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Ecologismo
Transeúntes
Yurena caminaba por el jable borrando sus propias huellas con una hoja de palma. Se la ató a la cinturita con cuerda de esparto en un ingenio infantil que ni yo ni su padre pudimos entonces entender. A nosotros nos divertía, la amábamos desde aquella laja perdida en el sur mientras Chaxiraxi daba pataditas en mis entrañas. El sol se ponía sobre la llanura del mar, distorsionando sus haces de luz entre las petroleras impertérritas. Insultantes torres de la modernidad.
- Mamá – dijo ella con una sonrisa en los labios – mira la nube qué rara.
Intenté aguzar la vista, la nube vibraba sobre el océano.
- ¡Hostia! - gritó Alberto – Me acaba de chocar un cigarrón en la cara, ¡fuerte asco!
Las nubes de langostas solían causar estragos en Canarias y matar de hambre a nuestros abuelos. Ellos se afanaban para expulsarlas, golpeando tambores, rogando a las vírgenes e incluso sacando a las calles a las milicias. Tengo un recuerdo borroso de ver un ídolo guanche con forma de cigarrón, ese animal tiene un tinte místico que se refleja en la indiferencia de sus ojos de cristal.
- Se van… - expresó la voz temblorosa de mi criatura apenas unos segundos antes de que una luz tremebunda nos dejara ciegos. Luego llegó el viento, el fuego y la furia. Desperté enterrada en la arena, vomité jable durante varios minutos, me arrastré, gemí, busqué a mi familia y la hallé.
Tres años después la Historia, la Historia con mayúsculas, había terminado. Los barcos dejaron de llegar en los primeros meses, sus pecios se hundían en el puerto ante la mirada impasible de los cangrejos morunos. Me subí a lomos de un petrolero reventado.
- Ven, Chaxi, vamos a ver la puesta de Sol.
- ¿Qué es eso que se ve allí?
- Eso es La Palma, allí viven los palmeros.
- ¿Y eso otro?
- La sombra de los acantilados, que se proyecta sobre la niebla.
Los edificios se habían reacondicionado durante los últimos meses, lo habíamos decidido así en la asamblea de vecinos porque era más sencillo refrescarlos reestructurándolos que buscar nuevas fuentes de energía. Instalamos aerogeneradores en cada edificio, el ingenio despertó y supimos aprovechar hasta el más mínimo urbanismo.
- Mamá, cuando Yurena vuelva de la escuela quiero ir al interior.
- Tenemos que ir de todos modos, hoy hay ceremonia.
El pepinazo nuclear o, mejor dicho, los pepinazos nucleares, terminaron de resquebrajar un antiguo mundo donde la idolatría a un racionalismo parcial había llevado a la especie al borde de la extinción. Los átomos que se rompieron en cadena también prendieron fuego a nuestras ideas, que saltaron por los aires como una traca de pueblo. Esto es muy abstracto y una justificación penosa para nuestro mayor problema actual: mis hijas son dos diosas vivientes.
- Chaxiraxi defiende que debemos volver a surcar los mares – dijo Bencomo, el sintetizador de la asamblea.
- Eso es peligroso, no me gusta – sentenció Yurena.
En aquella enorme casa de piedra seca el fuego del hogar hacía de las sombras de los ídolos bailarinas atrevidas. Yo masticaba con paciencia yoyas y bebía chaserquén a buchitos.
- No te gusta… ¿por qué? ¿Tal vez porque desestabilizaría nuestra sociedad igualitarista con diferencias en la obtención de energía?
Mi hija se hurgaba la nariz, miraba al suelo distraída y asentía con la cabeza. Tenía solo ocho años, pero había servido como catalizador de todos los problemas de media isla. Al principio el sacerdote mayor de nuestra nueva religión las había elegido como profetisas de un futuro sin malicia, donde la bondad innata de la infancia debía contagiarse a los que habíamos conocido el viejo mundo de la degradación. Sin embargo, el caos de dejar a dos niñas de, en ese momento, cinco y nueve años elegir el destino de miles de personas nos llevó a “influenciar” su opinión con un intermediario, el sintetizador, que recogía y explicaba al resto de los mortales su opinión inmaculada.
