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Cielo sin estrellas

Con la electricidad, la humanidad conquista la noche, aboliéndola. El horario de la cena es desplazado, al igual que los horarios de la vida social, el ocio y el trabajo y así, en la fábrica en la que se trabaja de día, es posible ahora también el «turno de noche».
Noche estrellas Sudán
Noche estrellada en Musawwarat, en el desierto de Sudán. Álvaro Minguito (©)
3 ene 2023 05:22

Si los tres Reyes Magos viajaran este año con sus camellos hacia el portal de Belén, es casi seguro que se habrían perdido, porque a lo largo de grandes trechos de su ruta no podrían haber confiado en su estrella guía por la sencilla razón de que esta no habría sido visible. El niño Jesús habría tenido que renunciar a su oro, su incienso y su mirra.

Una paradoja caracteriza nuestra sociedad, que sabe sobre el universo infinitamente más que cualquiera de las precedentes en la historia de nuestra especie, dado que sabemos por qué brillan las estrellas, cómo nacen, envejecen y mueren, dado que podemos percibir el movimiento arremolinado de galaxias invisibles a simple vista y escuchar (por así decir) los sonidos del origen del universo emitidos hacen aproximadamente quince mil millones de años, mientras que, al mismo tiempo y por primera vez en la historia de la humanidad, son pocos los adultos que pueden reconocer, sin embargo, siquiera la más brillante de las estrellas, mientras que la mayoría de los niños nunca han presenciado una noche estrellada. Digo la mayoría, porque la mayor parte de la población mundial actual, que ya supera los 4.000 millones, ya vive en zonas urbanas, donde la luz artificial es tan intensa y se halla tan difundida que oculta la visión de las estrellas.

(Esta es una forma de contradicción que la modernidad produce cada vez con mayor frecuencia. En el momento en que podemos satisfacer nuestro deseo de volar por todo el mundo para tumbarnos desnudos y broncearnos en playas exóticas, el agujero en la capa de ozono convierte los rayos ultravioletas del sol en peligrosos y cancerígenos. En cuanto satisfacemos nuestro deseo de limpieza —véase mi artículo sobre la eliminación de los olores­—, el agua se convierte en un recurso limitado, y así sucesivamente).

El impresionante espectáculo del cielo lleno de estrellas es desconocido para la mayoría de nosotros hoy en día. Nos resulta difícil de imaginar que la Vía Láctea pueda ser cegadora en una noche límpida. Rara vez alzamos la mirada al cielo y si lo hiciéramos, sólo veríamos un puñado de apagados destellos de luz. Y pensar que en una noche despejada, en condiciones de oscuridad «normal», son visibles a simple vista hasta seis mil cuerpos celestes, siendo el más lejano la Galaxia del Triángulo, situada aproximadamente a tres millones de años luz (la vemos tal como era hace tres millones de años). Y esto no es nada comparado con los millones de objetos celestes situados miles de veces más lejos, cuya existencia nos han revelado los observatorios y los telescopios y que son muchos más de los que nuestros ojos cegados por la luz artificial pueden ahora percibir.

Hace tan sólo unos siglos, cuando caía la noche, no sólo los hogares sino ciudades enteras se atrincheraban y cerraban sus puertas. La noche estaba poblada de demonios

En Darkness Manifesto (2022), el escritor sueco Johan Eklöf nos cuenta que en Hong Kong (que es junto con Singapur la ciudad más iluminada del mundo) la noche es mil doscientas veces más brillante que un cielo sin iluminación artificial. Para darse cuenta de la enormidad de la alteración que hemos introducido en la superficie de nuestro planeta, basta con observar este mapa de la contaminación lumínica (puedes ampliarlo y ver la situación del sitio en el que vives). En 2002 el astrónomo aficionado John Bortle ideó una escala de nueve grados, bautizada su nombre, que mide la oscuridad del cielo nocturno: el nivel 1 corresponde a un «cielo oscuro excelente», el nivel 3 a un «cielo rural», el nivel 5 a un «cielo periurbano»; en el nivel 6 («cielo periurbano brillante») sólo son visibles a simple vista quinientas estrellas; en el nivel 7 («transición peri urbano/urbano») desaparece la Vía Láctea. En los niveles 8 («cielo urbano») y 9 («cielo del centro urbano») sólo son visibles unos pocos objetos celestes (planetas cercanos y algunos cúmulos de estrellas).

