Sanidad
Sanitarias sin cuidados

Los profesionales de la sanidad vasca sufren, además de su exposición física a la infección por coronavirus, un deterioro de su equilibrio mental. La sobrecarga de trabajo, las reubicaciones o traslados repentinos, la precariedad laboral y, sobre todo, la incertidumbre que les acompaña en cada turno, pesan y pasan factura en sus mochilas emocionales.
Hospital de Basurto de Bilbao
Hospital de Basurto de Bilbao. Christian García

No hay tiempo para el descanso. Ane Creo se introduce en el vagón más vacío del metro, vagón inconciliable con las medidas de seguridad sanitarias. Se ha lavado las manos más de mil veces, asegura. Y no suena a exageración. Un cuarto de hora después sale de la boca del metro y se dirige a la que se ha convertido, durante estos largos meses, en la boca del lobo para esta enfermera: el Hospital de Cruces, en Barakaldo. Ane releva a Nerea Pinto en la planta 3ªE y se engrasa de nuevo los dedos con gel hidroalcohólico, aunque no haya habido ningún contacto físico en el cambio de turno. Nerea vuelve a casa con el tatuaje de unas gafas sobre la cara.

Ana Seco saluda con un “hola” a Ane, pero con la doble mascarilla parece un sonido gutural. En el mismo hospital, pero separado de sus compañeras por unas plantas y unos pasillos, Borja Ruiz está cerca de acostumbrarse a trabajar cerca de la muerte.

A menos de cinco kilómetros, Andrea Rodríguez va de un lado a otro. Está de retén en el Hospital de Basurto, en Bilbao, y esa es su tarea. Allí, en la Unidad de Críticos, en un profundo silencio, Miren Mambrilla ni siquiera parpadea. Desde otro hospital, el de Galdakao, la sanitaria Nerea Alza esboza una radiografía colectiva de la salud mental de sus compañeras: “Nadie debiera salir del turno llorando. Estamos cansadas, agobiadas. Cada día más”.

Se dejan la vida. El 11 de marzo de 2020 la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaraba oficialmente la pandemia del coronavirus. Desde entonces, y hasta el 7 de enero de 2020, el Ministerio de Sanidad contabiliza 100.654 profesionales sanitarios infectados por covid-19 en todo el territorio español. “Tenemos la sensación de que estamos saliendo adelante porque nos estamos dejando la piel”, explica Ane Creo, enfermera del Hospital de Cruces.

Incertidumbres y alertas

La covid-19 llega rápido a Euskadi. El 28 de febrero de 2020, un caso en Araba y otro en Gipuzkoa hacen saltar las alarmas. En Bizkaia tarda unos días más, el 3 de marzo, y para entonces ya se contabilizaban 13 contagios. La población tenía dudas y miedo. Los sanitarios carecían de protocolos. Algo fallaba. De los 13 primeros contagiados en Euskadi, cinco eran profesionales de la sanidad pública.

Andrea Rodríguez (prefiere mantener el anonimato con este seudónimo) es enfermera retén en el hospital bilbaíno de Basurto. “Desde el principio las sanitarias íbamos a la aventura. Nadie sabe, nadie sabía. Percibimos que vamos de un lado a otro sin saber por qué razón”. Los protocolos no han sido claros y, en esa duda, en esa falta de certezas a corto plazo, se ahoga quien cuida y cura. “¿Te has enterado del nuevo cambio?”, le preguntan a Nerea Pinto tras unos días de descanso. “Ahora, si eres sanitario y das negativo, aunque seas contacto estrecho, sigues trabajando. Hubo un tiempo en que la misma situación hacías una cuarentena de 15 días”, explica, irritada, la propia enfermera del Hospital de Cruces. Su compañera Ane, lo corrobora: “Lo peor es la incertidumbre. No saber qué va a pasar cada día, qué te vas a encontrar en el hospital. Eso hace que vivas en alerta”.

