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Opinión
Trump, el hijo bastardo del 68
Este año se celebra el quincuagésimo aniversario de la revuelta global de 1968, sin que quede del todo claro si lo que se conmemora es el acontecimiento en sí o su fracaso como motor de cambio.
Este año se celebra el quincuagésimo aniversario de la revuelta global de 1968, sin que quede del todo claro si lo que se conmemora es el acontecimiento en sí o su fracaso como motor de cambio. Sabemos que aquellos acontecimientos, cuyo epicentro más conocido fue el mayo francés, han dejado un importante legado, pero es difícil evaluarlo.
Evidentemente, el mundo de ahora es diferente del que había hace cincuenta años, y eso se debe, en buena parte, al impacto de las ideas sesentayochistas, como se aprecia en el influjo actual de las políticas de identidad —de género, minorías étnicas, etc.—, tan denostadas hoy tanto por la derecha como por cierta izquierda, o la importancia de la conciencia ecologista. Pero este triunfo ha de ser atribuido sobre todo al relevo generacional producido en las élites culturales, académicas, políticas e incluso económicas.
Desde luego que esta no fue la forma de implementar las transformaciones que se predicó en las barricadas del Barrio Latino. Entonces, en aquel mágico mes de mayo, quienes estuvieron en las calles parisinas pretendieron encabezar una revolución social, la última practicada en Europa occidental hasta el momento. Una revolución que, contradiciendo los dictados marxistas más ortodoxos, no tenía un sujeto revolucionario, sino dos: proletarios y estudiantes.
Los llamamientos a una unidad de acción para tomar universidades y fábricas y transformar la sociedad y las costumbres cayeron bien pronto en saco roto. Ni la clase obrera, más bien anclada en el mundo de una posguerra donde los comunistas eran fuerza predominante, comprendió las rupturistas inquietudes de los estudiantes, ni aquellos, sumergidos en su mundo de insurrecciones de papel, tuvieron en cuenta las necesidades reales de esta. No puede valorarse el coste de la brecha sin recordar que desde el siglo XIX el proletariado conformaba la gran masa en cuya redención se depositaban las esperanzas revolucionarias; que ahora viniese a rechazar su misión histórica equivalía a decir que todo la lucha desplegada no servía para nada.
El divorcio fue, por ende, traumático y sus consecuencias han perdurado hasta el día de hoy. En un primer momento, se saldó con graves acusaciones de traición hacia las organizaciones tradicionales que venían representando a los trabajadores, especialmente el partido comunista francés y el sindicato CGT, que pagaron con creces el descrédito.
Años después, una vez concluido que la clase obrera no había sido engañada, sino que ella misma se había exceptuado de la responsabilidad de culminar la revolución, las viejas ensoñaciones comunistas dieron paso a un individualismo desengañado y militante. El colectivismo pasó a ser visto como algo propio de tiempos añejos, aquellos en los que la Unión Soviética —otra traidora— era el gran modelo a imitar, convirtiéndose de paso en enemigo de la libertad.
Asumiendo algunas de las enseñanzas sesentayochistas, las izquierdas, así como el liberalismo de corte progresista, se han alejado de la clase obrera como masa acomodaticia y reaccionaria, que además estaba llamada a desaparecer. De esta forma la han entregado a Donald Trump y a otros oportunistas de derechas, los hijos bastardos del 68, cuyo apoyo popular no deja de crecer pese a ser cada vez más evidente su fascismo implícito.