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La semana política
Protestar a pie
La crisis sanitaria en la Comunidad de Madrid es la última estación del proyecto neoliberal del Partido Popular. El Gobierno central asume la represión de las protestas pero plantea en los medios de comunicación su desacuerdo con el confinamiento parcial.
La camarera del bar La Cucaña espera pacientemente que termine el flujo de coches para recoger la comanda en el modesto interior del bar. La terraza, cinco veces más grande que el local, funciona a todo trapo desde junio. Está en un cruce de caminos, lo que es bueno para el negocio, pero, por eso mismo, entre el bar y la terraza hay dos carriles de carretera. Con lo cual, la camarera tiene que esperar y llevar cuidado, porque los coches pasan muy rápido por la calle de Bustamante. El día menos pensado la bandeja, las patatas fritas y las cervezas salen volando.
Las terrazas se han convertido en un símbolo y también un termómetro de la economía. La salida de la crisis en 2008 se empezó a atisbar cuando la expresión “mucha crisis pero las terrazas están llenas” se extendió de forma irónica y no irónica. Una terraza llena —igual que un repartidor de Uber subiendo las cuestas de la ciudad en un día de lluvia o la libertad de un comercio para mantenerse abierto las 24 horas del día— es hoy la primera línea de defensa del discurso neoliberal.
En el Madrid del verano de 2020 la propaganda institucional presentó la maqueta de un nuevo y flamante desarrollo urbano capaz de “concentrar todo el talento en la capital” pero la realidad del modelo económico pasa porque el tráfico no se detenga. O se detenga solo para que los camareros puedan llevar la comanda a las mesas de las terrazas.
Frente al bar Cucaña se coge el autobús 8, que viaja desde el distrito de Arganzuela hasta el de Moratalaz. El bus pasa por Vallecas. En el puente que da entrada y nombre al distrito un control policial chequea quién entra y quién sale. El lunes 21 de septiembre empezó el confinamiento selectivo. Vallecas, que no formó parte de Madrid hasta el año 1950, vuelve a quedar al otro lado de una línea invisible destinada a separar hormigas y cigarras. Igual que Vallecas, otros antiguos poblachones de Madrid como Carabanchel, Canillejas o Villaverde, están detrás de esa frontera invisible. Lo dijo alguien en un tuit que corrió por los grupos de Whatsapp: sus habitantes pueden salir a poner cañas en los bares de otros distritos, pero no tienen derecho a sentarse en esas terrazas. Tampoco a pasear por los parques. El check point garantiza que solo salgan “durante la franja horaria que le resulta funcional al capital”, denuncia Gabriela Vázquez.
En Peña Prieta se aprecia la rareza de los días de la segunda ola del covid-19. Las aceras estrechas de esta calle no permiten terrazas. En el barrio se puede intentar adivinar la huella de estos meses extraños, pero lo que salta a la vista son los años de transformación de los comercios. Han desaparecido los locales de reparación de electrodomésticos, zapatos o ropa y han proliferado los comercios basados en el cuidado —y culto— al cuerpo, los que prometen una comunicación rápida con cualquier otra parte del mundo, los que son una puerta de entrada al crédito. En marzo o abril se decía que uno de cada tres comercios no iban a volver a levantar la persiana. En Peña Prieta hay cierres que llevan años echados. Tratar de sacar un negocio adelante en según qué barrios es un viaje de ida a la esclavitud de la deuda. El verbo emprender se declina distinto en Núñez de Balboa y en el distrito de Numancia.
Con la calle languideciendo, el ritmo lo marcan los coches. El virus viaja en automóvil. Lleva haciéndolo desde que terminó el estado de alarma. En primavera, los modelos matemáticos que manejaba el Gobierno mostraron que la curva de contagios decaía al ritmo al que descendían los movimientos de vehículos. Ese fue el motivo de la parada en seco de Semana Santa. El dilema detrás de la enfática ecuación “o salud o economía” se resolvió limitando a lo esencial el transporte privado. Los coches han vuelto a hacerse con la ciudad.
La decisión de parar el ritmo de una sociedad acelerada quiso garantizar las posibilidades de éxito de la sanidad pública en el momento de mayor tensión de su historia. Pero no había plan para ralentizar el ritmo cuando se plantease el despegue de la economía. Al menos en la capital, el juego era o todo o nada, y ha salido mal.
Madrid ha recuperado dos tercios de su movilidad en los meses de agosto y de septiembre respecto a las cifras de antes de la pandemia. Con un matiz: el miedo al contagio ha aumentado el uso del vehículo privado. El transporte público se usa menos. Ayuda que las frecuencias de paso del metro hayan seguido aumentando, siguiendo un plan de desmantelamiento que el Consorcio de Transporte ha ejecutado minuciosamente desde la crisis de 2008. Ayuda que, como sucedió el pasado miércoles, cada vez que llueve determinadas estaciones se convierten en pantanos.
El modelo
El lunes 21, Isabel Díaz Ayuso, y Pedro Sánchez, comparecieron para escenificar una unidad relativa. Por cuestiones prácticas, para el Gobierno central no es una opción dejar que Madrid se cueza en su propia salsa. Además, si en los últimos años se ha abierto cierto debate sobre el modelo político que encarna Madrid —y Sánchez supo explotarlo planteando la convocatoria de marzo de 2019 contra la foto de Colón—, el modelo económico aparejado a esa apuesta política no ha sido cuestionado. La apuesta por los flamantes desarrollos urbanos y la verbosidad en torno al “emprendimiento” no corresponde solo al PP: es una apuesta de país.
