Chanclas en la plaza de los Mostenses, Madrid
Chanclas en la plaza de los Mostenses, Madrid. Diego Salgado Elisa McCausland

Ruido de fondo
Objetos mágicos en la ciudad simulacro

¿Qué o a quién esperan las chanclas que resisten en la Plaza de los Mostenses? Fijar nuestra atención en ellas ha otorgado al espacio que las rodea una naturaleza imprecisa.

Fuimos conscientes de su existencia en agosto de 2018. Las fotografiamos por primera vez a principios de 2019. Y se convirtieron en algo parecido a una obsesión cuando descubrimos que habían sobrevivido al paso de la borrasca Filomena por Madrid en enero de 2021. A la hora de publicarse estas líneas, ahí siguen, en la popular Plaza de los Mostenses, sobre el pretil que alberga la entrada y salida de peatones correspondiente a uno de los aparcamientos más céntricos y transitados de la capital.

Se trata de unas chancletas blancas de talla infantil colocadas en el pretil con cuidado, en perfecta simetría. La disposición del espacio hace imposible que su dueño haya podido descalzarse in situ. Fueron dejadas allí tras algún tipo de percance en la acera, o con una finalidad. Y así han permanecido durante al menos tres años y medio. El plástico de las suelas está cada vez más deteriorado por la polución y las inclemencias meteorológicas, pero la posición del calzado apenas ha variado. Ningún empleado de la limpieza las ha retirado en este tiempo. Ningún perro ha jugado con ellas. Ningún operario ni usuario del parking las ha depositado en otro lugar o arrojado a una papelera. En tres años y medio, nadie las ha pateado ni tropezado con ellas.

En la planta de la chancla derecha se puede leer la palabra inglesa “forgetting” (olvidando). En la izquierda, una palabra de misma raíz pero grafía incorrecta, “forgotton” (¿forgotten? ¿olvidado?). El error puede achacarse al intento de crear un efecto desenfadado, o a que el calzado es una falsificación producida con descuido. En cualquier caso, existe una contradicción llamativa entre la idea a que apelan ambas palabras, olvidar, y la supervivencia tenaz de las chanclas en plena calle durante un periodo de tiempo tan prolongado. Más aún en el contexto de la Madrid actual, víctima como tantas otras grandes ciudades de una transformación acelerada de sus señas de identidad urbanísticas y arquitectónicas que induce a nuestra desmemoria con premeditación y alevosía.

En un Ruido de Fondo anterior ya advertimos de que los meses de confinamiento forzados por la pandemia de covid-19 amenazaban con intensificar el ritmo de unas mutaciones urbanas cada vez más refractarias a la implicación de la ciudadanía. El encierro había contribuido a degradar nuestra vivencia de las calles al hacer de nosotros consumidores atemorizados o meros extras de escenarios sometidos a estrategias inmobiliarias, turísticas y gentrificadoras que halagan los ojos dispersos del transeúnte y castigan la mirada crítica del habitante.

En el mismo artículo, abogamos por invertir esa tendencia a renegar de nosotros mismos en tanto ciudadanos con memoria y conciencia plenas de los lugares que nos acogen. Nuestras dinámicas de tránsito, producción y consumo en ciudades simulacro capaces de reinventarse de la noche a la mañana en función de intereses espurios, como imaginó Dark City (1998), podrían subvertirse centrando nuestra mirada en aquello que condenamos habitualmente al rabillo del ojo: los locales clausurados, las inscripciones enigmáticas, los callejones sin salida, los reflejos y las sombras sin explicación. Psicogeografías marginales del tejido urbano que propician, como ha escrito Han Kang, “que esperes aunque sepas que nadie va a llegarse hasta ese rincón, y aun así esperes. Que esperes porque sabes que nadie sabe que estás allí, y sigas esperando”.

