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Hace tiempo que se oye: “Hay que dejar un mundo mejor para nuestras hijas, para nuestros hijos”, o “qué mundo vamos a dejar a las generaciones venideras”. Parece lógico. Es emocionante la cadena de esfuerzos que va de una generación a otra, la generosidad destinada a que hijas y nietas vivan mejor, alcancen aquello que las ascendientes no pudieron.
Menos lógico resulta, quizá, mostrar no solo comprensión sino incluso admiración cuando, desde el privilegio, alguien comete una falta, legal o simbólica, pero lo hace por el bien de sus hijas. Pues comprender y admirar son cosas distintas. Sería bueno quizá recordar que arriesgarse por los propios descendientes es arriesgarse por uno mismo. Recordar, en fin, que lo admirable es arriesgarse para salvar a las hijas de otros.
Viene esto a cuento de una canción, “El fruto”, de Tony Ávila. Tiene un aire de guaracha y, hacia el final, la letra dice: “El problema no es qué mundo/ le estoy dejando a mis hijos/ el problema es qué hijos/ le estoy dejando a este mundo”.
La vieja demagogia capitalista se revolverá al oírla. “Claro”, dirá, “de Cuba tenía que venir una letra así, retazos de una visión del mundo colectivista, de esa cantinela de lo común según la cual hasta los hijos pertenecen a la sociedad. ¿Acaso no han comprendido que la infancia es libre y debe permanecer en una burbuja sin influencias de las progenitoras o de la escuela, donde no penetren ideas sino solo datos celestes?”.
La vieja demagogia no se calla, en su borrachera decadente y sin filtro, añade: “La infancia nos pertenece, pues ya no hay espacios vacíos y si no queda en manos de la familia, las amistades, los centros públicos, la infancia queda en las nuestras, las de nuestros medios, las de la inercia, las del mundo es así porque solo puede ser así”.
Entre quienes no creen esa demagogia es posible también sentir pudor y miedo de influir en las hijas. A veces por la angustia, por saberse individuos gastados, dimitidos de sí mismos o acorralados en una tristeza no explicada, y por el temor de transmitirla. Otras porque si bien siguen adelante, y a pesar de la edad y los caminos no van a abandonar, no van a elegir nunca el cinismo conveniente ni la condescendencia, aun con todo piensan que no dieron, no dimos, de sí lo suficiente, y tratan de entender qué hicieron mal, por qué se distrajeron, por qué no vieron la oleada de desolación que estaba entrando y no se dieron cuenta de que para frenarla no bastaba con mantener el tipo, ni con sobrevivir.
Cuenta el narrador de Ama, la interesante novela de José Ignacio Carnero, que la estrategia educativa de su madre “consistía en no decirte nunca que eras malo, porque, según ella, al final te lo acababas creyendo (...). Al contrario, te decía que no podías hacer tal o cual cosa porque eras bueno. Ponía así la responsabilidad sobre ti. Te hacía deudor de la bondad que ella te adjudicaba”. No todo mundo tiene o logra practicar esa sabiduría. Algunas personas nunca escucharon que eran buenas, otras no supieron, no supimos, hacernos cargo de ello a la hora de conformar nuestro carácter.
Pero el tiempo no se detiene, y todas nosotras, personas, desde las más jóvenes a las más ancianas, somos las hijas que nuestras madres dejaron para este mundo, somos la barrera frágil y poderosa con que parar esta oleada de desolación.