La presidenta de la Comunidad de Madrid quiso reivindicar ese programa económico en ruinas ante la mirada de la esfinge de Pedro Sánchez, cómodo como siempre en el papel de político que vale por lo que calla y no por lo que dice. A su lado, Díaz Ayuso, con el don de ser clara en la confusión, emitió un torrente de ideas que, pese a todo, se perderán en el momento de caos que le ha tocado vivir y que, probablemente, terminarán con su discreta retirada de la primera línea del poder.
“No hay médicos en España”, aseguró Díaz Ayuso, como quien constata que en este país nunca ha habido tigres de Bengala ni campeonas de cien metros lisos. A cambio de esa renuncia natural, Madrid —“España dentro de España” en el lenguaje de la presidenta— “es esa libertad. Esa densidad. Son esos horarios. A cualquier hora se puede comprar en cualquier tienda”. Cuando eso no funciona, cabe deducir, Madrid se hunde. En el mejor de los casos es posible ceñir el final de la libertad solo a esas zonas de sacrificio (Vallecas, Carabanchel, Usera, etc).
“No hay médicos en España”. Aunque no era su intención, la frase activa las agencias de fact checking. ¿Los hay o no? ¿Cuántos son? ¿Cuántos hay en paro? ¿Cuántos han migrado? En España hay más médicos que en la media de países de la Unión Europea. Se gradúan más médicos que nunca, pero las condiciones de contratación son un incentivo para la migración. No se trata solo de los médicos y las médicas, sin embargo. Posiblemente, se trata de todo lo demás que hace que la sanidad funcione. La atención primaria. La ratio de personal de enfermería por cada doctor o doctora. El número de camas por cada cien mil habitantes (en Madrid 310; en la UE, 574). Las condiciones que ofrece la Comunidad que dirige Ayuso son especialmente precarias.
El modelo en que está fundado la Comunidad es incompatible con el asentamiento como clases medias de claros candidatos a serlo como los doctores y las doctoras jóvenes. En el caso de la educación, los maestros y maestras jóvenes hace tiempo que no son candidatos a ejercer de clases medias.
Pero en Madrid se puede comprar una canoa o un piano de cola un domingo a las siete de la tarde. Es esa libertad.
Si Madrid se para, Madrid se rompe. El teorema de Isabel Díaz Ayuso se impone a las recomendaciones de Sanidad en la mañana del viernes 25. El Gobierno central puede vivir con la contradicción. Al fin y al cabo, las cifras de paro serán un problema de Pedro Sánchez a cortísimo plazo y, con el acto del lunes, Sánchez ha conseguido que Díaz Ayuso y el PP asuman su problema de modelo sanitario. Lo ha hecho a cambio de poner la mirada de la esfinge durante una rueda de prensa en la que Díaz Ayuso colocó a “su” Comunidad por delante del resto de la ciudadanía y de enviar unos cuantos soldados y policías para la gestión securitaria del problema social que se abre con la política del sacrificio selectivo.
Los porrazos y las cargas como expresión de “lealtad institucional” apenas tienen coste político para el PSOE —no así para Unidas Podemos— pero no sirven para el control en la expansión del virus. La gestión de la represión le sale barata al Estado: al fin y al cabo los policías y militares iban a cobrar igual. En la gestión sanitaria, el PSOE se ve fuerte. Se trata de explotar una debilidad cuya responsabilidad no es solo achacable a Díaz Ayuso —de hecho ella solo ha sido una supporter en un plan diseñado por otros— pero que sirve para resaltar por contraste los defectos más groseros de ese modelo frente a la versión suavizada de otras comunidades. En la lógica antigua: “No soy nada si me mido (pero si me comparo...)”.
Y sin embargo
Y sin embargo, la indecisión sigue definiendo los mensajes en la hora del rebrote. El primer confinamiento, entre marzo y junio, fue asumido por una mayoría social como un periodo de introspección. El luto de las miles de muertes y la preocupación por las situaciones graves que se multiplicaban en los días más duros de la primavera favorecieron ese paréntesis en la actividad de la ciudad. No está claro que se puedan repetir esas condiciones.
Influyeron las medidas coercitivas —hubo casi 185.000 multas en la Comunidad de Madrid durante el estado de alarma— pero fue determinante que no se produjera ningún cuestionamiento de las restricciones por parte de ninguna organización o movimiento social o político. La primera en llegar, de la mano de Vox, lo hizo en coche.
A finales de septiembre de 2020, la protesta, sin embargo, viene a pie. Ya no se basa en el cuestionamiento de las medidas de urgencia o en la mera respuesta antirrepresiva, sino en la impugnación del modelo que ha dejado sin personal suficiente los hospitales, sin maestras las escuelas o sin maquinistas el metro. El dilema en este momento no es si se debe o no reactivar la economía —si debemos entrar en fase cero o fase uno— sino qué economía se debe reactivar, si la que pone a funcionar la vida o la que nos permite comprar un ukelele un domingo a última hora. Está visto que son incompatibles.