Procés
De la prudencia (o la sabiduría práctica)

Ni adaptación acrítica al mundo, ni rechazo absoluto y sin matices: la educación debe encontrar equilibrio (que siempre será difícil) entre la adecuación a una realidad imperfecta y la tensión por transformarla
Pertenece a feministAlde y es profesora de filosofía.
24 jun 2021 06:00

El mundo, es decir, la publicidad, nos invita y nos incita constantemente a ser atrevidas, valientes, lanzadas, intrépidas, osadas. El bombardeo con eslóganes tipo “Permítete esto” y “atrévete a lo otro” es incesante. En este contexto, un llamado a la prudencia (o, al menos, a considerar la opción de la prudencia en determinadas circunstancias) no tiene demasiadas opciones de éxito. Pero allá voy, imprudente de mí.

Aristóteles situaba la Φρόνησις (phronesis, ‘sabiduría práctica’ o ‘prudencia’) entre las virtudes intelectuales, no entre las virtudes éticas. El gran especialista en Aristóteles fallecido el año pasado, Pierre Aubenque, decía que para el filósofo macedonio la prudencia era la síntesis de todas las demás virtudes: el buen sentido, la medida y la capacidad de sopesar la oportunidad de la acción en cada caso concreto. Efectivamente, es algo que no está de moda en la sociedad del riesgo.

Pero resulta que, en algunas ocasiones, puede suceder que tengamos derecho a (hacer) algo y, sin embargo, desde el punto de vista de la prudencia, no sea conveniente (hacerlo). Tenemos pendiente en feministAlde un debate sobre el tema, a raíz de la experiencia de algunas madres de adolescentes. Como se puede sospechar, esas madres (y padres, cuando los hay) dan mucha importancia a que sus hijos, pero sobre todo sus hijas, crezcan en un ambiente de libertad, conscientes de sus derechos. Sus madres y quienes no siéndolo tenemos alguna relación con mujeres adolescentes o jóvenes (por trabajo, familia o amistad) así lo vemos: llevamos muchos años en la lucha feminista para tener eso claro.

Pero aquí empiezan los peros. Tener claro que la hija tiene derecho a volver a casa por la noche a la hora que quiera y, encima, a partir de una edad, debería poder volver sola y borracha, no agota la cuestión. ¿No le diremos también que tenga cuidado, que sea prudente? Yo creo que deberíamos; que, además de en sus derechos, hemos de insistirle también en la necesidad de prudencia, adecuándola a cada caso (no es lo mismo un pueblo pequeño que una ciudad grande, unos barrios que otros, ser una joven blanca que ser negra…). En la base de la educación, junto con el aprendizaje de la libertad, ha de haber sitio, de un modo u otro, para la prudencia. ¿Qué educación sería, sino? Ni adaptación acrítica al mundo, ni rechazo absoluto y sin matices: la educación debe encontrar equilibrio (que siempre será difícil) entre la adecuación a una realidad imperfecta y la tensión por transformarla.

En la base de la educación, junto con el aprendizaje de la libertad, ha de haber sitio, de un modo u otro, para la prudencia. ¿Qué educación sería, sino?

La prudencia no se opone a los derechos, ni los borra, ni los cuestiona. Se mueve en otro plano. Aristóteles, al situarla entre las virtudes intelectuales, la vinculaba a nuestra capacidad de cálculo. Tiene que ver, en efecto, con saber medir las circunstancias concretas del momento, lejos del cumplimiento estricto de principios abstractos y desencarnados. No todo se puede limitar a tener razón o a tener derecho.

