Deportes
Una raqueta por convicción

Fueron las primeras profesionales de un deporte ligado a los hombres y a la apuesta. Mujeres adelantadas a su tiempo que se emanciparon con cada rebote de la pelota contra el frontón. Deportistas consideradas artistas, madres y mujeres, que tuvieron que luchar por defender su espacio fuera del molde que se les presuponía. Pioneras feministas que ocultaban lo que hacían. Hoy la historia de las raquetistas, “viejas chicas de otra época”, como las denominó Francisco Umbral, es su propio relato.  

“Bene”, Josefina González, en un cuadro del frontón Valencia en 1948
“Bene”, Josefina González, en un cuadro del frontón Valencia en 1948. Foto cortesía de la exraquetista.
16 may 2020 06:00

“¿Quiénes son las raquetistas?”, le preguntó la periodista Elene Lizarralde en relación a ese grupo de amigas con las que su madre se iba a tomar café. Le interesó tanto lo que le contó que les preguntó, les escuchó y les grabó para conservar su voz, su testimonio. Todas ellas acabaron por construir un personaje en su novela El silencio de Clara Lyndon, publicada por Ediciones B. “Escribiendo este libro es como pensé que mejor podía dar a conocer a las raquetistas”, dice la autora donostiarra.

Quien las puso a jugar profesionalmente en 1917 fue Ildefonso Anabitarte, un expelotari puntista convertido en empresario y promotor de frontones de señoritas: Cedaceros, Paraíso, Moderno, Nuevo Frontón, Madrid, Rosales y Playa. Locales de pelota cubiertos, con palcos, gradas y restaurantes, denominados popularmente “chiquis”, por sus reducidas dimensiones (25 metros de largo), o “bomboneras”, porque en ellos jugaban mujeres guapas. “Los hombres iban al frontón a apostar y a ver chicas. Teníamos que salir a jugar muy arregladitas”, cuenta la exraquetista María Elena Hernández (72 años), mientras pone un poco de orden en la mesa de la cafetería en la que ella y otras tres exraquetistas atienden a El Salto.

Las exraquetistas, juntas de nuevo
Las exraquetistas Josefina González (90 años, de Mérida), María Elena Hernández (72, de Veracruz, México), Mercedes Castro (73, de Madrid) e Isabel Rodríguez (68, de Salamanca). Felipe Hernández

Antes de jugar en los frontones las chicas aprendían el juego de la raqueta en las escuelas del País Vasco que abrió el propio Anabitarte. Una vez formadas se las llevaba a Madrid y a Barcelona para que demostrasen su valía. La garantía de protección y seguridad que les daba a los padres de las chicas es que, las que no iban acompañadas, vivirían juntas en pisos de huéspedes con una persona a su cargo. De por medio había un negocio laboral, que teniendo en cuenta la situación que había en la España pre y pos Guerra Civil, resultaba una buena salida profesional y económica para las chicas y sus familias.

Las jugadoras vascas, que eran mayoría pero no las únicas, usaban como nombre artístico su apellido o lugar de origen: “Garate”, “La Eibarresa”, “Txikita de Anoeta”, considerada, esta última, la mejor raquetista de la historia. El resto tenían un pseudónimo: “María Elena”, “Merche”.

Para que el espectáculo fuese vistoso se jugaba con una pelota maciza de cuero, que alcanzaba una gran velocidad al golpearla con una raqueta más robusta y larga que la de tenis y con el aro más estrecho. Para protegerse, las raquetistas contaban con sus reflejos y una visión panorámica. “Ahora es cuando me doy cuenta del riesgo que corríamos”, dice la veterana exraquetista Josefina González (90 años), conocida como “Bene”, a quien sus compañeras no pierden atención en todo el tiempo que dura la charla en el Café Comercial de Madrid. 

Los pelotazos no eran los únicos peligros que tenían que esquivar las raquetistas. Lo que estas mujeres hacían en los frontones fue tachado de escándalo por parte de la sociedad conservadora y la Iglesia

Los pelotazos no eran los únicos peligros que tenían que esquivar las raquetistas. Lo que estas mujeres hacían en los frontones fue tachado de escándalo por parte de la sociedad conservadora y la Iglesia. De ahí que muchas de ellas ocultasen a sus familias su pasado en los frontones.

Una raquetista comenzaba a jugar con poco más de 10 años y se retiraba al casarse y quedarse embarazada. Josefina alternó años jugando con otros sin hacerlo. “Mi marido —que era pelotari— se fue a México y me dijo que yo de jugar nada”, cuenta.

Con el paso del tiempo la situación cambió para las raquetistas. María Elena lo hizo estando casada y con un hijo y Mercedes Castro López (73 años, conocida como “Merche”) jugó hasta su quinto mes de embarazo. Años antes, el General Moscardó consideró que la práctica de este deporte afectaba a la capacidad reproductora de la mujer. Patinó.