Nerea Pinto. Enfermera. Hospital de Cruces.
Nerea Pinto. Enfermera. Hospital de Cruces. Selene Torrado

Marc Ruiz, psicólogo y psicoterapeuta, ha recibido en su consulta a varios profesionales sanitarios, entre ellos personal médico y enfermeras: “La falta de certidumbre, a nivel sistémico, es lo que hace mantener la alerta permanente. Ese no saber, ese desconcierto, esas dudas generan mucha ansiedad”. Para Ruiz, los sanitarios son “tan vulnerables como el resto”, pero hacen frente a una situación “tremendamente hostil”.

Inexperiencia a pie de UCI

Borja Ruiz también es enfermero en el Hospital de Cruces. Fue trasladado de su unidad y, según dice, una reubicación es un “mazazo”. Aunque podría haber sido un mazazo menor: “Me trasladan a una unidad nueva para mí. Una Unidad de Críticos inventada en un gimnasio con 17 camas y respiradores de quirófano. Sin casi recursos. Éramos desplazados de Urgencias, Quirófano o Psiquiatría. Un caos. Nadie sabía qué tenía qué hacer”, cuenta Borja. Y reconoce que los primeros días solamente se atrevía a asear a los pacientes. El golpe fue tal que no tardó en tener que acudir a hacerse un electrocardiograma. Le dolía el pecho, creía que era un infarto, algo del corazón. “Era ansiedad”, concluye.

Como eran habitaciones abiertas, los pacientes morían delante de otros pacientes. Y como un señuelo para atraer las aves de lo pasado y mal pasado, Borja guarda en su memoria la imagen de un fallecido frente a un paciente sedado esperando ser intubado de urgencia. “Imagínate estudiar una maquinaria, especializarte en ella y, de golpe, estar ante otra completamente diferente”, ilustra el enfermero, que sentencia: “Pues lo mismo, pero con personas en estado crítico”. Y repite, una y otra vez: “Formación, formación y formación”.

En la Unidad de Críticos, pero del hospital de Basurto, la enfermera Miren Mambrilla cuida de dos pacientes cada turno. Trabaja rodeada de cuerpos sedados, algunos en situación de pronación. “Se me hace duro pensar que no he hecho lo suficiente. Siempre lo he hecho lo mejor que he podido, pero a veces todo me venía grande”, asegura.

No solo en primera línea

El primer servicio en colapsar fue el Consejo Sanitario. Formado íntegramente por enfermeras, en la primera semana, tras la detección del primer caso en Euskadi, recibieron 950 llamadas. “No solamente la primera línea de covid-19 se ha visto afectada por el desgaste físico y mental”, analiza Amaia Mayor, enfermera, portavoz y secretaria provincial del Sindicato de Enfermería (SATSE) en Bizkaia. El trabajo en la atención telefónica también se multiplicó exponencialmente. “Las enfermeras son las que cogen y cogían el teléfono ante los miedos y las preguntas de los ciudadanos”, explica Mayor. Tuvieron que escuchar, explicar, divulgar, tratar de informar a través de la poca evidencia que existía en los primeros momentos, calmar a través de un auricular, tratar de cuidar a distancia. Recibieron toda la falta de respuestas sobre sus oídos.

Luego el peso de la pandemia cayó en cascada hacia Urgencias, Atención Primaria o Prevención. “La famosa tarea de rastreo también recayó sobre una mayoría de enfermeras. Empezaron siendo 34 especialistas y terminaron siendo un equipo de 600 personas”, asegura Mayor desde el SATSE.

Trasera del Hospital de Cruces.
Trasera del Hospital de Cruces. Selene Torrado

“La carga de trabajo acaba con nosotras. Una noche normal, una enfermera cuida de 20 pacientes. Así es imposible”, indica Nerea desde la Planta 3ªE de Cruces, que ha pasado de atender solamente a mujeres con problemas obstétricos, ginecológicos y onco-ginecológicos a compartir espacio con pacientes con problemas respiratorios. “Se cierran camas. Se cierran bares. ¿Qué prima, la salud o la economía? No entendemos la gestión que se está haciendo en Osakidetza. No sabemos qué pasa, qué pasará. La incertidumbre nos come. El dinero se crea, seguro. La salud se pierde y no se recupera, eso también es seguro”, reflexiona, en todas las direcciones, la enfermera.