Podríamos afirmar que la iluminación artificial es la innovación industrial que ha afectado más profundamente a la vida humana. Ganó la guerra plurimilenaria contra la oscuridad, ahuyentando el terror de la noche, sus pesadillas y sus monstruos. Hace tan sólo unos siglos, cuando caía la noche, no sólo los hogares sino ciudades enteras se atrincheraban y cerraban sus puertas. La noche estaba poblada de demonios (Satán, por supuesto, era el «Príncipe de las Tinieblas»); era el momento en que se reunían las fuerzas del mal, cuando las brujas celebraban sus aquelarres montadas en cerdos u otros animales, como cuenta Carlo Ginzburg en su libro Storia notturna. Una decifrazione del sabba (1989).

Iluminar las ciudades ha sido una práctica habitual durante más de tres siglos, mucho antes de la invención de la iluminación eléctrica. Los antiguos romanos conocían la iluminación nocturna, pero pasaría un milenio antes de que aparecieran las lámparas de aceite en las calles de las ciudades. Quizá no sea casualidad que la Ilustración fuera coetánea de la iluminación urbana; su definición de la «Edad Oscura» quizá no fuera una simple metáfora. El «príncipe ilustrado» imponía la iluminación centralizada, también a efectos de vigilancia. En Disenchanted Night: The Industrialization of Light in the Nineteenth Century (1988) Wolfgang Schivelbusch detalla la «ilustración química» que supuso la moderna teoría de la combustión de Antoine Lavoisier, en virtud de la cual las llamas no se alimentan, como se había supuesto hasta entonces, de una sustancia llamada flogisto, sino del oxígeno del aire. Con ella comienza la historia moderna de la iluminación artificial, con sus miedos y sus metáforas: «La luz producida por el gas es demasiado pura para el ojo humano y nuestros nietos se quedarán ciegos», temía Ludwig Börne respecto a las lámparas de gas en 1824, mientras Julen Janin afirmaba en 1839: «El gas ha sustituido al Sol». La iluminación era también un medio de control: el primer objetivo de las revoluciones de 1830 y 1848 fueron las farolas. Aparece también una nueva profesión: el farolero, que enciende las lámparas de gas de las calles y se convierte en figura literaria, como en «La vieja farola» (1847) de Andersen y «El farolero» (1859) de Dickens. En El principito (1943), de Saint-Exupéry, al llegar al quinto planeta, sólo encuentra una farola y un farolero:

Cuando aterrizó en el planeta, saludó respetuosamente al farolero.

«Buenos días. ¿Por qué acaba de apagar su lámpara?».

«Son las órdenes», respondió el farolero. «Buenos días».

La lámpara de filamento de carbono que Thomas Edison presentó en la Exposición Universal de París de 1878 acabó con la iluminación de gas y se convirtió en el nuevo sol artificial, tan cegador como su homólogo natural. Schivelbusch cita el siguiente texto médico de 1880:

En medio de la noche, vemos la aparición de un día luminoso. Es posible reconocer el nombre de calles y tiendas desde el otro lado de la calle. Incluso las expresiones faciales de las personas pueden verse con claridad a gran distancia y, lo cual es especialmente destacable, el ojo se adapta inmediatamente y con el menor esfuerzo a esta intensa iluminación.

Con la electricidad, la humanidad conquista la noche, aboliéndola. El horario de la cena es desplazado, al igual que los horarios de la vida social, el ocio y el trabajo y así, en la fábrica en la que se trabaja de día, es posible ahora también el «turno de noche». Un nuevo ritmo regula ahora la totalidad de la vida cotidiana, el cual, sin embargo, genera problemas, porque ahora entra en conflicto con nuestro ritmo circadiano (término derivado del latín circa diem, «alrededor del día»).

Al hacer desaparecer la noche, alteramos el ritmo con el que se producen las hormonas, en particular la melatonina, que regula el ciclo del sueño/vigilia y es sintetizada por la glándula pineal en ausencia de luz. Cuando cae la oscuridad, su concentración en el torrente sanguíneo aumenta rápidamente, alcanzando un máximo entre las 2 y las 4 de la madrugada, para disminuir progresivamente antes del amanecer. Así, en los meses de invierno es normal que los niveles de melatonina sean elevados durante largos periodos, mientras que en verano ocurre lo contrario, cuando los días son más largos y luminosos. Según el sitio web Dark Sky, la melatonina tiene propiedades antioxidantes, induce el sueño, fortalece el sistema inmunitario, reduce el colesterol y ayuda al funcionamiento de la tiroides, el páncreas, los ovarios, los testículos y la glándula suprarrenal. También activa otras hormonas como la leptina, que a su vez regula el apetito.