- ¿Cuándo dices que te da miedo la sombra del ídolo de Tara quieres expresar que debemos acondicionar bioclimáticamente nuestros hogares sureños y aprovechar los terrenos limosos del norte?
Aparte de ese pequeño detalle, que hace tres años me habría parecido una locura, la isla parecía tomar otro cariz al margen del desastre nuclear. De vez en cuando llegaba alguna chalana cargada de hombres pálidos del norte. No podíamos expulsarlos como ellos habían hecho con los africanos hacía no tanto tiempo, pero sí que los redirigíamos al ya floreciente Tremecén. La república vecina aprovechaba su sol constante para producir, almacenar, y vender energía a una destruida Europa. Me pregunto qué habría ocurrido si el egoísmo de la Unión Schengen hubiera seguido en pie.
- Llevamos navegando varias semanas a la deriva, no somos ni la mitad de los que salimos del puerto – nos decía en improvisado español un hombre rubio de piel quemada – el océano está lleno de piratas crueles.
- Pueden quedarse todo el tiempo que necesiten, pero la isla tiene un límite muy concreto. El continente, sin embargo, necesita brazos para reconstruir el cable Xlinks.
Ese vestigio del pasado era ahora propiedad de la Confederación Norteafricana, pero servía para enviar la energía sobrante del continente a lugares más fríos del norte. En origen había sido un enorme cable submarino que permitía al Estado británico expoliar la energía limpia generada en Marruecos, pero ahora era un nuevo símbolo de fraternidad. La república de Tiznit reabría la obra faraónica como un enorme arcoíris de la alianza entre seres humanos.
- Iglesia Biófila – explicaba el sacerdote a aquel confundido forastero – estábamos perdidos, pero gracias a Gaia un trueno de luz alumbró el nuevo camino.
Aquel maltratado viajero frunció el ceño y le habría aflojado un guantazo si no fuera porque varios de nosotros conseguimos detenerle.
- ¿Trueno iluminador, maldito cínico? Ese trueno iluminador mató a mi familia y destruyó la civilización.
Le calmamos, le ofrecimos lo que teníamos asignado para transeúntes e intentamos razonar con él.
- Es triste lo que ha ocurrido en el mundo, pero la destrucción nuclear no acabó con la civilización: “donde nace el egoísmo muere la civilización”.
Ese era el lema de la Iglesia Biófila, a él nos habíamos aferrado cuando el hambre arrasó con nuestras tierras, cuando el petróleo subvencionado dejó de llegar, cuando la papa inglesa se pudrió en las despensas, cuando los periódicos del antiguo mundo fueron devorados por la polilla…
Chaxiraxi abrazó a aquel vagabundo desorientado y hambriento. Yurena, más fría y desconfiada, prefirió mantenerse al margen. Una procesión de canarios le acompañó a la meseta que forma La Laguna y le animó a ascender la Vega Lagunera. Desde allí se podía ver cómo la laurisilva volvía a colonizar el valle que forma Tegueste y las ricas tierras de Tejina y Bajamar. De cuando en cuando la uniformidad verde se rompía con pequeños terrenos aislados, nuestro transeúnte no pudo evitar preguntar por ellos.
- Cultivamos así, primero, por necesidad, pero ahora nos hemos dado cuenta de que la maleza y la biodiversidad evita la propagación de plagas. Fuimos estúpidos destruyendo el bosque para plantar más y más, cuando lo que necesitábamos era que la cosecha saliera adelante.
- Nunca pude imaginar que la agricultura pudiera ser un problema.
