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Opinión
Una reflexión sobre el tecnooptimismo
Es muy estrambótico y desasosegante contemplar a los apasionados del solucionismo tecnológico argumentar que de repente se encontrará la salida a este cataclismo climático, que un descubrimiento conseguirá que podamos seguir llevando el mismo ritmo vertiginoso de consumismo; que no nos preocupemos, y sigamos con nuestras actividades, cambiando la bolsa de plástico, la cápsula de café, la pajita, el vaso o el plato, usados solamente una vez para ingerir comida basura como nuestra dignidad, cambiándolos por objetos compostables que mantendrán a raya nuestra huella de carbono; que compremos un coche eléctrico aunque el nuestro todavía ande; que limpiemos nuestra conciencia llevando al punto limpio la ingente y espeluznante cantidad de objetos que se amontonan en cada rincón de nuestra vida, y de nuestra casa también; que mantengamos nuestros lugares, de trabajo o estancia, a una temperatura aceptable, etc.
El objetivo de todo en esta cultura predominante es una vez conseguido el nivel de consumo óptimo para mantener girando la rueda, acaparando objetos, experiencias, ropa, viajes, se introduzca en la siguiente pantalla de cabeza: “la de sustituir los productos por otros que nos aseguren ser mejores, y nos etiqueten a los ojos de los demás como personas responsables preocupadas por el futuro de la tierra, pero sin olvidar nunca que nuestra principal función, a la que nos debemos, es a mantener a las grandes fortunas contentas y el engranaje liberal trabajando a pleno rendimiento”.
Es la mentira en la que vivimos desde que inventamos la agricultura y la ganadería, a cada problema que producimos le buscamos una solución
El mensaje es: el que no entra en la rueda del consumismo no puede aportar su grano de arena contra el cambio climático y que, aunque todo el mundo en este planeta no es capaz de reducir el consumo porque no le alcanza su economía, sueñe con todas sus fuerzas con lograrlo. En estos ámbitos y alturas del capitalismo, nos podemos encontrar al tecnoptimismo metiendo baza, azuzando su veneno, explicando que los problemas desde siempre se han solucionado con tecnología, y que no hace falta cambiar el paradigma que nos ha traído a este punto, sino adaptarnos a él caminando por la misma autopista, construyendo puentes de plata para la huida hacia delante. Es la mentira en la que vivimos desde que inventamos la agricultura y la ganadería, a cada problema que producimos le buscamos una solución. Una huida eterna que en demasiados momento de la historia es frenada por el sufrimiento, al que sigue abocada gran parte de la población mundial. La soluciones, si llegan, como siempre, serán para quienes puedan pagarlas, como cualquier bien de consumo.
Lo que no explican, quizás porque no lo entienden, o en algunos casos porque no les importa, los tecnoptimistas, por ser de miras cortas y poco amplias, es que la bola cada vez se hace más grande, y las soluciones para afrontarla más complejas. No es realista esperar un milagro de esta nueva religión. Y estas soluciones deben llegar tras decisiones políticas valientes, y porque no decirlo, bondadosas, en la que los sectores económicos sean capaces de reinventarse, la sociedad aprenda a vivir de otro modo, y la tecnología se aplique para solucionar problemas intentando no producir nuevos, cotejando siempre la necesidad con la conveniencia a medio y largo plazo, pero para eso se debe abandonar la idea de que todo debe ser consumible por la de que lo esencial debe ser obligatorio smn cualquier parte del mundo.
Bienvenidos sean los avances cuando sean para mejorar la salud o la calidad de vida de todas las personas. Bienvenidos las políticas con imaginación y arrojo para afrontar toda la oposición que se les caerá encima desde diferentes sectores a través de sus voceros políticos y periodísticos.
Pero para eso hace falta despojarse de la idea imaginaria del individualismo, totalmente alejada de nuestra especie, vendida como un mantra por la tecnología desde que el primer antepasado inventó por ejemplo un utensilio para cazar de lejos un animal, lo que produjo un gran avance en ese pequeño grupo humano. Pero pronto quienes sabían manejar el objeto, o los que controlaban a estos, se creyeron superiores y únicos, luego se imaginaron a un espíritu que les había entregado la sabiduría y la inspiración para construirlo, hablándoles cerca del oído, y diciéndoles que ellos eran los seres elegidos, por tanto superiores. El utensilio de repente se convirtió en un símbolo de poder y de desigualdad.
El tecnoptimismo es una religión de creyentes ciegos que están seguros que el camino está prefijado por una entidad que escribió la historia del mundo
El tecnoptimismo es una religión de creyentes ciegos que están seguros que el camino está prefijado por una entidad que escribió la historia del mundo, que nunca se producirá el colapso total de la civilización, pues las especies «inteligentes» tienen como objetivo dominar el medio ambiente en el que viven, ser los dueños y señores, algo que no los aleja mucho de la religión católica, en cierta manera explican este sinsentido como natural, pues dios o la tecnología nos hizo como somos. Es una religión de élites, de elegidos, de hechos a si mismos, de sálvese quien pueda, los que menos corran se quedaran atrás, desgraciadamente no difiere en nada de las teorías conservadoras que nos han robado la felicidad y la libertad en demasiadas ocasiones.
El progresismo, tan alejado del tecnoptimismo, es mirar hacia delante con imaginación, encontrar caminos donde nunca los hubo, por los que podamos caminar todas. No dejando atrás a la ciencia, a la tecnología, a los avances, pero al alcance de todas. Y todas somos los humanos y los que no los son, sobre todo la tierra, el aire, el agua, aquellos que estuvo antes y estará después. No podemos permitirnos ser optimistas, sería ponerse de lado, tampoco pesimistas, debemos mirar a la realidad y buscar soluciones nuevas, la más importante, decrecer repartiendo el bienestar, dejar de comportarnos como superdepredadores, incluso dentro de nuestra propia especie. Deberíamos reinventar la moral para hacernos mejores, y no para intentar ser superiores.