En la 3ªE del mismo hospital, Ana Seco refrenda a su compañera de turno. La gestión no está siendo la adecuada y ello repercute en la calidad de los cuidados. La falta de un necesario aprendizaje en gestión, además, pone en riesgo la salud mental de las profesionales, que en muchos casos también son pacientes. “Ha sido frustrante no conocer el tipo de usuario que estábamos tratando, las técnicas y cuidados que requieren. Además de coronavirus, hay gente muriendo con otras patologías. Y nadie se acostumbra a ver morir”, expone Ana.

Exhaustas y sin descanso

Esther Saavedra, responsable del sindicato ELA en Osakidetza, no lo duda: la mochila pesa. “Parte de la carga emocional de las trabajadoras sanitarias está íntimamente ligada a la sobrecarga de trabajo y a la falta de recursos humanos y materiales. La pandemia ha hecho visibles las carencias estructurales, la precariedad que ya existía”, asegura.

La planta recibe un paciente. Y a la media hora, otro. Tres altas en una mañana. Antes de la hora de comer, ya han llegado a la media diaria: quince usuarios. Suena el teléfono. Nerea corre de un lado a otro. Suena el teléfono de nuevo. Son quince pacientes para dos sanitarias. Un timbre, otro timbre. De fondo, sigue sonando el teléfono. “La parte mala, la peor —explica con dolor Nerea— es dejar de humanizar. Cuidar de tantos pacientes provoca que debas esforzarte en darte cuenta de que son personas”.

“La parte mala, la peor, es dejar de humanizar”, explica Nerea Alza, sanitaria en el Hospital de Galdakao

Cuando Nerea Alza, Técnica en Cuidados Auxiliares de Enfermería (TCAE) del Hospital de Galdakao, obtuvo sus vacaciones aún estábamos en plena desescalada de un confinamiento total. Salió del hospital para encerrarse en casa. La sensación, dice, es de “no haber descansado”. Su cabeza seguía en marzo. La desconexión había sido imposible. “Volvimos a abrir la planta para coronavirus en julio. En ese momento ya estábamos cansadas. En ese momento ya no podíamos más. Salir llorando, de agobio, de cansancio físico, de desgaste emocional, cada turno. Esa fue la tónica del verano”, apunta la sanitaria del Hospital de Galdakao.

Jugarte la salud mental
El miedo inicial a la virulencia de la covid-19 dio paso a una convivencia con ese temor, que se transformó en rutina. La exposición emocional derivada de una larga exposición física, según las estimaciones del Colegio Oficial de Psicología, afectaría a cerca de 150.000 personas vinculadas al colectivo sanitario, que precisarían de atención psicológica mientras dure la pandemia y tras su hipotético final. Los resultados del primer estudio global sobre impacto del covid-19 en la salud de los trabajadores son igual de desoladores: el 40 % de los profesionales sanitarios y del trabajo social requerirá una valoración de presencia de trastornos de ansiedad y depresión. Este informe señala el insomnio, el nerviosismo, la tensión, el agobio o la incapacidad para disfrutar de actividades diarias como síntomas de un posible desequilibrio emocional.

Andrea, enfermera retén en el Hospital de Basurto, no tiene miedo, pero sí un profundo respeto. “Aún no me he infectado, pero ni teniendo muchísimo cuidado podría evitarlo. El estrés mental de saberte expuesta, de forma continuada, es demoledor”. Todas las sanitarias coinciden con Andrea ante lo que supone la exposición y el saberse expuestas, una sensación de desprotección física, mental y laboral, y una ausencia de miedo porque ya no hay nada que perder. A veces se sienten robots productivos, que cumplen órdenes. “Las compañeras me dicen: ‘Nerea, te pagan por cuidar, no por pensar’. Y tienen razón. Pero si quisiéramos pensar tampoco podríamos. Y a quien pagan por pensar, no lo hace bien. Las cosas no funcionan. Mirar para otro lado no es una buena medida sanitaria”, vuelve a reflexionar Nerea Pinto, la enfermera de la 3ªE de Cruces.