- No lo es si se gestiona de forma respetuosa. Lo mismo puede decirse de los animales – el europeo sonrió.
- Pensé que erais una tribu de vegetarianos.
- Muchos de ellos lo son, pero el consumo de carne y derivados de los animales del antiguo mundo era desmesurado, contaminaba la tierra y el agua.
Nuestro invitado se sorprendió mucho cuando vio las atarjeas cavadas en la roca y nos preguntó por el agua. Le explicamos que antes había sido privada, tanto en su gestión como en su comercialización, pero los dueños dejaron de poseerlas cuando la comunidad las reclamó para el cultivo.
- ¿No hubo problemas?
- Claro que los hubo, siempre los hay, de hecho, hace unos minutos tú mismo estuviste a punto de llegar a las manos con un sacerdote. Ahora estamos consiguiendo prosperar, pero nos han asolado el hambre y los conflictos. Simplemente los solucionamos con el diálogo y el compromiso.
- Bien, pero ¿basta con eso? No acabo de creérmelo.
Chaxiraxi sonrió, asió su mano y le subió a una gran roca. Aquel hombre casi se desmaya al ver los riscales al otro lado. Gritó, gimió, rogó que lo bajaran de allí, pero mi hija tenía algo que decirle.
- Si yo te dijera que me dieras tu reloj ahora a cambio de bajarte de ahí, ¿lo harías?
El transeúnte se cruzó de brazos en gesto enfadado, pero su propia brusquedad le desequilibró y estuvo a punto de caer.
- ¿Lo harías?
- ¡Joder, estáis locos! ¡Claro, toma mi reloj, pequeña ladrona!
Le ayudamos a bajar de allí – es un recuerdo de mi esposa – musitó, y Chaxi se lo devolvió.
- Cualquier posesión, incluso la más preciada, pierde todo valor cuando se muere y no se puede disfrutar de ella. Eso ocurrió con los dueños y señores del mundo cuando sintieron el hambre en sus tripas – aclaró el sacerdote.
Pasados unos meses el transeúnte decidió seguir su viaje al sur, que era ahora el nuevo norte. Reflotamos con ayuda de los emigrados uno de los pecios del puerto, lo arreglamos decentemente y les proveímos de alimento y agua. Les dijimos que esperaran al verano, porque el Atlántico invernal es una bestia furiosa, y así hicieron.
- ¿Nos recibirán bien en las repúblicas africanas?
- Eso espero, nosotros no tenemos muchas noticias de cómo siguen las cosas por allí – noté algo de disgusto en su cara – pero algo me dice que sí – le dije, sonriente.
Esa noche se celebró una enorme asamblea en el puerto, algo atípico, ya que se solían hacer en el interior. Mis hijas bailaron y discutieron, los vecinos sembraron y comieron, tallamos madera y cocimos arcilla junto con nuestros transeúntes. Cuando el dulzor del chaserquén nos embriagaba vimos, de nuevo, un resplandor conmovedor en el horizonte.
Chaxiraxi se sube en el pecio de un antiguo petrolero, como todas las mañanas. Ya no es una profetisa ni una diosa, todo eso quedó atrás. Su hermana capitanea la isla y todos los edificios de la capital cuentan ya con resplandecientes placas solares. Un barco, funcionando también a base de energía fotovoltaica, atraca en el puerto. Ella remoja sus pies en la quilla, espantando a las cabrillas que se revuelcan en el musgo.
- ¿Crees que aún quedan ojivas nucleares? - le pregunta, a sus espaldas, Yurena.
- No, esa era la última.
- Espero que sí, no podemos reconstruirnos continuamente.
Chaxiraxi sonríe. Sonríe a pesar de todo y espero que no deje de sonreír nunca, aunque yo no pueda verlo. No responde a su hermana, hay cosas que no se pueden responder.
A lo lejos llegan dos chalanas, ambas cargadas con nuevos transeúntes para estas Islas de la Fortuna.