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Si hay un año que hizo de géiser en la historia del pop, no cabe duda que es 1977: de la consolidación del terremoto Sex Pistols al asentamiento de la cultura hip hop antes de su primera expansión más allá del gueto, propiciada dos años después por el “Rapper’s Delight” de The Sugarhill Gang.
Punk y hip hop, el lenguaje de la calle expuesto desde la paranoia o la musicalización de su jerga. Uno asentado y el otro, a punto. Las coordenadas evolutivas se estaban tensando, demasiado. Como en el punk en cinemascope pregonado por Johnny Rotten. Uno cuya máxima era la brutalización de la sencillez rock & roll de los 50.
A diferencia de este enfoque condenado a la fecha de caducidad anticipada, David Bowie y Brian Eno inyectaban una transfusión sanguínea con mezcla de ADN teutón y africano. Su hallazgo integró llantas de aleación al inminente post-punk.
A este sentimiento de enfrentamiento con el pasado y presente, Fleetwood Mac propusieron la dignificación del soft-rock como género. La indolencia de estrellas del Laurel Canyon californiano como los Eagles, Jackson Browne y Crosby, Stills & Nash había hecho mella en un verano sin fin donde la vagancia era el combustible para seguir anclados a la radiofórmula.
Contra tal estado de acomodamiento, los renacidos Fleetwood Mac se postularon como un caballo de Troya. Su objetivo, ampliar los márgenes emocionales de Fleetwood Mac, su primer trabajo tras el desembarco en la formación de Lindsay Buckingham y Stevie Nicks.
Dicho propósito fue abrigado bajo una aplicación de un aura rayana al country y los géneros sagrados del folk. Y lo hicieron mediante la autoterapia, pero también como mensaje de esperanza ante de la depresión de la Norteamérica de los 70. La diagnosticada en los films de Sidney Lumet y Martin Scorsese.
La premisa tenía un fin: enterrar el pasado reciente de la muerte de J.F.K, la guerra de Vietnam y el escándalo Watergate. “Don’t Stop” fue la bandera que portó esta necesidad, que el propio Bill Clinton llegó a usar como parte de su campaña hacia la presidencia…
Mientras los Sex Pistols vociferaban el “No Future”, Fleetwood Mac hacían de la página en blanco una esperanza. Una nacida de los propios escombros sentimentales de los miembros del grupo; perfectamente encapsulada en “Silver Springs”, el gran descarte de este trabajo, donde Nicks le canta a Lindsey que él “podría haber sido su Silver Springs”.
Bajo semejante deterioro personal se fueron armando los resortes de un cancionero donde la gallardía angst de Buckingham ejercía de timón, Christine McVie tomaba el papel de Paul McCartney y Nicks se presentaba como una forma etérea, mística. Al galope de un imaginario preñado de una naturaleza más cercana a los poetas del romanticismo que al de una estrella pop.
En Rumours, su aportación es menor que la de Buckingham y Christine, pero más magnética que cualquier otra. Tal es el caso de “Gold Dust Woman”, el corte que cierra el álbum, y donde Nicks parece encapsular un recetario de las adicciones que dominarán sus próximos años. Y lo hace bajo una atmósfera taciturna, a través de la que podemos palpar la suavidad onírica de su presencia.
Esta sensación se hace extensible a “Dreams”, otro bocado de melodías vaporosas, flotando bajo la lluvia limpiadora, invocada por Nicks. La transparencia telúrica de ambas canciones fue el resultado de la resaca nacida tras unas sesiones marcadas por la tensión entre sus miembros y una oda desbocada al exceso.
Tal como lo recuerda Chris Stone, uno de los dueños de Record Plant, donde se llevaron a cabo las grabaciones: “Los miembros de la banda entraban a grabar a las siete de la tarde, comían un gran banquete, estaban de fiesta hasta las dos de la mañana y después, cuando estaban tan colocados que no podían hacer nada, comenzaban a grabar”.
Las sesiones, enmarcadas en Sausalito, California, fueron un retorno maduro a los últimos resquicios del optimismo hippie, aunque siendo conscientes de la incoherencia de una generación, cuya gran parte, acabaría metabolizándose en los yuppies de los 80.
Dentro del entorno creado en Rumours, Nicks cumplía la función de espíritu libre. Como cuando alargaba sus canciones hasta los 14 minutos. Ken Caillat, el productor nunca podrá olvidar que “ella seguía y seguía y seguía. Había historias sobre su madre y su abuela, e historias significativas sobre su perro, o lo que fuera. Así que mi trabajo consistía en sentarme con ella y cortarlas en tres o cuatro minutos. Había hasta lágrimas: ‘¡No puedes quitar esa línea!’”.
Una de las aportaciones más recordadas de Nicks se produce en “The Chain”, donde sus coros resplandecen como una voz surgida desde otra dimensión. Es la única canción acreditada a todo el grupo, la llave maestra de un cofre enfermo de contradicciones y promesas sopladas por el viento.
La energía rabiosa que define a Buckingham aquí alcanza su punto total de ebullición. Escuchando a herederas de la patente Fleetwood Mac como Haim, la nostalgia latente predica un razonamiento tristemente conservador: si The Roches no lo consiguieron, nadie podrá hacerlo.
El estribillo huracanado de “The Chain” recoge y estruja la tormenta emocional reinante en una erupción armónica sin parangón. Pero coronar dicha cúspide fue una ardua tarea.
“Decidimos que necesitaba un puente, así que compusimos uno y lo editamos para dar sentido a la canción”, decía Buckingham a Rolling Stone en 1977. La solución de Buckingham se basaba en un trabajado pasaje de bajo de 10 notas, interpretado por John McVie, sobre un lento crescendo de tambores de Fleetwood. “Durante mucho tiempo, dejamos la canción dividida en varias piezas. Estuvo a punto de quedarse fuera del álbum. Luego la escuchamos y decidimos que nos gustaba el puente, pero no nos gustaba el resto de la canción. Así que escribí versos para ese puente, que originalmente no estaba en la canción y los edité”.
Pero “The Chain” no fue la única canción insuflada por un ataque repentino de providencia. Las acometidas de experimentación casera hicieron que “Second Hand News” contara con una silla a la percusión. O que Mick Fleetwood tuviera que aplicar su dislexia para alcanzar el golpeo requerido por Buckingham, que tuvo una revelación tras fijarse en el estilo de Charlie Watts en la batería de “Street Fighting Man”, de los Rolling Stones.
“[El] ritmo era una estructura de tom-tom que Lindsey me mostró golpeando cajas de Kleenex o algo así”, rememora Fleetwood. “Nunca llegué a entender lo que él quería, así que el resultado final fue una mutación de lo que yo interpreté. Se convirtió en una parte importante de la canción. Un enfoque totalmente alternativo que llegó, me da vergüenza decirlo, de capitalizarme en mi propia ineptitud”.
Ya fuera por la vía consciente o inconsciente, “Rumours” parecía haber brotado como una afrenta contra la desidia pregonada desde Laurel Canyon hacia las ondas de radio. El otro lado del espejo del “California Dreaming”, cuyo impacto se vio reflejado en las más de cuarenta millones de personas que se compraron el disco.