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Cine
Gracias, Isao Takahata: el genio de la animación japonesa que cambió nuestras vidas
Ha pasado algo más de un mes desde que falleciera Isao Takahata a los 82 años de edad, el jueves 5 de abril. Director de películas como La tumba de las luciérnagas o El cuento de la Princesa Kaguya, así como series mundialmente conocidas como Heidi, Marco o Ana de las Tejas Verdes; y cofundador de Studio Ghibli junto a Hayao Miyazaki, su muerte supone el fin de una era en la animación japonesa, a la que logró transformar e influyó decisivamente para ser lo que es hoy.
Ese jueves por la noche yo estaba preparando la charla que daría el fin de semana siguiente sobre el 30º aniversario de Mi vecino Totoro y La tumba de las luciérnagas en el evento madrileño Héroes Manga Madrid (que tuve que cambiar a última hora por un merecido homenaje al cineasta). De pronto, salta la noticia: fallece Isao Takahata. Es de esas veces en las que te quedas helado y te cuesta procesar la magnitud de su significado. Esto fue antes de las once de la noche.
Mi primera reacción fue contrastarlo y comunicarlo a través de mi blog Generación GHIBLI, pero realmente no podía creerlo. Lo hice un poco de forma mecánica, sin asimilar el hecho. Esa noche no pude hacer otra cosa más que quedarme despierto y compartir en las redes sociales hasta el amanecer la trayectoria de Takahata. Fue mi humilde forma de honrar su memoria. Recuerdo detenerme varias veces, en el silencio de la madrugada, y sentir una profunda tristeza. Sí, Takahata había muerto.
Una vida acompañado por sus historias
El trabajo de Isao Takahata ha formado parte de mi vida, y de la de muchos. En mi caso con más impacto si cabe ya que he tenido la suerte de poder escribir sobre él, analizar sus películas, su vida y su obra durante los últimos ocho años. Antes ya era un espectador entregado a su causa. Por eso su muerte para mí significa la pérdida de mucho más que un director de cine y televisión. El adiós de Takahata es el adiós de 50 años de trayectoria plagada de historias inolvidables que, en diferentes puntos de mi vida, me marcaron. Algunas de forma muy notable.
Cuando descubrí Studio Ghibli, La tumba de las luciérnagas (1988) me impactó la primera vez que la vi. Creo que a poca gente le puede dejar indiferente este film sobre las vivencias de dos niños bajo las bombas de la II Guerra Mundial en Japón. Más allá del hondo dolor que guarda en su interior, es una propuesta cinematográfica brillante y desgarradora. En esos momentos, en los que mi mente asimilaba multitud de obras de Hayao Miyazaki, descubrir a Takahata, menos prolífico, fue ver el reverso de la propuesta de la conocida compañía de animación japonesa. Si bien Miyazaki era el adalid de la fantasía y los mundos imaginativos, su compañero me mostró la realidad hecha animación. Y es que hay realidades que no se pueden contar mejor que a través de la animación.
Después descubrí Recuerdos del ayer (1991), puro cine de autor que reflexiona sobre cuáles son los objetivos en la vida a través de una joven oficinista llamada Taeko que, cansada de su vida cotidiana en la gran ciudad de Tokio, decide trasladarse unos días al campo mientras recuerda sus días de colegio y cómo los sueños de infancia quedaron lapidados por la madurez. Una historia reflexiva que explora a su personaje principal y abre nuevos puntos de vista. Nada que ver con los tópicos del anime convencional. Ahí supe que Takahata no era uno más.
Cuando vi Pompoko (1994) me dejó un poco perplejo, pues su propuesta de humor y denuncia medioambiental mezclada con multitud de tradiciones y folclore japonés, era un cóctel cuanto menos curioso pero, en definitiva, satisfactorio. Su historia gira alrededor de un grupo de tanukis (una especie de perro-mapache propio de Japón) a los cuales la tradición les confiere diversos poderes sobrenaturales, como el de la transformación. Sin embargo, su ecosistema se ve gravemente amenazado cuando los humanos empiezan a destruir su bosque para construir edificios, lo que intentarán impedir a toda costa. Con el tiempo, cada vez he apreciado más esta interesante película a la que no es fácil tomarle el pulso.
