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Insólita Península
La leyenda del Puente de Hierro
El antiguo convento de los Templarios recreado en la leyenda de Bécquer es el monasterio de San Polo en Soria. Del conjunto original ha sobrevivido la iglesia.
La ciudad de Soria parece una urbe inclinada, un entramado de calles en suave pendiente cuya vocación común es llegar hasta el Duero. El caminante que se deje llevar por esta tendencia terminará cruzando el río y admirando el claustro de San Juan de Duero y los fragmentos que han sobrevivido del monasterio de San Polo. Ese caminante hipotético evocará los versos de Antonio Machado y de Gerardo Diego, y quizá se deje llevar incluso hasta las leyendas sorianas de Bécquer. En estos días de invierno, el caminante escuchará cómo se rompe el hielo de la escarcha bajo sus pasos y se quedará observando el río, que acaricia lánguido el contorno oriental de la ciudad. Si, abstraído en la contemplación de ese lugar que rebosa literatura, tiene la tentación de leer la leyenda El rayo de luna, encontrará estas líneas escritas por Gustavo Adolfo Bécquer: “Sobre el Duero, que pasa lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del río”.
El antiguo convento de los Templarios recreado en la leyenda de Bécquer es el monasterio de San Polo. Del conjunto original ha sobrevivido la iglesia. El caminante la atraviesa hoy por un pasadizo breve, un túnel que corta el edificio. A primera hora de una mañana del pasado mes de enero, el sol se quedaba instalado entre los muros interiores del pasadizo. La escena parecía marcada por unos contrastes acusados de luces y sombras y una vaga sensación de irrealidad.
El pasadizo actúa con frecuencia en la literatura como un lugar fronterizo, propicio para los encuentros improbables, fértil para el secreto. El pasadizo de San Polo tiene en la actualidad un aspecto más bien prosaico, aunque, en estas líneas, prefiero pensar que sobrevive en él la sensación de irrealidad de la leyenda becqueriana en la que un noble persigue la visión de su amada sin sospechar que persigue tan solo un rayo de luna. Al final del relato surge el desengaño: “Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos; pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante. Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía las ramas”.
En El rayo de luna, el protagonista termina, a ojos de sus contemporáneos, enloquecido. Pero el narrador se desmarca de ese sentir y concluye: “A mí, por el contrario, se me figura que lo que había hecho era recuperar el juicio”.
Estas líneas se desmarcan también y se deslizan ahora en un remedo de leyenda contemporánea.
Más allá del pasadizo de San Polo, sobre el Duero, que pasa lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente de hierro ya en desuso. Fue inaugurado en 1929 y su actividad cesó a finales del siglo pasado. Por él circuló el tren que unía la capital soriana con Navarra. Hoy, una malla de metal quiere disuadir a los visitantes de cruzarlo. Pero la malla ha sido retirada quién sabe por qué. Bajo los pies del hipotético caminante que ose cruzar el puente de hierro se desliza un río helado. Avanzan con las aguas los reflejos del sol. Se insinúan restos de hielo en las orillas. Imaginemos que el caminante se sitúa en mitad del puente. Siente, aunque sea absurdo sentirlo, que un tren puede aparecer en cualquier momento. Siente, aunque no sea absurdo sentirlo, el deseo de leer un poema. Así que extrae de su bolsillo un pequeño libro de Apollinaire y lee en voz muy alta: “Por debajo del puente Mirabeau fluye el Sena / Y nuestro amor / Acaso él debe recordármelo / La dicha sucedía siempre a la tristeza”. Los paseantes y corredores que, a esas horas de la mañana, circulan por la zona lo observan con curiosidad. Pasan los minutos, las horas. El hombre lee una y otra vez el mismo poema. “Y qué violenta siempre resulta la esperanza”.
Se forman corrillos alrededor del puente. Surge la tentación de activar algún mecanismo administrativo para casos de semejante índole. Pero como nadie sabe de qué índole se trata no se activa ningún mecanismo. Al caer la tarde, el hombre, extenuado, ya casi sin voz, lee por última vez el poema y se va. El nutrido grupo que lo observa está convencido de haber asistido al acto de un loco. A mí, por el contrario, se me figura que lo que había hecho era un acto de singular lucidez.