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Hace unos días saltó la noticia en esa publicación indefinible que se llama Jara y Sedal: un macho montés de características y belleza excepcionales, un ejemplar virtualmente único de Capra pyrenaica, había sido abatido en Losar de la Vera, Cáceres. Reconstruyendo el detalle de lo acontecido para poder entenderlo, empleo el andamiaje de mis propias palabras en redes sociales en el instante de conocerlo: estaba en Madrid un caballero, le avisaron de que habían visto un ser magnífico, un animal incomparable... Y lo dejó todo para ir a su encuentro.
Biodiversidad
A sangre y fuego: el impacto de la caza en España
Comienza la temporada de caza, una actividad que mueve más de 3.500 millones de euros anuales en España. En todo el Estado se expiden unas 800.000 licencias anuales y hay 332.000 federados, que disponen para su actividad de cerca del 80% del espacio natural.
Le llevaron el rifle hasta Ciudad Real (sí, le llevaron), allí lo recogió un orgánico (así llaman a los que te colocan exactamente frente el ser que quieras abatir; un poquito como en Los Santos Inocentes, pero actualizado) y luego, juntos asistente y osado aventurero, felizmente armado, fueron al exacto punto de la cara sur de Gredos donde este solo tuvo que echarse la culata a la cara y, a unos cómodos 250 metros, jugándose el todo por el todo, pegarle un tiro al infeliz objetivo, víctima de su esplendidez, reo de su propia existencia.
Se difundió rápidamente por las redes sociales la fotografía de la hazaña, así como su relato, imprescindibles para entender la motivación de las líneas que siguen, fruto también de la cascada de opiniones criticando el hecho y, cómo no, defendiéndolo. Intentaremos dar cuerpo y sentido, al menos, a una parte de todo lo suscitado.
Buscando la lógica, del rito a la razón
Entiendo que, para poner en su sitio todo esto, resulta fundamental encontrar qué andamiaje ético, argumental, sostiene la hipótesis moral del que dispara. Y subrayo: que dispara, no que caza. Porque esto se escapa a los parámetros cinegéticos: llega (en puridad, ni eso, porque lo llevan), apunta, aprieta el gatillo, mata e, inmediatamente, crea de ese acontecido un relato épico ―y público― a la estricta medida de su vanidad. ¿Por qué hacerlo cuando a tanta gente tanto le repugna? ¿Desde dónde se sustancia ese blindaje moral ante algo capaz de generar esa repugnancia de consenso tan amplio? ¿Sobre qué se sostiene todo esto? ¿A cuántas lógicas e intereses obedece? Es difícil de comprender y de desarrollo complejo.
Preocupante es que nuestra relación con la belleza y el medio natural, como especie y como civilización, esté mediada simultáneamente por elementos tan peligrosos como la lógica del beneficio y tan definitivos como la muerte
Porque complejo, y sobre todo preocupante, es que nuestra relación con la belleza y el medio natural, como especie y como civilización, esté mediada simultáneamente por elementos tan peligrosos como la lógica del beneficio y tan definitivos como la muerte. Parece que frente al análisis de la caza comercial se partiera, siempre, de puntos diferentes para llegar a lugares distintos y únicamente nos cruzáramos en el hecho incontestable de que alguien paga por matar y, luego, exhibir los restos del ser muerto.
Y pienso en todo esto, ahora, mientras eludo entrar a hablar de especismo y de derechos de los animales, de su inserción en nuestra cultura, de lo que recíprocamente nos significamos desde que nos cazamos, nos comemos o compartimos vidas; dejando para otra ocasión, a su vez, la pertinente reflexión sobre cómo entendemos nuestra relación con el mundo animal y todas las toxicidades que la rodean, incluso el debate sobre la atribución al mismo de nuestras condiciones, deseos y necesidades.