Quizá uno de sus pequeños baches, para mí, fue Mis vecinos los Yamada (1999), una cinta de comedia familiar basada en unas tiras cómicas realizadas a su imagen y semejanza, con un estilo simple, fragmentado y con un humor muy japonés. Nunca caló dentro de mí, pero no deja de ser un film divertido para pasar el rato, casi experimental, y que tiene su público (al que entusiasma más que a mí, no en todo se puede estar de acuerdo).
Entonces pasaron los años y ya no albergaba demasiadas esperanzas de ver una nueva película del maestro Takahata, pues tras su largometraje de 1999 había dejado aparcada su carrera, y aunque se decía que trabajaba en algo, parecía nunca llegar mientras su edad iba avanzando hacia una vejez que cada vez más podía impedirle volver a tomar la batuta de la dirección y los lápices que dibujaran una nueva obra.
Un reconocimiento tardío y un pasado glorioso
Casi por sorpresa, en 2013 estrenó El cuento de la Princesa Kaguya. Un estilo alejado de nuevo del habitual, como un lienzo pintado de acuarelas en movimiento, trasladaba una de las leyendas más famosas de la cultura japonesa (La leyenda del cortador de bambú), mil veces vista. Pero lo realmente sorprendente fue que, con estos elementos que no parecían aportar nada nuevo, volviera el mejor Takahata. Con una increíble muestra de talento y narrativa, concretó así su absoluto dominio de la animación. A mí volvió a impactarme como la primera vez. La delicadeza de su propuesta, su forma de contarlo, sus afiladas reflexiones sobre la vida... Una película genial y redonda que le devolvía a lo que nunca dejó de ser: el gran maestro de la animación japonesa que nunca quiso acomodarse, que quiso experimentar aún a riesgo de no gustar al gran público, que no fue constante pero que siempre ofreció algo que no tenían los demás.
Realmente Kaguya me emocionó. También lo hizo que, por primera vez, Hollywood se acordara de él y le nominara al Oscar por esta película, algo a lo que el genio nipón no daba demasiada importancia y que seguramente no la tenga en su carrera, pues todo lo que tenía que demostrar ya lo había demostrado sin necesidad de contentar a la industria estadounidense. Pero su nombre merecía verse en este escaparate internacional, ya que siempre había quedado a la sombra de otros creadores, y para mí fue un justo reconocimiento cuando debe ser: en vida.
Sin embargo Isao Takahata ha sido mucho más. El mundo ha visto y se emocionó con sus historias, y gran parte de toda esa gente ni siquiera lo sabe. Antes de fundar Studio Ghibli dirigió algunas de las series de animación japonesa más populares de la historia. Yo las vi después de descubrir su cine, y he de reconocer que, como a la mayoría, me daba bastante pereza ver series muy denostadas por el paso del tiempo como Heidi, la niña de los Alpes o Marco, de los Apeninos a los Andes. Pero Takahata para mí ya tenía el suficiente crédito como para lanzarme a redescubrir estas viejas obras que permanecen en la memoria colectiva de un modo que luego descubrí que era bastante erróneo y prejuicioso.
Me salté mis propios prejuicios y, ya superada la veintena de edad, me dispuse a ver los 52 episodios de Heidi (1974). Más allá de la animación algo tosca de la época, me sorprendió su tipo de narración: una serie que delineaba un argumento continuo con destreza, lejos del excesivo tono infantil que me temía al principio. Hablaba a los niños con naturalidad, y no buscaba el beneplácito fácil de estos. Poco a poco fui apreciando la serie y la profundidad de sus personajes. Estaba lejos del recuerdo paródico que muchas veces se tiene de ella. Con sus defectos (eran los inicios de Takahata, y de un nuevo estilo en el anime), consiguió emocionarme.
Esto me animó a ver Marco (1976), otros 52 episodios que también estaban ligados fuertemente a los prejuicios. Pero Marco me sorprendió aún más que Heidi. Si bien la historia de la niña de los Alpes tenía sus buenos momentos, la del niño italiano era realmente una serie con mayúsculas. Takahata demostró un avance brutal de una obra a otra en todos los aspectos. La construcción de la trama y su secuencialidad rozaba la brillantez. Descubrí que Marco no era solo ese niño de aquel puerto italiano al pie de la montaña que iba detrás de su madre incomprensiblemente cruzando medio mundo. No. La contextualización histórica de la serie y las circunstancias de los personajes, hábilmente relatadas, explicaban con lógica aplastante la consecuencia de sus acciones. Además, su personalidad desbordaba la pantalla.
