We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Soberanía alimentaria
Realfood como la de antes
Se llama Real food a la comida sin procesar o a la que se procesa de manera “buena” como el aceite de oliva virgen, el yogur, el queso o las conservas. Espera, lo llaman así ahora, porque comer bien era algo que no tenía nombres raros en la época de nuestras abuelas. En estos últimos meses de confinamiento, este comer bien ha vuelto a estar en boca de todas: haciendo pan, intercambiando recetas y dedicando tiempo a nuestra alimentación. Pero, ¿por qué no hacerlo siempre?
Dicen que el mejor termómetro para saber si algo lo está petando de verdad, es que se convierta en un tema de conversación en el trabajo. Bueno, pues así me enteré yo (bastante tarde, parece) de la existencia del Realfooding. Aunque probablemente sea innecesario a estas alturas, os cuento que se trata de un movimiento o tendencia en alimentación que consiste básicamente en evitar los alimentos ultraprocesados y consumir “comida real”, es decir, productos no procesados o procesados “buenos” como el aceite de oliva virgen, el yogur, el queso o las conservas.
Esto, que de primeras parece un poco de cajón, se ha convertido en un bombazo en las redes sociales y es la tendencia más influyente de los últimos años en el mundillo de las modas alimentarias. A mí lo primero que me dio por pensar cuando descubrí este fenómeno -no confundir con otras modas contemporáneas como la de los superalimentos- es que viene a ser una especie de vuelta a las costumbres culinarias de hace unas cuantas décadas. Vaya, a la comida que preparaban nuestras abuelas, o más bien bisabuelas en el caso de las lectoras millenials.
Pasados los rigores de la posguerra, en los años 60 y 70 (incluso en los 80), en España predominaba la reconocida dieta mediterránea, basada en el consumo de productos como verduras y hortalizas, pan, legumbres, aceite de oliva, huevos y cantidades relativamente pequeñas de carne y pescado. Además, eran en buena medida productos de temporada y de proximidad -la industrialización del campo estaba todavía en pañales- y las personas, las mujeres, cocinaban a diario con productos frescos en los hogares.
Sin embargo, con el fin de la dictadura franquista y la incorporación de España a la Comunidad Económica Europea llegaron los tiempos de la modernización, que para lo que nos ocupa significó el despegue de la agricultura y la ganadería industriales, la inserción definitiva del país en las cadenas de valor globales con cada vez más importaciones de alimentos y el boom de las grandes superficies de distribución alimentaria.
Desde entonces, la cocina tradicional se ha ido sustituyendo progresivamente por una amplísima gama de productos ultraprocesados de todo tipo, en su mayor parte comercializados por un puñado de multinacionales. Estos productos, que incluyen infinidad de platos precocinados, refrescos azucarados o aperitivos nada saludables, están llenos de conservantes, grasas, sales y azúcares añadidos y aportan muchas, muchas calorías. También ha aumentado el consumo de proteínas animales, especialmente de carne, a menudo procesada y de baja calidad.
Nos hemos dejado seducir por la aparente variedad, los sabores adictivos, los envases de colores y la comodidad de no tener que cocinar y tener lista una comida en pocos minutos. Sin embargo, estos cambios dietéticos han traído consigo una auténtica epidemia de obesidad y de enfermedades crónicas asociadas a esta como la diabetes tipo 2, el síndrome metabólico, la hipertensión arterial o las enfermedades cardiovasculares. Todas estas enfermedades aumentan de forma muy importante el riesgo de muerte prematura por diversas causas como infartos, ictus, diferentes tipos de cáncer…y otras menos obvias como las infecciones, incluyendo la COVID-19.
Según un informe de la OCDE, el 60% de la población adulta en España tiene sobrepeso y el 23% padece de obesidad, y la cosa no pinta mucho mejor para niños y niñas: según Unicef el 35% de la población española entre 8 y 16 años tiene exceso de peso: el 21% sobrepeso y el 14% obesidad.
Esta sustitución de las dietas tradicionales por productos poco saludables no es exclusiva de los países más industrializados. El boom de los productos ultraprocesados se ha extendido de la mano de la globalización afectando a todos los continentes, hasta el punto de que la prevalencia de la obesidad se ha triplicado según la OMS a nivel mundial desde 1975 y está aumentando de forma importante en países de ingresos bajos y medianos, especialmente en poblaciones empobrecidas de entornos urbanos de África, Asia y Latinoamérica.
Entonces, y volviendo al Realfooding, parece que está todo bien, pero, ¿se le puede poner alguna pega?. Y por otro lado, ¿tiene este fenómeno cultural alguna capacidad para revertir las preocupantes tendencias alimentarias mundiales de las que estamos hablando?
En cuanto a la primera pregunta, está claro que adoptar hábitos dietéticos basados en alimentos frescos y con menos productos ultraprocesados es bueno para la salud, así que hasta ahí muy a tope. Pero puestos a cuidar nuestra salud, podríamos darnos cuenta también de que muchos de los productos frescos que llegan a las tiendas y supermercados contienen restos de pesticidas que actúan como alteradores hormonales y pueden causar distintas enfermedades, y que los productos ecológicos son por tanto más saludables. Y abriendo un poco el marco estaría muy bien meter en la órbita del Realfooding conceptos relacionados con la sostenibilidad como la agroecología, el producto de proximidad o la ganadería extensiva, porque parece complicado tener buena salud si la biosfera de la que formamos parte está hecha unos zorros.
En cuanto a la capacidad del Realfooding para alterar las tendencias alimentarias mundiales, hay bastantes motivos para el escepticismo. Como ocurre con la comida ecológica, su carácter “alternativo” y hasta cierto punto elitista, hace que sólo llegue a sectores sociales con alto nivel económico y cultural. Si la idea de “comer bien” no se impulsa desde arriba con políticas públicas como necesidad para el bien común y no se apoya la producción local y a pequeña escala de alguna manera, el acceso a esta comida quedará siempre reservado a una minoría. Porque sí, la mala alimentación también entiende de clase (y de género).
La educación es importante, reivindicar la comida sana como prioridad en nuestra cesta de la compra y darle un nombre que todos entendamos. ¿Se os ocurre alguno?
Hagamos un ejercicio de Realfooding mientras que le encontramos un nombre más accesible. En nuestra casa nos gusta mucho el pan, ese pan con queso, esas tostaditas con tomate de por la mañana, ese mojar en la salsa… Hasta ahora lo habíamos comprado en el súper, envuelto en una bolsa, eso sí la mitad de la bolsa en papel. Nos daba para congelarlo y así no teníamos que comprar cada día. Desde el confinamiento nos dio por hacer el pan nosotras. Hay unos vecinos que nos traían una harina de trigo ecológico, y la levadura la venden fresca en la nueva tahona del barrio. Después de algunos intentos frustrados, ahora nos sale un pan riquísimo, que nos dura sin congelar tres días, aunque siempre nos lo comemos antes. Me divierte hacer pan, y a mis compañeras también. Hasta a mi sobrino le divierte amasar un rato aunque lo ponga todo perdido. Desde que salimos de la fase 0, sin embargo, no he vuelto a tener tiempo para esto. Vuelvo a comprar pan en el súper, pero ya no me sabe igual.
No creo ser la única que ha vivido una experiencia semejante, y es que para comer bien en el modelo de vida actual hay que tener dinero, tiempo, información y no socializar mucho. ¿Pensaremos en todo ello en la nueva normalidad?