Preguntas para entendernos en sinceridad
No busco abrir juicios, deseo convocar preguntas. Quiero saber desde qué línea argumental observar este paisaje. Quiero saber de qué estamos hablando. Quiero saber si se está poniendo precio, coto, límite o medida a la vida y a la belleza desde la ley del mercado (detrás de todo esto hay, evidentemente dinero y lucro), para insertar mi relato en ese marco político; quiero, por lo mismo, saber si se hace desde la gramática de la generación de puestos de trabajo (dicen que así se combate el desempleo); quiero saber por qué ―paradójicamente― se apela al equilibrio ecológico, sosteniendo que estas prácticas mantienen sanas las poblaciones de ungulados salvajes, pasando de puntillas sobre el hecho de que estas ya disponen de mecanismos reguladores, naturales y autónomos, que se llaman lobos y que los mismos que hablan de indispensable ajuste poblacional pugnan, una y otra vez, con una fijación patética, por eliminar a tiros del territorio.
Y es que hasta a la piedad se ha invocado para argumentar ese lance, usando el argot cazador: que el ejemplar era viejo, que no tenía ya dientes, que hubiera muerto tirado en un barranco (despojado así, de la carga lírica que parece tener caer fulminado con una bala de alto calibre en el pecho), como si estuviéramos hablando de la necesaria eutanasia de un anciano desahuciado. Por eso, mientras me interrogo, observo que esta industria (también lo es, y a lo peor sobre todo es eso), permea demasiadas capas de lo que somos y de como sociedad nos organizamos, cubriéndose a la vez de un frágil chapado argumental que resiste con dificultad un acecho prudente de calma y escrutinio.
Hay quien desea matar, y como además le gusta hacerlo, para darle munición le cuelga, como los cartuchos en la canana, la pólvora del dinero y el beneficio, la bandera de la ruralidad, del equilibrio ecológico, hasta de la tradición
Quizás es que en la discusión exista una central falta de sinceridad, esa que jamás va a poder aflorar a causa de la crudeza de su revelación: hay quien desea matar, y como además le gusta hacerlo, para darle munición le cuelga, como los cartuchos en la canana, la pólvora del dinero y el beneficio, la bandera de la ruralidad, del equilibrio ecológico, hasta de la tradición. Todo confluyendo, además, en un final ejercicio de narcisismo y sonrisas al lado de un cadáver, cabezas cortadas, cuernos, trofeos. Mucho me temo que si mañana, aquí, la ley dejara matar osos, habría bofetadas por hacerlo, porque tenemos muchas cosas dentro sin resolver en relación al ejercicio de la fuerza, de la superioridad, de la autorrepresentación, del ego, del derramamiento de sangre. Aunque siempre podría preguntar de qué va el asunto, ahora que caigo, a nuestro monarca emérito, fijo histórico en todo tipo de lances venatorios de poco sudor y mucho presupuesto.
Caza
Prohibición de la caza en Monfragüe El lobby cazador se echa al monte
Quiero saber qué puede haber de gratificante en todo esto. Yo, el antropólogo viajero que ha cazado como cazan los niños, los muchachos, hasta que dejó radicalmente de hacerlo; yo, de una casa con cinco escopetas, que sé lo que es el rececho, que he ojeado, que recuerdo como se recuerda a un buen amigo a los queridos perros de caza de mi familia, que he salido al monte a cazar con mi padre, con mi abuelo, como ellos salieron con los suyos; yo que tengo mi propia historia íntima con fotografías de bebé rodeado de conejos... Necesito una luz para iluminar, para conocer el esqueleto argumental y ético (eludo los matices del término moral) de algo como lo que nos ocupa. Y busco la explicación en la funcionalidad (a qué engranaje de nuestras estructuras de dominación le resulta funcional), en la tradición (que, cabe recordar, no es de granito eterno), hasta en la legalidad. Porque sí, claro que sabemos que todo ha sido legal, faltaría más, así que no le falta de nada a todo esto, ni el sempiterno debate entre legalidad y legitimidad.
El recurso al victimismo, a la ruralidad, a la tradición
Conviene evitar, también, la trampa victimista argumentada desde el sector cinegético, esa comunidad ideal acosada por ecologistas y animalistas, por flojos de ciudad, sangre licuada de las esencias patrias de nuestro terruño en permanente duelo. Siempre quejándose, pero manteniendo como área de aprovechamiento cinegético el 80% del país. Siempre en guardia, pero sin reflexionar en profundidad acerca de por qué ha bajado el número de licencias un 30% desde 2005, cuando llegó a haber 1.069.800, para pasar a las 743.600 de 2019 (antes del COVID, por si acaso alguien quiere introducir en el debate ese sesgo), todo ello según fuentes del Ministerio para la Transición Ecológica (MITECO).