La exposición nocturna a la luz artificial, especialmente a la luz azul, inhibe la producción de melatonina y basta tan solo una luminosidad de ocho lux para interferir en su ciclo. Y ello influye en el insomnio y, por lo tanto, también en el estrés y la depresión y, a través de la desregulación de la leptina, en la obesidad. Algunos estudios demuestran que los turnos de noche aumentan el riesgo de cáncer (la melatonina y su interacción con otras hormonas ayudan a prevenir los tumores). Así pues, es comprensible que la iluminación artificial haya generado el término «contaminación lumínica».

El problema de la polinización es tan grave que, como cuenta Eklöf, hace unos años las fotos de un huerto de Sichuan, en China, mostraban a trabajadores con escaleras polinizando flores a mano

Todo ello nos concierne enormemente a los humanos, pero el efecto sobre otros seres vivos es mucho más dramático, porque al fin y al cabo nosotros somos animales diurnos. Como escribe Eklöf, «no menos de un tercio de la totalidad de los vertebrados y casi dos tercios la totalidad de los invertebrados son nocturnos, por lo que es después de que los humanos nos dormimos, cuando se produce la mayor parte de la actividad natural en forma de apareamiento, caza, descomposición y polinización». Las presas de los depredadores nocturnos tienen muchas menos posibilidades de escapar. Se dice que los elefantes, que también son diurnos, se están volviendo nocturnos para evitar a los cazadores furtivos. Los sapos y las ranas croan por la noche para aparearse; sin oscuridad, su tasa de reproducción cae en picado. Las tortugas marinas viven en los océanos, pero sus huevos eclosionan en las playas de noche y las crías encuentran el agua al identificar el horizonte brillante que refulge sobre ella, mientras que la luz artificial las aleja de la orilla: sólo en Florida este hecho mata cada año a millones de tortugas recién nacidas. Millones de aves mueren cada año al chocar con edificios y torres iluminados; las aves migratorias nocturnas se orientan con la luna y las estrellas, pero la luz artificial las desorienta y pierden el rumbo de vuelta a casa.

Los peores efectos los sufren los insectos. Según un estudio de 2017, la biomasa total de insectos ha descendido un 75 por 100 en, sin embargo, los últimos veinticinco años. Los automovilistas son conscientes de ello desde hace tiempo por el llamado efecto parabrisas. El número de insectos que quedan aplastados en la parte delantera de los coches es mucho menor que en décadas anteriores. Hay muchas causas para este descenso, pero la iluminación artificial es sin duda una de ellas, porque la mayoría de los insectos son nocturnos, como, por ejemplo, las cucarachas. No nos damos cuenta, pero las ciudades iluminadas son un importante destino migratorio para los insectos del campo. La luz también perturba sus rituales reproductivos. Las polillas son exterminadas por su atracción a la luz, pero conviene no olvidar que polinizan más plantas que las abejas (cuyo número también está disminuyendo). El problema de la polinización es tan grave que, como cuenta Eklöf, hace unos años las fotos de un huerto de Sichuan, en China, mostraban a trabajadores con escaleras polinizando flores a mano. Trabajando deprisa, uno de ellos podría polinizar tres árboles al día; una pequeña colmena puede hacerlo cien veces más rápido.

Otro efecto secundario de la iluminación artificial es que cuando se pasa a una zona no iluminadas la oscuridad es más oscura, por así decir, porque el ojo tarda en adaptarse y reactivar los bastones (sensibles a la intensidad de la luz) y desactivar los conos (sensibles al color) de la retina. El ojo humano es uno de los sentidos más precisos, capaz de percibir un solo fotón, lo cual se ha calculado que equivale a una cámara de 576 megapíxeles. Así pues, por la noche, cuando nuestro ojo se ha adaptado a niveles muy bajos de luminosidad, somos capaces de ver bastante bien. Con luna llena, somos capaces de caminar a paso ligero por un sendero escarpado, pero la luz artificial nos ciega ante todo lo que sucede en la oscuridad y que habríamos visto con facilidad en épocas anteriores. He aquí otro caso en el que la revolución tecnológica da y quita al mismo tiempo.

