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Memoria histórica
Jamás convencidas
Hace unos días me escribió contándome sobre su abuelo Paquillo (Francisco Calvo Ibáñez), el padre de su padre. Quería enviar a la gente de ‘Todos los Nombres’ su biografía. Porque Paquillo era “maquis”. Las circunstancias le obligaron un frío día de enero de 1948 a huir para esconderse en el monte junto a otros vecinos. Era eso o terminar encarcelado o, peor aún, ante un pelotón de fusilamiento. Y si eso terminaba ocurriendo dejaría atrás a Ana, su mujer y la abuela de mi amiga. Pero también a cuatro hijos muy pequeños y totalmente solos en el mundo.
La historia de Paquillo tiene lugar en Agrón, una localidad situada en la parte oriental de la comarca de Alhama, en la provincia de Granada (Andalucía). Se enamoró de Ana, hermana de otro guerrillero antifranquista. Al poco tiempo de casarse da comienzo la Guerra Civil. A pesar de eso, el matrimonio intenta sobrevivir como puede en un lugar cada vez más controlado por las autoridades del bando sublevado. La Guardia Civil tiene “fichado” a Paquillo, por eso acude muchas veces a buscarle a su vivienda. Le obligan a salir en cualquier momento, le conducen hasta el “cuartelillo” y allí le torturan durante horas. Buscan a su cuñado José Muñoz, el hermano de Ana, que desde hace algún tiempo ha tenido que subirse al monte para evitar su propia muerte. Paquillo nunca dice ni sabe nada. No le delata, a pesar de saber que no hacerlo es continuar recibiendo este trato por parte de las autoridades del pueblo. Tras estos episodios, Paquillo volvía a casa con Ana y los niños, pero ambos sabían aun sin hablarlo abiertamente que la situación no podía continuar así, que no siempre iba a “volver” con tres moratones. Llegaría el día en que la policía le pusiera los puntos y con cualquier excusa lo asesinarían.
El 9 de enero de 1948, Paquillo volvía con su mulo de trabajar en el campo. Al enfilar su calle descubrió un grupo de guardias civiles más grande de lo habitual. Estaban apostados en las paredes de otras viviendas, rodeando su casa. Esperaban… una orden o a alguien. Paquillo había sido visto por algunos de estos guardias, pero no fue reconocido porque pertenecían a otros dispositivos de comarcas y pueblos de alrededor. Por eso mantuvo la calma y continuó bajando con su mulo, muy lentamente, su calle. Llegó hasta la puerta de su casa. Vio y escuchó a otros con Ana, le hacían preguntas y ella aseguraba una y otra vez no saber nada de su marido. En la misma entrada estaban dos de sus hijos. Asustados, sin comprender, pero sintiendo que algo no iba bien en su hogar. Vieron a su padre pasar de largo y despacio, pero ni se les ocurrió correr hacia él como hacían cada tarde al verle llegar con el mulo para que les subiese al lomo del animal y conducirlo hasta la cuadra de las bestias situada a pocos metros de la vivienda. ¿Cuántas criaturas vivieron escenas de este tipo en nuestros pueblos? ¿Qué secuelas les dejarían de por vida? ¿Cómo se recompone un ser humano tan pequeño de este miedo?
Paquillo llegó a la cuadra, dejó a su mulo por última vez allí y huyó por detrás hacia el monte. Supo encontrar a sus compañeros, quienes habían hecho el mismo y durísimo camino antes que él. Se integró en su nueva familia y le apodaron “Federico”. Comenzaba una nueva etapa separado de sus hijos y de Ana. Había logrado burlar el dispositivo de la Benemérita, y hacerlo con vida. Se mantuvo fuerte y esperanzado. Tenía a cinco personas que le querían y le esperaban en el pueblo. Y por eso, por ellas, estaba decidido a resistir.
En el grupo ‘Roberto’, ya como ‘Federico’, nuestro Paquillo desempeñó importantes responsabilidades como sargento en el Grupo 2 de la 1ª Compañía del 7º Batallón. Los guerrilleros antifranquistas resistían escondidos en nuestros montes. A veces, ocurrían “milagros” y se alejaban de sus escondites seguros, bajando de los montes para acercarse a sus familiares. Pero era muy arriesgado, porque se exponían a ser delatados o descubiertos por los afines al levantamiento.
