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Fútbol a este lado
De olores y abrazos
Durante un tiempo, trabajé en un lugar en el que a los empleados nos prohibían comer en una salita donde había una gran mesa y un microondas. No es que nos colásemos allí haciendo de nuestra capa un sayo. La empresa de trabajo temporal, tras mostrarnos al principio aquel sitio como un comedor, echó marcha atrás porque al cliente, un organismo público, le parecía que “olía a comida”. Quedó la duda de si fue cosa de la propia ETT, una especie de vergüenza preventiva. Como cuando al llegar a una cita adolescente anunciabas que te habías pasado con la colonia. Que siempre era por un error del tapón, no por las ganas de gustar, por supuesto.
Los olores mandan mensajes. Notificaciones de vida. Ocurre también en el fútbol, aunque nunca se haya hablado mucho de ello. Sabemos a qué puede oler un sábado fenomenal: a bocadillo recién abierto, a pipas de girasol, a fritura de fish & chips. A césped mojado, claro. A réflex, si te has sentado lo suficientemente cerca del juego. A personas desconocidas con las que te abrazas por un gol. A suelo con cerveza. Los olores envían evidencia de actividad. De deseo de esta, incluso. Aunque sea por descarte, como en el caso de Dorothy Parker. En palabras de la escritora, melancólica de alta gama pero capaz de mantener un compromiso antifascista que la envió a la lista negra del macartismo, “el gas huele que apesta, así que mejor vivir”. Proust también le puso literatura, pero otra bastante diferente. Su famosa magdalena debía de haberse llamado “de Leoncia”, pues fue su tía quien la cocinó. El suavizante concreto de unas sábanas, el empanado de unos filetes, el cloro de una piscina o la lejía de los baños de un instituto: muchos olores evocan trabajo, en ocasiones mal o ni siquiera pagado.
Los olores alrededor del fútbol pueden ser puertas a otro tiempo. No es un rasgo exclusivo, claro
El cromo manchado de chocolate industrial y aceite de palma ya no existe por ley. El cromo autoadhesivo dejó atrás aquellas barritas naranja de pegamento Pelifix de Pelikan, marca alemana que mejor no rastrear hasta la tinta de los campos de concentración. Los olores alrededor del fútbol pueden ser puertas a otro tiempo. No es un rasgo exclusivo, claro. Puertas abrió, las del infierno lepenista en ese caso, la gracia de Chirac sobre el “olor” de los migrantes hace treinta años. El olor a pobre, a trapo hervido, sirve como imagen sensorial de la conciencia de la clase alta en la película Parásitos. Si hablamos de disparadores de sensaciones, quizá no haya otro que iguale al olor de una persona. Único, capaz de llevarnos a nubes de colores opuestos.
Se pretende que una mano invisible autorregule el miedo. Somos empujados a “darlo todo” en ámbitos productivos mientras se nos exige una contención radical, antinatural, en los afectos
La respuesta capitalista a la sexta ola del virus ya se esmera en cancelar esperanzas. Lo hace mientras van posponiéndose varios partidos. Amenazan con volver las gradas vacías. El filósofo Simon Critchley recurrió, para describir el fútbol, a los conceptos de apolíneo y dionisiaco con que Nietzsche describía el drama antiguo. Apolo trae la belleza y la forma, Dioniso la comunión, el éxtasis. Para Critchley, el juego es apolíneo y los cánticos y la presencia activa de los aficionados son el componente dionisiaco que lo sublima todo. Un partido sin gente es un error categorial. En casa mengua el menú de olores mientras las llamadas a la responsabilidad individual aumentan la desorientación, el desencuentro en las relaciones humanas y el peso cultural de la culpa, como si no hubiéramos cargado con esa cruz por siglos. Se pretende que una mano invisible autorregule el miedo. Somos empujados a “darlo todo” en ámbitos productivos mientras se nos exige una contención radical, antinatural, en los afectos. Leemos que “se recomienda no dar abrazos” estas navidades. Que es, y esto es lo de menos pero también es, reducir el catálogo de aromas de la vida.