Me quedé enganchado a la serie. Podía ver 5, 6 ó 7 episodios seguidos fácilmente. Marco son grandes historias y personajes entrañables pero, por encima de todo, es una enorme denuncia social de principio a fin. Y sin fisuras ni cortapisas: Marco y su familia viven en la pobreza y así lo relata sin medias tintas. La familia está al límite de deudas y la madre no duda en hacer algo que realmente se hacía en su época (principios del siglo XX), que era emigrar a la por entonces próspera Argentina desde la deprimida Italia para salir de la mala situación económica. Desde el principio hasta el final, Marco es una historia arrebatadora formada por un buen número de pequeñas historias y personajes, de situaciones que te golpean y que las terminas sintiendo como tuyas. Guardo en mi memoria el traumático viaje de Marco en el barco de emigrantes, o sus días de penosa búsqueda en Argentina prácticamente en la indigencia. Simplemente me pareció espectacular, y me resultó tremendamente injusto que la calidad de la obra hubiera sido casi olvidada y solo quedara una idea muy distorsionada de lo que realmente es.
Con este precedente, me lancé de cabeza a la tercera serie dirigida por Takahata para Nippon Animation, Ana de las Tejas Verdes (1979), un enorme éxito en Japón y que llegó a España a principios de los 90, con menos repercusión que Marco y Heidi pero que, contra todo pronóstico, fue la mejor de las tres. Me hizo reflexionar mucho sobre la vida, sus verdades y sus mentiras, el paso del tiempo, los objetivos y las motivaciones.
En la serie vemos cómo crece una niña huérfana y muy peculiar, terriblemente carismática, llamada Ana Shirley. Adoptada por Marilla y Matthew Cuthbert, dos ancianos hermanos que viven solos en la granja de Tejas Verdes situada en la isla del Príncipe Eduardo, en la Canadá de inicios del siglo XX, cambiando sus vidas para siempre pese a haber llegado por equivocación. Entre pequeñas y grandes anécdotas, la infancia de la dicharachera Ana pasa mientras se desarrollan con extraordinaria precisión todos los personajes. Pero el tiempo sigue su curso y con él, los problemas van en aumento. Problemas comunes a todos: pasar de la niñez a la edad adulta, los sueños, los miedos, las expectativas, la soledad, el amor, la muerte. Hay algo en la Ana de las Tejas Verdes de Takahata que es casi inexplicable, y es el fuerte sentimiento de unión que provoca. Capítulo a capítulo, Ana y su arrolladora personalidad se quedan dentro de ti. Y no puedes evitarlo. El halo de nostalgia que invade la serie, y que se incrementa según avanza, permanece mucho tiempo después de haberla visto. Una serie de animación que se guarda en la memoria para siempre. Única.
Hols, Hilda, Heidi, Marco, Ana, Chie, Goshu, Seita, Setsuko, Taeko, Shoukichi, Nonoko, Kaguya... tantos personajes, tantos sentimientos, tantas sensaciones, tantas historias que significaron algo en mi vida, todas creadas y desarrolladas por un mismo hombre: Isao Takahata. Ahora ya se ha ido para siempre. Y con él, una parte nuestra. Una parte mía, una parte de mi corazón. Una parte imprescindible de la historia del cine, de la televisión y de la animación.
No dejemos nunca que caiga en el olvido. Volvamos a vivir lo que él creó. Descúbrelo si aún no lo has hecho y luego dime si no es Takahata ese genio silencioso que estuvo presente en la vida de tanta gente y que, ahora más que nunca, hay que reconocer su enorme labor.
Gracias, Isao Takahata. Hasta siempre.
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Vi Heidi cuando pequeño, y me marcó. Años después supe que el responsable era "Paku-san". Ahora de mayor, se la mostré a mi hija de 6 años: mismo efecto. Hasta cumpleaños con motivo de Heidi tuvimos que inventar! Hasta siempre Maestro Takahata