Economía
En memoria de Herbert Gintis: la relación laboral

Este artículo pretende rememorar el trabajo de Herbert Gintis, y más concretamente su interpretación de la naturaleza de la relación laboral en el marco de la economía capitalista.
Huelga General Motors 1
Sindicalistas y trabajadores del UAW (United Automobile Workers) se concentran en la factoría de General Motors en Flint, Michigan. Foto: Sean Marshall
Economistas sin Fronteras y Plataforma por la Democracia Económica
31 ene 2023 07:00

Herbert Gintis falleció el pasado 5 de enero, a la edad de 82 años (había nacido en 1940). Exponente destacado del pensamiento económico crítico estadounidense y uno de los principales impulsores de la llamada “economía radical” de ese país,  fue autor de aportaciones analíticas muy relevantes en el campo del pensamiento marxista, pero también en otros como la economía laboral, la economía del bienestar o la sociología de la educación. Ámbitos todos en los que ha realizado contribuciones decisivas a un mejor conocimiento del carácter de la economía y de la sociedad de nuestro tiempo.

No obstante, esta nota se limita a rememorar una muy concreta: su interpretación de la naturaleza de la relación laboral en el marco de la economía capitalista, desarrollada en un largo artículo de 1976 (“The nature of labor exchange and the theory of capitalist production”, Review of Radical Political Economy), que yo conocí en un espléndido libro de J. M. Vegara ('Lecturas sobre Economía Política marxista contemporánea', editorial Antoni Bosch, Barcelona, 1982). Un artículo que me parece esencial en el cuestionamiento de la concepción que tiene la teoría económica dominante (de raíz neoclásica) de dicha relación y de la propia naturaleza de la empresa.

Para la versión más avanzada de esta concepción, la empresa es un simple nexo de contratos en el que todos los partícipes -todos los aportadores de recursos: accionistas, trabajadores, proveedores, clientes...- mantienen un contrato -explícito o implícito- con la entidad. En ese contrato se regulan los precios que corresponden a la aportación y los restantes derechos y obligaciones de cada partícipe (con la excepción, fundamental en este planteamiento, de los accionistas, que supuestamente tendrían contratos esencialmente incompletos que no fijan la contraprestación de su aportación, de lo que derivaría su supuesto derecho a monopolizar el gobierno de la empresa).

De manera que todas las aportaciones tienen un carácter eminentemente mercantil. También la que realizan los trabajadores, que no serían sino un tipo específico de proveedores, suministradores de una mercancía (el trabajo) en base a un contrato básicamente similar al de los restantes proveedores, que tanto la empresa como ellos están legalmente obligados a cumplir y en el que no hay más autoridad que la ley, porque la empresa no es más que la otra parte contratante.

Para la teoría económica neoclásica, la relación laboral pertenece solo a la esfera del intercambio, y es el mercado el que fija las condiciones de dicho contrato.

De esta forma, se considera que la relación laboral pertenece solo a la esfera del intercambio y que es el mercado -la oferta y la demanda- el que fija las condiciones de dicho contrato en el punto en el que se equilibran libremente las pretensiones de ambas partes, que actúan como maximizadoras mecánicas, unilaterales e independientes de sus deseos (beneficio, por una parte, y salario y condiciones de trabajo, por otra). Todo ello en un proceso negociador presuntamente libre que -si el mercado es también libre y la competencia perfecta- conduciría a una situación de eficiencia óptima. Un contexto en el que la empresa sería solo el espacio socialmente neutro en el que se realizan esas transacciones puramente mercantiles.

Frente a esta visión, de nula coherencia con la realidad, Gintis recuerda ante todo que la interpretación marxiana es radicalmente diferente. Al contrario de lo que sucede en la contratación de un servicio determinado (que sí es una contratación puramente mercantil), el trabajo no es una mercancía, sino que la mercancía que es intercambiada en la relación laboral es la fuerza de trabajo: “una mercancía -puntualiza Gintis- cuyos atributos materiales incluyen la capacidad de realizar ciertos tipos de actividad productiva con determinadas intensidades”. Intensidades que dependen no solo del trabajador, sino también de la habilidad del capitalista para explotarlas por encima del mínimo legal que exige el contrato laboral (que, frente a lo que sostiene la teoría neoclásica, dista de ser un contrato completo, existiendo considerables márgenes de materialización, cuya concreción depende en buena medida del poder de cada parte contratante).

En el contrato de trabajo, según Gintis, existen considerables márgenes de materialización, cuya concreción depende en buena medida del poder de cada parte contratante.

En ello radica la diferencia básica del contrato laboral frente al de servicios: que los resultados de la ejecución del primero no están sometidos únicamente al imperativo legal, sino también a su asimetría; a la autoridad del capital (que en nuestro sistema social se considera implícita en la relación laboral) para imponer comportamientos que exceden a lo que la ley exige. “El poder (del capital) -apostilla Gintis- debe ser usado para obtener el comportamiento del trabajador no garantizado por el intercambio del trabajo (las obligaciones contractuales)”.