En alguna ocasión se ha dicho que la tenacidad y la insistencia de los independentistas catalanes en el procés iba a traer más derecha y más nacionalismo español (a Catalunya y al Estado español en general). Hace unas semanas (o quizá meses) vi en Twitter que Jule Goikoetxea, con toda la razón, comparaba esa opinión con el caso de la chica que es agredida cuando regresa sola a casa (puso algo así como “os ponéis minifalda y, claro, luego pasa lo que pasa”). Decir que el procés traerá a la extrema derecha es como culpar a la minifalda de la agresión a la chica: una justificación del ataque, en definitiva. Algo inaceptable. Porque ni la minifalda, ni la borrachera, ni la hora, ni el entorno, son la causa, el motivo, el porqué de la agresión. La agresión, en tanto que acción humana, sólo puede atribuirse al agresor. Suya es la culpa y el deber de responder. Eso no se puede cuestionar. Pero eso no es todo. En las líneas anteriores he equiparado razones, motivos y causas, cuando en realidad no se deben confundir. Aristóteles -de nuevo- fue muy fino diferenciando tipos de causas; su análisis distinguía la causa formal, la material, la eficiente y la final. No todas las circunstancias concurren del mismo modo como causas de un hecho.

La política, además de proclamación y defensa de derechos, es también cálculo de consecuencias. En este caso fue el sociólogo Max Weber el que distinguió entre ética de las convicciones y ética de las consecuencias (o de la responsabilidad). La primera se puede resumir en el Fiat iustitia et pereat mundus. Aquí se sitúa Kant, más preocupado por la buena voluntad que por las consecuencias de la acción. La ética kantiana (principista y rigorista donde las haya) pone todo el énfasis en la intención, en los principios, desentendiéndose de los resultados finales. A este tipo de ética se le ha reprochado aquello de que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. Los principios son necesarios, tanto en ética como en política pero, si nos despistamos, si no prestamos ninguna atención a las consecuencias de nuestra acción, podemos caer en el nefasto principismo. Al mismo tiempo, fijarnos sólo en las consecuencias de nuestros actos nos convierte en personas calculadoras, algo que nadie quiere ser o, mejor dicho, algo que nadie reconoce ser. Pero en política ¿qué es la estrategia sino cálculo de consecuencias? ¿Puede haber política sin estrategia? Parece que no. ¿Y debe haber principios en la política? Parece que sí: en equilibrio tenso con la preocupación por las consecuencias de nuestras decisiones y acciones.

Sé que el tema tiene muchos ángulos y derivadas, y que no se puede despachar en las líneas de un artículo (y mucho menos en un tuit). Las feministas siempre hemos sabido que los avances feministas producen reacciones en contra. El auge de la extrema derecha, además de atribuírsele en alguna medida al procés se puede entender también como reacción al éxito de las movilizaciones feministas de los últimos años. Pero esto no anula la necesidad de pensar, de debatir. ¿Vamos a seguir jaleando a las compañeras que en Twitter u otras redes sufren acoso y derribo con grandilocuentes “no tenemos miedo”, “no te rindas”, “sé valiente”, “resiste, hermana, estamos contigo”? Sé que diciendo determinadas cosas sólo queremos mostrar nuestra solidaridad, pero no es verdad que “todas somos ‘Mengana’”. Y resulta que sólo a ella o a ellas, mucho más que al resto, les afecta en serio la amenaza real de fascistas y energúmenos ¿no deberíamos recomendarles / recomendarnos también un poco de prudencia?

Las madres, tías, amigas y abuelas feministas de chicas jóvenes seguiremos luchando para que todas, ellas y nosotras, podamos volver a casa solas y borrachas. Pero menos mal que al hacerlo, las amigas y nosotras mismas, al margen de la borrachera, no perderemos la conciencia de cómo es el mundo en que vivimos, y tendremos cuidado, seremos prudentes. Estamos cambiando el mundo, y aunque está en proceso de transformación, todavía es como es (además, cambiar el mundo no significa que los seres humanos vayamos a convertirnos en angelitos… pero dejemos hoy de lado la cuestión de la naturaleza humana, otro prisma desde el que analizar la necesidad de prudencia). Muchas veces y en muchas circunstancias merece la pena ser prudentes. Porque las consecuencias de no obrar con prudencia pueden ser muy graves.

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