¿Y qué decir de ese permanente secuestro y abuso de la ruralidad desde los defensores de la caza? Como si el medio rural peninsular fuera un único mundo, triste, vaciado, sin líneas de contradicción, incapaz de generar, sujeto pasivo de todo, cazador y nada más que cazador... Pensar así sí es puro pensamiento urbanita. El campo es mucho más respetable y complejo, no es ni Far-West ebrio de disparos ni arcadia acosada. Los intereses económicos tras la industria cinegética no aparcan el tractor por la tardes, habitan en las ciudades, responden a un imaginario fundamentalmente urbano de espacios naturales a explotar, a exprimir.
Los intereses económicos tras la industria cinegética no aparcan el tractor por la tardes, habitan en las ciudades, responden a un imaginario fundamentalmente urbano de espacios naturales a explotar, a exprimir
Tampoco la tradición sirve como elemento de explicación ni de diagnóstico. Las tradiciones nacen y mueren, a veces delante de nuestros ojos, se crean y recrean conforme a intereses materiales, incluso de clase; la cultura muta, evoluciona, se transforma hasta no reconocerse en el pasado. No somos las sociedades que fuimos, no tenemos el mismo medio natural, no son las reciprocidades entre ambos las mismas, y hay que pensar desde ahí, no desde la espuma, y espuma es remontarse a una de nuestras condiciones civilizatorias para considerarla la única. Fuimos cazadores y recolectores, y también después mucho más que todo eso. Y es que, aunque cacemos, ya no nos comemos (no juzgo a quienes lo hicieron), nos esclavizamos mucho menos, no robamos los niños ni las mujeres jóvenes a los clanes vecinos; aunque todavía nos matemos, cada vez más y mejor, como si siempre quedara por dar el más definitivo de los pasos.
Igual es que, en rigor, hablamos aquí de una cierta genética del poder. Hablamos de fuerza, de violencia y de su monopolio. Hablamos de la banalización de la pulsión de matar, y de hacerlo para satisfacer no un estómago vacío, sino un pretendido instinto y, a la vez, una lógica de beneficio y mercado constantemente sobrevolada por el ánimo último, expreso, de acabar con una vida. Llegar, disparar, cobrar, exhibir, pagar. Sangre, lucro, narcisismo. ¿Me quiere explicar alguien dónde se ubica aquí el verbo cazar? ¿O es que es esto lo que ha terminado por ser? ¿Es ahora algo distinto?
No creo que debamos pedir al mundo de la caza (dentro del que, también, es justo reconocer que hay espacios distintos y diferentes rangos de análisis) que transmute en Dersu Uzala en la taiga, filosofando sobre la naturaleza, la existencia y el equilibrio mientras abate gansos para comerlos, pero sí cabe exigir, al menos, en quien se arroga derechos sobre la vida y la muerte, un mínimo de pudor y de decencia, no un permanente insulto a la inteligencia de quien pone en cuestión el frágil entramado exculpatorio, lastimero, de todo lo que habita tras la foto de un hermoso animal definitivamente muerto.
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Me encantó el artículo, muchas gracias, de alguien que sufre la caza (y sus desmanes) todos los fines de semana en época de veda.
Fantástico artículo. Me he sentido concernido en la reflexión que propone el autor. Igual que él viví la caza en el entorno rural extremeño hace mucho tiempo. Y también siento ajeno, sucio, feo, el hecho que relata.
Un par de semanas después un incendio arrasaba cientos de hectáreas de bosque en pleno diciembre en la misma comarca. Un incendio sin duda provocado y premeditado para hacer el mayor daño posible: a última hora de la tarde para impedir el trabajo de los medios aéreos, en lugar inaccesible, con fuerte viento y previsión de viento durante muchas horas más. A nadie en la zona se le escapa que los que provocan los muchos incendios que hemos tenido en la comarca responden a intereses cinegéticos o intereses ganaderos... y ganado cada vez hay menos.