Así lo recordaba el padre de mi amiga María José. Y un día, mientras jugaba con uno de sus hermanos en un terrenito en el que Paquillo había trabajado durante toda su vida y que luego le arrebatarían las autoridades fascistas, vio pasar a varios hombres corriendo, con armas. Les miró sorprendido. Uno de ellos pasó su mano por la cabeza del crío, como queriendo alargar la caricia todo lo posible, como queriéndose quedar con algún mechón de pelo del chiquillo. El niño reconoció a su padre al volverse hacia él. Cómo no hacerlo. Esa fue la última vez que le vería con vida.
Durante los dos años siguientes, la vida de los hijos de Paquillo y de su compañera fue muy dura. Ana estaba totalmente sola, sin familia, sin amigos y sin Paquillo. Además, la Guardia Civil continuaba su acoso particular a las “rojas”. Ana no se libró de la represión de los asesinos, como tantas mujeres hijas, hermanas y esposas de trabajadores y revolucionarios. Fue detenida y encarcelada durante 18 meses. En la prisión, Ana conoció la tortura, el miedo y la angustia. Sobre todo la desesperación al pensar en sus pequeños, totalmente abandonados. El padre de María José, con apenas 10 años, se tuvo que hacer cargo de sus tres hermanos menores. Nadie se apiadó de ellos, a excepción de algunas vecinas que, con lo que podían y como podían, burlaban el asedio de las autoridades y acercaban comida a los niños. Llegaron incluso a pedir limosna. Cuando Ana recobra la libertad un año y medio después, y regresa con sus hijos, recibe la propuesta de su hermana Dora. Se marcharía a Francia y se podría llevar a uno de los pequeños para aliviar la situación. Ana dijo adiós a uno de sus hijos, el tío de María José, que ya nunca más volvería a España.
La vida sigue y los 40 años de represión solo estaban comenzando. Ana, señalada como lo estaba, continuó recibiendo ataques de todo tipo. Habitualmente era reclamada por las autoridades franquistas. Le afeitaban la cabeza y le obligaban a beber aceite de ricino. No era la única. Otras mujeres del pueblo siempre la acompañan en esta suerte.
El 14 de enero de 1950, dos años después de la huida de Paquillo al monte, Ana había salido con dos de sus hijos a buscar leña para calentar un poco el hogar. Estando en ello oyeron disparos y, muy asustados, volvieron al pueblo. Por la tarde, las mismas autoridades que no dejaban de asediarla, le comunicaron que su marido y otros compañeros habían sido abatidos a tiros por la Guardia Civil en una emboscada. La mujer esperó a que la noche cayera y que no quedara nadie en las calles. Se acercó al cementerio del pueblo y trepando por la pared, saltó la tapia del recinto. Era cierto, allí estaban los cuerpos de los maquis asesinados, apilados unos sobre otros en uno los habitáculos del campo santo. Buscó desesperadamente el de Paquillo, reconociéndole por la marca que tenía en unas de las piernas. Al día siguiente fue sepultado, sin presencia de su gente, en una fosa común, junto a los otros guerrilleros que murieron defendiendo sus ideas. A día de hoy esa fosa de Agrón sigue sin señalizar, tampoco se conoce cuándo podrán iniciarse los trabajos de exhumación en este lugar.
María José es la nieta de aquellos que no pudieron fusilar. Es una valiente y es muy generosa por compartir la historia de sus abuelos y la de su padre, al que quería con locura y al que estaba muy unida. No la he visto nunca dudar de dónde estaba su sitio ni de las razones de su lucha. Espartinas, el pueblo donde crecí, el de mis abuelos y el de mis padres, es un lugar mucho mejor desde que ella decidió elegirlo para vivir. Y si en el Aljarafe sevillano, de donde yo soy, se habla hoy de “las vencidas”, es gracias a mujeres como María José Calvo Retamero.
Hasta que no quede ni una fosa sin abrir.