Opinión
Ursula y Sylvia
Del final de Sylvia Plath ya conocemos cada detalle. De la gestión que de su obra hizo Ted Hughes, también. De lo injusto y doloroso de todo esto no terminaremos de quejarnos jamás. No hay restitución posible.

Es 1969 en Portland, Ohio. Llega un telegrama a casa de los Le Guin. Ursula está dando de cenar a los niños mientras Charles, su marido, mira la televisión y bebe algo.
Después de atender al cartero, Charles deja un pequeño sobre cerrado en la cocina con un lacónico: “Es para ti”. Ella lo abre mientras brega con los niños, que no están por la labor, lee el contenido y sigue con lo que está haciendo. Los niños terminan el postre, se lavan los dientes y Ursula los ayuda con el pijama. Permanece un rato con ellos en la habitación hasta que se duermen, apaga la luz de la habitación y sale despacio.
Charles pregunta desde el dormitorio: “¿Vienes a la cama?”. Ella responde: “Espérame, voy enseguida”.
Baja a la cocina, friega los platos y deja todo impecable; cuando termina, coge el telegrama, abre la puerta de atrás de la casa, la que da a la zona menos iluminada del barrio, y mira a las estrellas mientras le cae una lágrima muy suave por la mejilla. Sonríe. Acaba de ganar el Premio Nébula a la mejor novela de ciencia ficción de 1970. Así lo celebra, con unos minutos de paz y soledad mirando las estrellas. Volverá a ganarlo tres veces más.
Sylvia tiene la cabeza llena de imágenes y palabras, es un manantial incontrolable, un prodigio que en su caso es una maldición. Ha sido educada en las mutiladoras costumbres para jovencitas de los años 40. Es una salvaje domesticada a fuerza de violencia sistémica, doméstica, antipsicóticos y descargas eléctricas. Es una rosa radiactiva en una campana de cristal que adorna las estanterías de Ted Hughes. El ego más desmesurado de su tiempo, un gran poeta que habita el cuerpo de un golem cruel.
Sylvia cuida de dos niños, se ocupa de la casa, luce perfecta a cualquier hora, mecanografía y corrige la obra literaria de su marido, después de todo eso, siempre y cuando a Ted no le apetezca una sesión de sexo no precisamente tierno. Dedica algunas horas a escribir sus poemas, sus novelas, libera esa hinchazón creativa acumulada que a veces —cuando se junta con el cansancio— se transforma en veneno y la envía al sanatorio mental.
Del final de Sylvia Plath ya conocemos cada detalle. De la gestión que de su obra hizo Ted Hughes, también. De lo injusto y doloroso de todo esto no terminaremos de quejarnos jamás. No hay restitución posible.
Ursula K. Le Guin vivió una vida plena y aparentemente feliz. Fue reconocida, admirada y querida. Pero esta anécdota que acabo de narrar sobre su primer Nébula no se me va de la cabeza desde que me la contó mi amiga la escritora Clara Timonel. Ursula merecía una botella de champán abierta y abrazos de sus colegas aquella noche, quizá una cena especial y bastante atención mediática. Ursula, seguro feliz en su papel de madre, hubiera merecido el tiempo y el reparto justos en la crianza y en los asuntos domésticos con su marido. No sabemos cuántos universos maravillosos se han quedado sin descubrir en los “no puedo más” después de recoger la cocina.
La división sexual del trabajo persiste como una garrapata adherida al cuello de la humanidad. Escribo esto después de uno de los ataques de ansiedad y agotamiento más grandes de mi vida. Tengo que entregar el texto, es mi compromiso, es mi trabajo, pero escribo mutilada por lo que podría ser y no es. Por las horas perdidas cuidando a los seres queridos, por las madrugadas que hacen jirones la creatividad, por la soledad de todas las cuidadoras del mundo, por las que no pueden más y podrían, si este mundo no fuese el que es, si la opresión no se diera por supuesta incluso por los buenos hombres. Ojalá nos hubiera escrito Ursula K. Le Guin o Sylvia Plath o Anne Sexton. Cualquier mujer que ha esperado alguna vez a que todo esté en silencio, tranquilo y ordenado para regalarnos un mundo nuevo.
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