orquestar otra batalla más entre diferentes ideologías políticas. Los derechos de las mujeres, los derechos LGTB y los derechos de cualquier persona acaban siendo menos relevantes que su utilización en la pista circense de un debate televisivo donde se enfrenten izquierdas y derechas, fingiendo buscar un responsable indirecto de la violencia que parece acrecentarse sin que llegue nunca a dilucidarse de quién se trata realmente ni quién propicia ese clima de agresividad desmedida. Se duda de quién puede ser responsable indirecto de cada atentado contra nuestros derechos para mantener enganchado a un público que primero señalará a unos y, con cualquier nueva noticia, por mínima que sea, podrá ser arrojado hacia el otro lado de la esfera ideológica, que suele ser siempre el que más interesa a la cadena.
Cualquiera es susceptible de cometer un atentado contra los derechos individuales o colectivos de las personas LGTB, o de las mujeres, o de los migrantes, porque está delimitado quiénes pueden ser víctimas y quiénes han de ser sus victimarios.
Para contrarrestar este uso interesado de nuestras víctimas, es preciso dejar claro, ante todo, que la intolerancia no es una cuestión exclusiva de quienes se sitúan a la izquierda o la derecha del espectro ideológico. Es importante señalar que cualquiera, vote a quien vote, es susceptible de cometer un atentado contra los derechos individuales o colectivos de las personas LGTB, o de las mujeres, o de los migrantes. Porque en nuestro contexto social está perfectamente delimitado, desde hace siglos, quiénes pueden ser víctimas y quiénes han de ser sus victimarios. Pero, dicho esto y sin olvidar los muchos años de trabajo en que venimos esforzándonos para modificar ese discurso hegemónico, también es necesario destacar que sabemos perfectamente en qué rincón ideológico se sitúan quienes durante ya mucho tiempo han difundido su mensaje de odio y que, con toda seguridad, emplearán el asesinato del joven Samuel, o cualquier agresión que podamos denunciar a partir de ahora, para manipularla hasta el delirio y seguir reforzando su terrible agenda.
El problema no es únicamente esa extrema derecha que sin vergüenza alguna continúa difundiendo sus mensajes: el problema reside en esos grupos, esas manadas y jaurías que a través de los medios que se las ofrecían han asumido como ciertas las declaraciones de ciertos personajes públicos y, ahora más que nunca, sienten justificados sus odios y no tienen reparo alguno en lanzarse a la caza de mujeres, personas LGTB o migrantes. Serán estos grupos los responsables últimos de las violaciones, las agresiones y los asesinatos, pero no podemos olvidar que no solo es culpable quien hunde su cuchara en el cocido de la violencia sino, también y sobre todo, quien puso el puchero en el fuego y quien convirtió la cocción en un programa especial de Master Chef. Tal vez porque —no podemos olvidarlo—, de igual forma, televisiones, radios y periódicos en la mayor parte de las ocasiones están dirigidos por ciertos grupos de varones, por sus propias fratrías... Para cambiar nuestro entorno también deberemos cambiar los medios, porque la violencia se produce tanto cuando se ejerce como cuando se cuenta.