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La caída de Lehman Brothers en Estados Unidos transformó la economía, la política y las sociedades a lo largo y ancho de todo el planeta. 2009 pasó a ser desde entonces un kilómetro cero, la referencia para medir cómo se ha plasmado el derrumbe financiero en las cuentas nacionales. El resultado, en el nivel más optimista posible, es de una década perdida. Un solo ejemplo: en estos diez años, el gasto social por habitante ha aumentado apenas 150 euros en España. En ese periodo, el número de personas en situación de pobreza y exclusión ha crecido tres millones. Es algo más que una década perdida. Es un cambio difícilmente reversible en el medio plazo para un país. La crisis climática indica que posiblemente no haya un largo plazo al que agarrarse.
Entre 2009 y 2019 hemos visto también crecer el miedo. Son miedos de distinta índole. El más feroz es el que enarbolan los fascistas: el miedo a perder privilegios. El que nos preocupa es el nuestro: el hecho de que la defensa de los derechos humanos haya pasado a ser vista como un programa radical. En esta década hemos visto legitimarse la idea de que es justo que unos mueran para que otros puedan convertirse en millonarios. 2019, un año relativamente tranquilo para los flujos migratorios —comparativamente— se cerrará otra vez con más de mil personas muertas en el mar Mediterráneo. A las que llegan les recibirán discursos de odio. Detrás del auge del fascismo en el siglo XXI y de los discursos contra la migración, solo hay un objetivo real: que quienes atraviesan las fronteras carezcan de derechos de ciudadanía.
“El neofascismo actual se diferencia del fascismo clásico en que puede convivir, al menos por el momento, con las instituciones representativas del modelo liberal y con las instituciones jurídicas del Estado de Derecho. Eso sí, vaciadas de contenido y reenviadas a la esfera estrictamente formal”. La cita es de Pedro Ramiro y Juan Hernández Zubizarreta, investigadores del Observatorio de las Multinacionales en América Latina. El vaciamiento de las democracias, implícito desde el triunfo del neoliberalismo, se ha extendido desde la crisis de ese modelo. La década ha debilitado unas democracias que solo pueden funcionar en la velocidad de crucero del crecimiento. La recuperación, tan precaria como nuestros sueldos y condiciones de vida, no ha conseguido reparar ese motor gripado. Los problemas de la segunda mitad de la década para formar Gobierno son solo un síntoma de que la democracia exclusivamente formal no funciona.
Hemos vivido con indignación, con ráfagas de esperanza y con estupefacción el desarrollo de la década de los años diez del siglo XXI. Hemos tenido miedo, por nosotros, por nosotras, y por los nuestros y las nuestras, a las que nunca vimos pero que nos importaban e importan. Tenemos que seguir pensando cómo reaccionar y, para eso, es imprescindible que sigamos imaginando qué vidas y qué comunidades queremos construir. Nuestras utopías serán siempre más sólidas que sus castillos de naipes.
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