Su tocaya, Nerea Alza, TCAE en el hospital de Galdakao está entre ese 40% de sanitarias que ha visto trastornado su sueño y su día a día más rutinario: “No soy capaz de desconectar. Tengo pesadillas. Los pacientes a los que acompañamos son de larga duración. Suelen estar más de 15 días. Empiezas a conocer sus vidas, nos familiarizamos con sus necesidades, les coges cariño”. Nerea sueña que acompaña, sin EPI, a un paciente mientras fallece y luego infecta a su familia. “Soy incapaz de desconectar”, insiste de nuevo.

Ane Creo y Nerea Pinto, enfermeras del Hospital de Cruces.
Ane Creo y Nerea Pinto, enfermeras del Hospital de Cruces. Selene Torrado

“Los primeros indicios de que algo no está yendo bien en la salud mental de los trabajadores son la aparición de sintomatología ansiosa: agitación permanente, pensamiento acelerado, dificultades para dormir…”, reconoce el psicólogo y psicoterapeuta Marc Ruiz. “La pandemia mundial es una dificultad a la que debemos enfrentarnos. Cómo reaccionemos ante este contexto podrá, o no, transformarse en un problema psicológico. Pero en principio, sentir emociones desagradables ante esta situación es algo esperable. No debemos caer en psicopatologizar o tachar de trastorno lo que no lo es”, concluye Ruiz.

Con derechos laborales

“Por supuesto que no somos héroes. Héroes, los que han perdido su trabajo. Esta es mi obligación, mi vocación. A pesar de todo estoy contento de poder trabajar donde trabajo”, dice Borja, a sabiendas de que la temporalidad de los contratos mantiene en vilo a un alto porcentaje del colectivo. Las sanitarias son temporeras, y eso no ayuda. “Casi todas somos eventuales aquí, la incertidumbre laboral también aprieta”, expone, sobre el equipo con el que trabaja en el Hospital de Galdakao, Nerea. “Nos hemos sentido obligadas a ponernos en peligro”, subraya y admite con impotencia Ane.

Sin material durante la primera ola, improvisando durante la segunda y con malas previsiones para la tercera, el SATSE ha tenido, y tiene, un papel “esencial, fundamental”, en palabras de su secretaria en Bizkaia, Amaia Mayor. Han conseguido que la infección entre sanitarias se considere enfermedad laboral, con los beneficios que esa catalogación conlleva. “La pérdida de derechos de las enfermeras es un aspecto que venimos denunciando durante toda la pandemia. Es innegable el esfuerzo físico sostenido en el tiempo de todo el personal sanitario. Por otro lado, el estrés emocional que se deriva. No hay condiciones de trabajo normales”, expone Mayor. Desde ELA, Esther Saavedra explica cuál ha sido la hoja de ruta de los actores que gestionan la respuesta a la pandemia desde el inicio: “El plan ha sido exprimir a cada sanitaria. No se ha respetado el derecho a su descanso”.

“El plan ha sido exprimir a cada sanitaria. No se ha respetado su derecho al descanso”, indica Esther Saavedra, responsable del sindicato ELA en Osakidetza

Las sanitarias, entre ellas las enfermeras, además, tienen que luchar contra una barrera socio-laboral que las hace vulnerables en su lucha contra la pandemia y dificulta su promoción, su ascenso y la mejora en sus condiciones de trabajo. “Las enfermeras tienen un techo de cristal insalvable debido a las políticas de precariedad y el sistema de escalas que, por ley, las sitúa en un lugar inferior”, explica la delegada del SATSE.

Ane atendió a sus pacientes mientras su abuelo era intubado lejos, en el hospital cántabro de Valdecilla. Miren cuidó de los familiares de otros mientras su amama, a unas habitaciones de distancia, era arrastrada por el virus. En la 3ªE de Cruces, Ana y Nerea han encontrado un segundo hogar, en el suyo llevan meses sin detenerse más de un par de días por semana. Andrea sigue de aquí para allá, no echa raíces en ninguna planta. Desde el Hospital de Galdakao, Nerea, alerta: “Ahí viene lo peor”. Y Borja asiente: “Aquí estamos: esperando el oleaje”. Todas ellas están, aún, en llamas, cerca del burnout, del quemado total.

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