Por eso, el excedente -la plusvalía- que el capital consigue en el proceso productivo -y en buena medida, el beneficio- deriva decisivamente -aunque no exclusivamente- de esa habilidad, pero también de la capacidad de los trabajadores y de las trabajadoras para resistirse a ella. Y por eso también -sigue recordando Gintis, siempre en la estela de Marx- “...las categorías básicas de beneficios y salarios no pueden ser entendidas al margen de las relaciones sociales entre capitalistas y trabajadores en el proceso de producción mismo”.  La empresa, de esta forma, pierde la idílica neutralidad pretendida por la concepción neoclásica, para configurarse como un espacio de confrontación entre la necesidad del capital de imponer las condiciones de trabajo óptimas para sus objetivos y la capacidad del trabajo para resistirse a ello: un espacio de inevitable lucha de clases.

Hasta aquí Marx. No obstante, él no desarrolló con concreción la forma en que se produce ese proceso de extracción y apropiación de plusvalía en el seno de la empresa. Explicarlo con más detalle constituye el objetivo central del artículo de Gintis, en el que expone contundentemente cómo obedece a esa finalidad la forma en que el capital modela la organización del trabajo en la empresa: la estructura ocupacional, la escala salarial, la jerarquízación de las decisiones, el sistema de selección del personal, los criterios de evaluación del desempeño y de promoción y penalización, los grados de centralización, parcelación y autonomía del trabajo, etc.

Una organización del trabajo que no está presidida -como pretende la visión ortodoxa de la empresa-  por requisitos de eficiencia (a los que presuntamente conduciría ineludiblemente el libre mercado), sino por el objetivo mucho más consciente de maximizar el beneficio, que en buena parte se basa en reducir todo lo posible la resistencia del trabajo a la autoridad del capital, para lo que resulta fundamental intensificar el control que este ejerce sobre el trabajo y su capacidad de condicionamiento de los comportamientos y las actitudes de los trabajadores.

Así, el proceso productivo no es solo un proceso de producción de bienes y servicios, sino paralelamente un proceso de producción del tipo de persona trabajadora (de su conciencia laboral) apropiada para los beneficios presentes y futuros del capital (que no tienen por qué coincidir con los de la empresa, de la que el capital es solo un componente). Y en esa medida, también un proceso por el que se reproduce la hegemonía del capital en la empresa.

El proceso productivo no es solo un proceso de producción de bienes y servicios, sino paralelamente un proceso de producción del tipo de persona trabajadora apropiada para los beneficios del capital.

Por eso es fundamental para el éxito de tal propósito la influencia que el capital despliega para ello y su capacidad de legitimación para hacerlo, como Gintis expone detenidamente en el artículo en cuestión. Algo, por otra parte, que -al contrario de lo que postula la concepción ortodoxa- se contrapone con la óptima gestión empresarial, en la medida en que resulta incompatible con la búsqueda de eficiencia: “la maximización del beneficio supone un alejamiento de la eficiencia paretiana que puede ser solo entendido en términos de análisis de clase”.

La mayor contribución del artículo de Gintis radica, por tanto, en que permite entender mejor cómo se produce en la práctica ese proceso, dando cuenta detenida de la forma en que el capital modela la organización del trabajo y la relación laboral de acuerdo con sus intereses e imponiendo unas condiciones que trascienden la simple exigencia legal derivada del contrato laboral para conseguir del trabajo un rendimiento del que se apropia.

Gintis no avanza más en su artículo. No obstante, me parece que tiene un interés adicional, en la medida en que da pie a consideraciones que, en mi opinión, pueden apuntar incluso a la reconsideración de algunos aspectos básicos en la teoría del valor-trabajo de Marx (que, por muy relevante que se considere, no debería aceptarse como un dogma).

Recordemos, en este sentido, que Marx -para combatir las consideraciones de los economistas clásicos en el ámbito teórico en que estos las formularon- planteó su análisis también en una situación puramente teórica de libre mercado perfecto, en el que cada mercancía se intercambiaba por su estricto valor de cambio. Una situación que afectaba también a la fuerza de trabajo, que era vendida por los trabajadores y adquirida por los capitalistas a su valor real (que para Marx era equivalente al coste de su subsistencia), lo que le permitió deducir que la generación de plusvalía se producía inexorablemente incluso en esas circunstancias, sin que fuese necesario para ello una remuneración por debajo de su valor, porque el capital era capaz de utilizar en la producción la fuerza de trabajo adquirida para la generación de un valor superior, no remunerado, apropiándose de la diferencia.

En este sentido, creo que ese poder diferencial del capital, que Gintis explica con detalle, revela la imposibilidad -incluso teórica- de la situación de cambio equitativo en el que Marx planteó su análisis, que no depende -como Marx expuso- solo de la adquisición de la fuerza de trabajo por su valor de cambio real (su coste de subsistencia). Ese poder refleja una desigualdad inexorable en la relación laboral.

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El propio Marx, de hecho, señaló que en esa relación laboral se enfrentan dos derechos: “y entre derechos iguales y contrarios, decide la fuerza” (El Capital, libro primero, capítulo VIII). Una fuerza desigual que no es viable en una situación de mercado perfectamente equitativo y libre (que exige una absoluta igualdad de condiciones). Ese mercado perfecto solo posible en el mundo de las ideas, no sería compatible con la generación de plusvalía y con su apropiación por el capital. Por lo que la concepción de Marx de la plusvalía solo sería factible en situaciones de intercambio desigual, que es lo que interpretaron algunos socialistas utópicos, cosechando por ello una muy dura crítica de Marx.

Sea como fuere, la pretensión de esta nota es solo destacar la claridad y la consistencia con las que Gintis diseccionó la relación laboral. Algo que -junto a sus muchos otros méritos- merece no caer en el saco del olvido. Descanse en paz.

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