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En 1988, cuatro entes surgidos de una dimensión desconocida decidieron cobrar forma humana y poner el rock underground yanqui patas arriba con un disco de intrigante título, Surfer rosa, sin el que jamás se podrían entender la existencia de formaciones posteriores como Nirvana, Pavement, Penelope Trip, Weezer o Trumans Water.
Desde la ley no escrita del espasmo quebrado, estos duendecillos, apropiadamente bautizados como Pixies, captaron la excitación de lo irracional como gasolina creativa de un sortilegio tan inconscientemente singular que, en su momento, se estableció como Twin Peaks: bajo un modelo de influencia en sus más diferentes formas, aunque imposible de reproducir en esencia.
Con el subjetivo fin de establecer una serie de caminos que nos ayuden a adentrarnos en su naturaleza imposible, primero habría que sumergirse en la escena bostoniana de los 80, convulsionada por Mission of Burma y el post-punk de venas folk con el que Throwing Muses se zambulleron en boyante tormento redentor, como el captado en su impetuoso primer álbum. Uno en el que Kristin Hersh mostró el camino, bipolar, a seguir por Black Francis y los suyos.
Música
El día que Rat Girl visitó a Kristin Hersh
Los estados alterados, siempre en punto de ebullición, desafiaban —y engullían entre planos de puro terror expresionista— un cargador de secuencias disparado bajo cañones de pólvora onírica.
La confusión entre apego terrenal, anclado por la batería vigoréxica de David Lovering, y la distorsión psicofónica de los punteos ingrávidos de Joey Santiago brotó en un Gólem haciendo equilibrismos sobre corduras debatibles y ectoplasmas de fantasías alimentadas por el vouyerismo de “Gigantic” o viñetas de mutilación, como en “Break my body”, cuya mera existencia plantea la posibilidad de cómo sería un remake de Un perro andaluz (1929) ideado por David Cronenberg.
El circo visual alambicado a lo largo de las trece funciones representadas en Surfer rosa derivan en un carnaval del horror, pero desde una hermosura tan acentuada que roza lo irreal en el corro de voces pitufadas que guían “River Euphrates”, o en “Where’s my mind?”, el posible resultado de encerrarse en un bunker viendo en bucle Terciopelo azul (1986). Los coros fantasmagóricos quieren abstraer al oyente a su dimensión, que es apresada en tierra por la demoledora maquinaria rítmica ensamblada por Lovering y Kim Deal.
El viaje es extraño pero excitante, como una droga aún sin etiquetar. Desde su mismo arranque, con “Bone machine” es como si fuéramos arrastrados al esqueleto de un hipopótamo famélico. Únicamente la batería bicéfala de The Fall en la era de Hex enduction hour (1982) puede compararse al aporreo atronador con el que Lovering ensambla “Bone machine”, un fresco obnubilante de electricidad esquilada y bajos desplomándose. Pocas veces un título representará tan fidedignamente la sensación sonora expuesta. Como si arrastrara los pies agónicamente, “Bone machine” abre la cerradura que lleva al desconcierto del golpeo punk ceremonioso, en slow-motion.
El mamut ensillado por los Pixies es un animal del que podemos degustar hasta el más mínimo de sus movimientos, su misma respiración. El trabajo realizado por “el grabador” Steve Albini fue básico a la hora de dotar de detallismo fotográfico al palpitar fronterizo de “Cactus” o al blues resquebrajado por el que se cuelan soleadas diapositivas de incesto en “Vamos”.
Por ejemplo, en el reggae-punk maquiavélico orquestado en “Something against You”, Albini utilizó un amplificador de guitarra para filtrar la voz de Francis. El efecto es desgarrador, una convulsión enjaulada en una dimensión a punto de hacer contacto con la nuestra.
Con Albini ejerciendo de Geoff Emerick particular de los bostonianos, Surfer rosa vino a ser un laboratorio de pruebas digno de una versión en modo serie B de las sesiones del Revolver (1966) de los Beatles.
Al igual que ese mismo año estaban haciendo A.R. Kane en el estratosférico 69 (1988), los Pixies y Albini decidieron inyectar alucinadas dosis de chifladura a la grabación de canciones que, de por sí, invocaban un fértil desapego con el ADN terrestre. El error como única solución posible.
En cierta manera, no cabía otra opción a la hora de dar forma a una materia de origen desconocido, de la que surgen soluciones como utilizar el cuarto de baño a la hora de grabar los ecos que sobrevuelan “Gigantic”, y que el propio Albini había aprendido de las técnicas de producción utilizadas por Jimmy Page en sus discos con Led Zeppelin.
De un florido cúmulo de conexiones difíciles de enjaretar, se nutre el absurdo contrastado de un sonido capaz de beber del ramalazo flamenco en el estribillo de “Broken face” y en “Oh my Golly!”.
Ya sea en el latir blues, el constante rezumar a viejo Oeste o el castañazo punk, los límites genéricos del envasado parecen haber sido borrados desde la misma conciencia aleatoria de las musas invocadas para la ocasión.
De Captain Beefheart a Pere Ubu, la radiografía de esta criatura anómala siempre evita la posibilidad de encontrar alguna clase de referencia que no escape del acervo cubista o la relación con grupos, a priori inconcebibles, como Mamas & The Papas, a los que parecen haber embrujado bajo comportamientos melódicos irreconocibles.
La neurosis es el escalpelo que raja el corazón de cortes como “Tony’s theme” o “I’m amazed”, la prueba de que el punk podía ser una puerta abierta a la flipadura arty sin perder ni un gramo de contundencia por el camino.
Será por el desconcertante regusto árido de todo el entramado instrumental o la voz de ventrílocuo insano de Black Francis, pero el término “normal” está prohibido dentro del lenguaje de unas canciones que documentan el viaje de cuatro intrusos por los confines de las pesadillas incrustadas en nuestros sueños.
Desde el agudo grito infrahumano de Black Francis a la pulsión interina del bajo de Kim Deal, aflora la amenaza constante de traspasar la pantalla hacia el plano real. Una sensación física de turbulencias generadas bajo un espacio donde aflora una quinta pista reservada a la psicosis del oyente.
Música interactiva bajo la que una mutilación deriva en deseo libidinoso, o anticipa el fetichismo de Fernando Alfaro por la desmembración corporal como activo emocional, capaz de ser volcado en cartas de amor como “Mis huesos son para ti”.
Más allá de la imposibilidad de atrapar el misterio vertido en los tejidos internos de tan desconcertante ser, el hito cosechado por Francis, Deal, Santiago y Lovering aún resulta más desconcertante por no tratarse de un isla desconectada del resto de su discografía, sino de un libro de estilo con el que volvieron a alumbrar expedientes X como Doolittle (1989), Bossanova (1990) y Trompe le monde (1991), las otras tres esquinas de un pentágono mágico donde tampoco puede faltar el ep Come on pilgrim (1987). Sin duda alguna, cuatro años de safaris intergalácticos que siguen abriendo las puertas de miles de mentes necesitadas de argumentos que quiebren la ultra normalidad reinante en nuestro bendito planeta pop.
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Como me jode que se usen referencias supuestamente solo conocidas por el autor, si se explican en lugar de soltarse sin mas podria ser mas enriquecedor porque acaba volviendose monotono tanto barroquismo por darse legitimidad como critico musical
¡Enhorabuena por el artículo! Me ha encantado como describe las canciones a través de imágenes, una nueva manera de entrar en este disco tan mágico.
Hace tiempo que no leía un artículo tan infumable, farragoso y petulante. No he podido terminarlo. A algunos deberían incautarles según qué símiles o metáforas...