La cotidianidad de la plaza nos transmite ahora una sensación extrañamente (no) familiar; y el calzado ha adquirido a su vez una cualidad mágica, no ligada a ningún aspecto sobrenatural sino a su capacidad para evocar algo que hubiésemos perdido u olvidado

¿Qué o a quién esperan las chanclas que resisten en la Plaza de los Mostenses? Fijar nuestra atención en ellas ha otorgado al espacio que las rodea una naturaleza imprecisa. La cotidianidad de la plaza nos transmite ahora una sensación extrañamente (no) familiar; y el calzado ha adquirido a su vez una cualidad mágica, no ligada a ningún aspecto sobrenatural sino a su capacidad para evocar algo que hubiésemos perdido u olvidado; otra dimensión del tiempo y el espacio.

Al fin y al cabo, el calzado infantil ha desempeñado en culturas constructivas diversas un papel ritual destacado para proteger a los vivos, alejar a los malos espíritus o invocar la protección de fuerzas más allá de las que definen el signo de nuestra realidad. Y, en un sentido más amplio, desde principios de los años 90 el potencial de los utensilios cotidianos como artefactos capaces de intervenir la ciudad moderna está en el punto de mira, tanto del género literario de la fantasía urbana, como de la ensayística en torno a la cartografía orientada a objetos y la arqueología de lo contemporáneo.

También la filosofía ha renovado su interés por los objetos en los últimos años. Para pensadores como Graham Harman, “la realidad humana es algo construido por el lenguaje, las relaciones de poder y las prácticas culturales. Los objetos no necesitan de la conciencia del sujeto humano para existir, para ser, hasta cuando son fabricados. Por tanto, escapan con facilidad a esa realidad humana construida. Un objeto no significa lo mismo para el sujeto que lo diseña, el que lo elabora, el que lo consume y el que lo elimina. El objeto se manifiesta ante nosotros de manera literal, sin una segunda intención, y, al mismo tiempo, en cuanto se zafa de nuestros intentos por establecer una correlación entre nuestras actividades y su ser, nos aboca al misterio”.

Las chanclas que reposan absurdamente desde hace años en la Plaza de los Mostenses —único vestigio de un suceso quizá trivial pero impenetrable, huella insignificante de otras conjugaciones de lo real— representan de modo ejemplar el misterio a que se refiere Harman, y se bastan para poner en cuestión las derivas de una gran ciudad que se ha negado a sí misma el sosiego, la reflexión, la memoria histórica de a pie. Y ya no importa que desaparezcan en cualquier momento. Han despertado la curiosidad de los viandantes y estimulado su imaginación; han modificado su percepción del paisaje urbano con un impacto muy superior al que puedan tener en la zona las obras faraónicas, la sucesión ininterrumpida de peluquerías y franquicias de comida rápida, la propaganda institucional a cargo de ilustradores de moda.

Hay circunstancias y figuras que se labran una impresión en nuestro ánimo sin esforzarse para ello, pretendiendo incluso pasar desapercibidas

Si nos paramos a pensarlo, es posible que la desaparición del calzado solo contribuya a incrementar su estatura mítica entre quienes hemos reconocido su singularidad. Nuestras memorias y nuestros olvidos no dependen de la mayor o menor insistencia ajena por hacerse notar. Hay circunstancias y figuras que se labran una impresión en nuestro ánimo sin esforzarse para ello, pretendiendo incluso pasar desapercibidas.

En palabras de Iain Sinclair, el gran crítico de la Londres empeñada en gentrificar los barrios, especular con sus edificaciones y expulsar a sus vecinos, “ni las personas ni las cosas desaparecen sin más; tienden a reaparecer en su forma original o en otra que nos remite de forma inequívoca a ellas. Y también aquellas personas y aquellas cosas que nadie había visto hasta el momento reaparecen: figuras desprovistas de historia y de Historia que no paran de llegar procedentes de algún agujero negro, como anomalías en el espacio-tiempo, y anidan en nosotros porque no podemos entenderlas, porque contradicen todo aquello que se nos ha enseñado a abrazar como provechoso y conveniente para nosotros”.

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