En los años 40 una raquetista promedio cobraba entre 300 y 400 pesetas al mes. En los 60, la media era entre las 2.500 y 3.000 pesetas

Estas mujeres, esposas y madres tenían un salario el doble, triple o hasta más de lo que se pagaba por hacer otros trabajos convencionales. Esto les hizo alcanzar una independencia económica que no era la norma por aquel entonces. En la década de los años 40 una raquetista promedio cobraba entre 300 y 400 pesetas al mes. En los 60, la media era entre las 2.500 y 3.000 pesetas, si era una figura la cifra ascendía hasta las 5.000. En México y en Cuba el sueldo era mayor, 350 dólares, lo que al cambio eran unas 15.000 pesetas. En el caso de una estrella la cifra se doblaba. “A diferencia del resto de mujeres, nosotras trabajábamos fuera del hogar. Éramos especiales”, explica María Elena, quien vino a jugar a Madrid en 1972 procedente del frontón Metropolitano de México D.F.

Las raquetistas eran deportistas que se acogieron al régimen laboral de las artistas. Los frontones las contrataban por equis partidos o funciones. Lo habitual era que se jugasen dos o tres partidos al día durante la semana, en sesión de tarde y noche, con un día de descanso que coincidía con el periodo menstrual. Con base a su nivel y liderazgo se establecía su cotización. Tenían dos sueldos: un fijo al mes más las quinielas.

Un partido en el que jugaban seis raquetistas entre ellas y ganaba la que primero hiciese cinco puntos. El fin del juego de las raquetistas era que el público disfrutase de un espectáculo en el que podía apostar por la pareja ganadora (a 30 puntos). Todas vestían falda y blusa blanca, para diferenciarlas lucían una banda roja o azul en la cintura.

Los asistentes a los frontones eran una amalgama de gente con dinero, militares, artistas, abogados, médicos y otros pelotaris

Los asistentes a los frontones eran una amalgama de gente con dinero, militares, artistas, abogados, médicos y otros pelotaris. Cuando perdían, los hombres desde la grada les increpaban y les decían que se fueran a fregar, planchar o a coser. Más tarde, no era raro que el mismo que les había chillado improperios les invitase a tomar algo. “Al ir siempre acompañadas nadie nos podía proponer nada deshonesto”, dice riéndose María Elena, cuando recuerda su época de raquetista soltera.

Las exraquetistas recuerdan viejos tiempos en el frontón
Las exraquetistas recuerdan viejos tiempos en el frontón. Felipe Hernández

La algarabía de los frontones era silencio fuera de ellos. Más allá del círculo de fieles, el juego de la raqueta era desconocido. La disciplina vivió su época dorada entre 1935 y 1946, año en el que se adoptaron medidas administrativas con el objetivo de paralizar la actividad. La prohibición de conceder nuevas licencias hizo que los cuadros de raquetistas no se renovasen, por lo que no tenía sentido abrir nuevos frontones. Al ser un negocio que daba de comer a mucha gente, el sector hizo fuerza y se puedo continuar con el espectáculo. Aunque no se llegó a impedir su decadencia. La irrupción de otros deportes y el bingo hicieron que el juego de la raqueta perdiera rentabilidad.  

En el verano de 1980 los frontones de señoritas cerraron y las raquetistas, obligadas y tristes, tuvieron que dejar de jugar. Aquellas paredes, para algunas de ellas, durante veinte años fueron su segunda casa. “Yo todavía muchas noches sueño que estoy jugando”, confiesa la exraquetista Isabel Rodríguez (68 años), conocida como Chiquita de Ledesma. A partir de ese momento cada una de ellas se dedicó al trabajo en el que se había formado mientras fue raquetista. Peluqueras, secretarias, algunas abrieron su propio negocio, una farmacia, un videoclub y otras se hicieron cargo de las labores domésticas de su casa. 

Bene, María Elena, Merche y Chiquita de Ledesma han pasado de golpear con sus raquetas a la pelota contra el frontis a recordarlo sentadas en un banco de la estación de Atocha, mientras contemplan y enseñan a El Salto sus fotos descoloridas de hace más de cuarenta años.

Agradecimientos
A Fernando Larumbe y José María Urrutia, dos amantes del juego de pelota que se han propuesto rescatar este deporte y evitar que caiga en el olvido. A Ignacio Ramos, autor del libro Frontones madrileños, publicado por Ediciones La Librería. A la periodista y escritora Elene Lizarralde por compartir los entresijos que han dado forma a su novela, El silencio de Clara Lyndon, y quien me puso en contacto con las protagonistas de esta historia; las exraquetistas Josefina González (90 años, de Mérida), María Elena Hernández (72 años, de Veracruz, México), Mercedes Castro (73 años, de Madrid) e Isabel Rodríguez (68, de Salamanca). Hay muchas más raquetistas, Ainhoa Palomo y Jon Juanes, fundadores de la Asociación Raketistak, trabajan para hacer una base de datos con todas ellas

 


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#60711
16/5/2020 10:37

Como cambian los tiempos, cuando ellas lucharon para poder ir con faldas cortas y se las trataba de indecentes y actualmente se quiere prohibir por una parte del feminismo eso precisamente pero defendiendo que es porque lo impone el patriarcado...que poco saben de feminismo las iluminadas

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