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Brexit
La desastrosa gestión del Brexit constata el fracaso del Estado neoliberal
Todavía es incierto lo que durará el gobierno actual, pero está claro que pasará a la historia como uno de los más incapaces en la historia parlamentaria de Reino Unido.
El viernes 6 de julio Theresa May finalmente hizo lo que medio mundo (los británicos, Corbyn, Juncker, Europa entera) estaba pidiendo: una posición clara sobre el Brexit. Encerrados en la bucólica casa de campo gubernamental, Chequers, el cabinet o Consejo de Ministros conservador acordó un principio de propuesta para la salida de la UE.
Básicamente, esta propuesta constata la admisión de que el mejor resultado posible es algo similar a la situación noruega. Es decir: un área de libre comercio que prolongue regulaciones ya existentes. El Reino Unido aceptaría pues la jurisprudencia de tribunales europeos para lidiar con discrepancias comerciales. En teoría, el Parlamento Británico podría rechazar los dictámenes, pero solo en casos restringidos. Incluso el ciudadano menos versado en economía internacional reconoce que esto tiene poco que ver con “recuperar el control” (el famoso eslogan de la campaña pro-Brexit).
El resto de afirmaciones están, para el conservador Financial Times, en el terreno de las improvisaciones. Por ejemplo, Reino Unido insistiría en acceder al mercado en servicios como hasta ahora. Al mismo tiempo, solicitaría poder limitar la entrada de migrantes. Pero en los tratados fundacionales de la Unión se establece que la libertad de circulación de bienes, servicios, capitales y personas son indivisibles. Por lo tanto, la probabilidad de que la UE acepte esta propuesta es nula. Mucho menos para otras ideas, como la propuesta de acceder a la Política Pesquera Común y al mismo tiempo limitar el acceso para pesqueros europeos.
Los brexiters abandonan el barco
Las dimisiones, que tan poco se estilan por estas tierras, son comunes en Reino Unido. La disciplina de partido es más débil en Westminster y, aunque no se promueve, se tolera el desacuerdo por motivos políticos. Más que por corrupciones individuales, es habitual que ministros discrepantes abandonen sus cargos. Lo que ha llamado la atención este lunes es la fuga coordinada de, en primer lugar, el Ministro para Abandonar la Unión Europea David Davis; y de Boris Johnson, antiguo alcalde de Londres y Ministro de Exteriores. Los equipos de ambos, algunos destacados conservadores, también han abandonado sus puestos.
¿El motivo? Sobre el papel, su negativa a aceptar lo que ven como una claudicación a Bruselas. Ambos surfearon la ola euroescéptica justo antes y, sobre todo, después del referéndum en 2016. Para estos brexiters, la apertura hacia posibles concesiones respecto a la legislación europea es una claudicación.
La carta de dimisión de Johnson habla directamente del Reino Unido “avanzando hacia un estatus colonial” respecto a la UE. Davis, más técnico y formal, argumenta que la necesidad de aceptar “reglas del juego comunes” para comerciar con la UE supondrá de facto la continuación de la supervisión legislativa desde Bruselas.
Por otro lado, los mentideros parlamentarios sugieren que a Johnson le guía el oportunismo, más que los principios. Es bien conocido por su ambivalente apoyo hacia Donald Trump, y su visión neoimperialista de Gran Bretaña. Desde su punto de vista, seguir a Davis le permite erigirse en representante de la soberanía popular, rechazando el Brexit light propuesto por el gobierno May. Esto le ayudaría en una eventual campaña para convertirse en Primer Ministro.
Las consecuencias para el gobierno aún no están claras. Recordemos que se trata de un ejecutivo débil, apoyado por parlamentarios rebeldes (como los dimitidos), y unionistas irlandeses. Enfrente, la oposición laborista goza de creciente popularidad. Su incesante crítica a las políticas económicas del gobierno ha hecho mella en valores antaño considerados sagrados. Por ejemplo, la nacionalización de sectores estratégicos como los ferrocarriles o las eléctricas son hoy en día medidas extremadamente populares. Por supuesto Jeremy Corbyn, fuera del gobierno, se permite criticar unas negociaciones que serían complejas para cualquiera. Pero esto último no es una cuestión circunstancial: se trata de un problema estructural heredado del giro neoliberal del pasado siglo.
La despolitización neoliberal y la crisis del Estado en la raíz del Brexit
La figura de Thatcher es representativa de la derecha neoliberal, no solo en Reino Unido, sino también en medio mundo. Algo más desconocida, por otra parte, es la labor de consolidación de su legado en sucesivos gobiernos.
Bajo la doctrina de “el mercado siempre es mejor”, conservadores y laboristas se lanzaron a la aventura de privatizar, externalizar y, sobre todo, recortar y recortar. Las reformas que posibilitaron a empresas privadas realizar servicios públicos fueron obra de Tony Blair y Gordon Brown, ambos “socialdemócratas”. La progresiva reducción del Estado (como entidad física y como idea social) desembocó en la precarización de servicios como la sanidad. También se convirtió en un negocio para muchas empresas del “capitalismo de amiguetes” paraestatal, como la fallida Carillion.
El sociólogo de Goldsmiths Will Davies considera que el neoliberalismo, más que un proyecto político, es un movimiento antipolítico. Sus promotores consideran que el público en ocasiones toma decisiones peligrosas. La solución es promover los “cálculos económicos” (precios, eficiencia) para “desencantar la política a través de la economía”. Esto tiene dos consecuencias fundamentales.
La primera la estudió el mismo Davies. El vacío que provoca la invasión del mercado aumenta el atractivo de visiones identitarias de la sociedad. Tanto el fundamentalismo religioso como el nacionalismo asertivo pasan a ocupar el espacio de la movilización política. Esto es lo visto tanto con el Brexit como con Trump.
En segundo lugar, y no por ello menos importante, la relegación del Estado a un papel secundario provoca un cambio en la actitud de las élites gobernantes. No es que ya no entiendan cómo funciona el mundo, es que ni les interesa. La mediocridad de May, Johnson o Davies (o sus colegas en nuestro país y en Bruselas) yace en su creencia de que el mercado puede sustituir a la deliberación democrática. Enfrentados a un asunto eminentemente político (es decir, donde no existe un punto de referencia “económico” o “racional” externo), su voluntad se congela.
Paradójicamente pues, la energía invertida en erradicar la voluntad popular activó los sentimientos nacionalistas que desembocaron en el resultado a favor de abandonar la UE. Igualmente, la falta de atención a la gestión del Estado (entendida desde un punto de vista keynesiano clásico), dejan a Reino Unido prácticamente incapaz de gestionar una crisis constitucional de este calibre. Todavía es incierto lo que durará el gobierno actual, pero está claro que pasará a la historia como uno de los más incapaces en la historia parlamentaria de Reino Unido.