Una consecuencia imprevista de todo es esto es que la contaminación lumínica ha creado un turismo de la oscuridad, que busca lugares (ahora raros) donde la oscuridad es total y en el horizonte no se percibe la más mínima reverberación de las luces de una ciudad, por lejana que se halle. Se pueden gastar grandes sumas de dinero y energía en la búsqueda de lo que tanto nos ha costado derrotar: las tinieblas. Como nos cuenta Paul Bogard en The End of Night: Searching for Natural Darkness in an Age of Artificial Light (2013), para encontrar oscuridad en Las Vegas hay que irse hasta el Valle de la Muerte, uno de los lugares más oscuros del continente norteamericano, donde, escribe Bogard, la luz de la Vía Láctea es tan intensa que proyecta sombras sobre el suelo, mientras que el brillo de Júpiter es lo suficientemente intenso como para interferir en su visión nocturna. Fue en el desierto de Atacama, uno de los lugares más oscuros del planeta, donde en 2012 se celebró Noche Zero, la primera conferencia mundial en honor a la oscuridad a la que asistieron astrónomos, neurobiólogos, zoólogos y artistas.

Se ha calculado que en Estados Unidos y en Europa las luces innecesariamente fuertes o mal dirigidas generan emisiones de dióxido de carbono equivalentes a las producidas por 20 millones de coches

Se ha formado así una comunidad de «amantes de la oscuridad», que cuenta con sus propios libros de culto, como Elogio de la sombra (1933), de Junichiro Tanizaki, un auténtico elogio a la penumbra, que es el único entorno que permite captar todos los matices, con sus grupos —como la Dark Sky Association, fundada por un puñado de astrónomos estadounidenses en 1988— y con sus santuarios, parques y reservas. De acuerdo con uno de sus interesantes estudios, los amantes de la oscuridad afirman, de forma contraintuitiva, que la iluminación de las calles puede disminuir la seguridad al facilitar la visión de víctimas y bienes. La suya es una lucha noble y valiente, cuyas perspectivas de éxito son dudosas, sin embargo, dado el hambre de luz que consume a nuestra especie. Hablando de consumo, las lámparas LED consumen mucha menos energía que las de filamento y por eso se utilizan muchas más, lo cual aumenta la emisión total de luz. Se ha calculado que en Estados Unidos y en Europa las luces innecesariamente fuertes o mal dirigidas (que apuntan al cielo o a otros espacios, que no necesitan ser iluminados) generan emisiones de dióxido de carbono equivalentes a las producidas por 20 millones de coches, pero, sin embargo, cada año la porción iluminada del planeta crece inexorablemente. Me doy cuenta de que es banal hacerlo, pero no puedo evitar pensar en las dos cosas que para Immanuel Kant «llenan la mente de una admiración y un asombro siempre nuevos y cada vez mayores, cuanto más a menudo y con más constancia reflexionamos sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí cabeza y la ley moral dentro de mí». ¿Podría haber imaginado Kant en algún momento que el cielo sobre nosotros ya no estaría lleno de estrellas? Lo cual induce a plantearnos la pegunta de si la ley moral que llevamos dentro también desaparecerá o si ya se ha perdido.

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Artículo original: Starless Sky publicado por Sidecar, el blog de la New Left Review traducido con permiso expreso por El Salto. Véase Carlo Ginzburg, «Witches and Shamans», NLR I/200.
Arquivado en: Contaminación Sidecar
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Acaido
4/1/2023 21:58

El despilfarro obtiene premio. El alcalde de Vigo resta clientela a quienes si respetan las restricciones en el consumo eléctrico. El mundo al revés.

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jx
4/1/2023 14:34

El último que apague la luz.. No te lo pierdas::

https://www.youtube.com/watch?v=rFh5zJMqs-w

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Ruben la
4/1/2023 6:31

Genial e interesante, para recapacitar…

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Sirianta
Sirianta
3/1/2023 8:55

¡Qué artículo tan interesante! Vivo en una zona rural y puedo disfrutar de un cielo estrellado cada noche. Las farolas de la calle se han ido cambiando para que apunten su luz hacia el suelo, pero recuerdo mi enfado cuando decidieron instalar las primeras junto a mi casa y el cielo se "perdió" un poco. Nadie a parte de mí, una niña, parecía molestarse por el tema en mi casa y no entendían muy bien mis quejas.

En mi viaje por el Sáhara uno de los hombres azules me dijo: "ya verás esta noche las estrellas, jamás has visto algo así". Estaba acostumbrado a turistas que jamás habían disfrutado de un cielo estrellado y que quedaban atónit@s al vivir la noche del desierto. Para mí no fue tan diferente a lo que estoy acostumbrada, pero me di cuenta de mi suerte al vivir donde vivo.

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