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Opinión
Yo también estoy en huelga
Soy antropóloga divulgadora, pero siempre he trabajado como educadora social y cuidadora. Y como en muchos otros ámbitos, llevamos mucho tiempo reivindicando unas condiciones dignas en nuestro trabajo. Es lo que llamamos la Marea Azul: jornada de lucha conjunta de profesionales que trabajamos en diferentes asociaciones del sector de la diversidad funcional, Gorabide, Gaude, Aspace, Madres Mercedarias y Fundación Argia.
Pero hay una diferencia: nuestra huelga, nadie se la esperaba.
Y no quiero empezar la misma perorata sobre lo básico que es el cuidado. Que trata ni más ni menos de la sostenibilidad de una vida digna. Que los seres humanos cuidamos y nos cuidan, que somos seres interdependientes, que necesitamos unos de otros no solo para poder sobrevivir, también para poder lograr un bienestar físico, psicológico y emocional, un buen vivir, que dicen los andinos. No quiero, porque esto ya lo tenemos claro. La precariedad, la vulnerabilidad y la dependencia son características propias de todas las personas, en todas las culturas y en todos los momentos históricos. Somos vulnerables, sí, con cuerpos finitos y lleno de constricciones. Nuestros sueños siguen siendo sueños de animales. Sufrimos por los virus o por las ventosidades, y se nos eriza la piel. Pero como arma en nuestra contra, agudiza una especie de sentimentalización de los cuidados. No somos un planeta de pacientes enfermos frágiles y enfermeras abnegadas.
En lo que prefiero centrarme es en lo que nuestra cultura llama cuidados, en el hecho de que exista un área de la vida específica y delimitada denominada “los cuidados” que no ha existido nunca. Y lo explico a través de la antropología. Los maoríes (Nueva Zelanda) se rigen por el “te whanau awhina”. El término “whanau” se refiere a la “gran familia” que es la comunidad maorí. El término “awhina” significa cuidar, velar, proteger. Es decir, es el cuidado de la comunidad. Por eso, la “manaakitanga”, la hospitalidad, es esencial.
La hospitalidad no es asistencialismo ni generosidad individual. Ni mucho menos, Airbnb. “Todo ser humano de este planeta tiene la obligación de responder por mí y yo respondo por cada ser humano, sea cual sea el lugar que ocupe en el mundo”. Así transmite el significado de “teranga”, voz wolof (Senegal) que significa hospitalidad, el antropólogo e historiador Abdourahmane Seck. Reconoce que el primer ejemplo de hospitalidad es la Tierra misma.
Separar los cuidados como sector aparte a tratar, es algo muy raro que surge de una separación de las esferas en privadas y públicas, y también de lo cultural (hombres) y lo natural (mujeres)
Así es que separar los cuidados como sector aparte a tratar, es algo muy raro. Muy, muy raro. Y surge de una separación de las esferas sociales en privadas y públicas, y en la separación también de lo cultural (hombres) y lo natural (mujeres), lo racional (hombres) y lo emocional (mujeres). De aquí, que eso de los cuidados sea asignado, por naturaleza, a las mujeres adultas. Y todo ello conlleva no solo a la discriminación social y económica de las mujeres, sino también que las personas no sean bien atendidas. Este sistema económico precariza eso que delimita a los hogares y designa como los cuidados, y olvida que la política no es más que el cuidado del mundo.
Y yo me pregunto cómo se puede invisibilizar algo como los cuidados, siendo precisamente la condición, lo que hace cierta la vida. Lo que en el Norte llamamos “crisis de los cuidados” y eso de “poner la vida en el centro”. ¿En el centro de qué? Si, como nos advierten desde otros lugares, la humanidad no es categoría, sino condición. El ser humano es un ser natural por interdependencia con el resto de vidas y no vidas en el mundo. La humanidad no puede ser cierta sin el origen de todo cuanto permite la vida.
Davi Kopenawa, yanomami, en el momento de explicar a su comunidad nuestro concepto de naturaleza, la describió como: “Naturaleza es lo que queda”. Naturaleza es lo que queda, y cuidado de la vida es lo que queda, mientras no tenemos otro remedio que plegarnos a los ritmos y horarios que impone la empresa, que aún perviviendo gracias a los trabajos de reproducción, se desentiende de ellos. Es la oposición esencial y radical entre el capital y la vida.
El negocio se hace a costa de la vida: explotando vidas humanas, expoliando la vida del planeta. El tiempo mejor invertido es el dedicado a producir y consumir. Sólo lo que tiene precio, tiene valor, y la economía ya ni siquiera es satisfacer necesidades humanas. La reproducción y el mantenimiento de la vida es vista como un inconveniente para nuestro sistema económico y nuestro entorno profesional.
Nos prometieron que, en un mercado sin restricciones ni limitaciones, seríamos “llevados por una mano invisible a hacer casi la misma distribución de las necesidades de la vida que se habría hecho si la tierra hubiese sido dividida en porciones iguales entre todos sus habitantes”, según palabras de Adam Smith en La teoría de los sentimientos morales.
Somos las manos invisibles, pero también son de hierro
Así, se inauguraba la locura de condicionar la supervivencia, los alimentos, el abrigo, la seguridad… a la incertidumbre de una “mano invisible”. Bueno, pues las manos invisibles parece que somos nosotras, pero no nos da la vida.
Manos que luchan contra el mito del crecimiento sin límites, del mundo y del cuerpo infinito, de poder expandirse indefinidamente. De la individualidad y del antropocentrismo, del ser humano totalmente autosuficiente, al margen de lo que le rodea, como centro de todas las cosas y el fin absoluto de la creación.
Cualquier colectivo que busque organizar la sociabilidad (las tupidas redes de relaciones familiares, religiosas, de militancia, del cuidado, amistosas…) son una traba más para esta búsqueda individual de satisfacción.
Es que el cuidado no trata solo de trabajar para garantizar la higiene, la alimentación, la movilidad y la intimidad de una persona. Parece que el cuidado, en cierto sentido, se ha biologizado tanto que muchas de las soluciones pasan por burocratizarlo, mecanizarlo y tecnificarlo. Porque es más fácil, rápido y rentable atender que acompañar. El cuidado es también esa capacidad de diagnosticar distintas necesidades y situaciones, ofrecer consejos, seguridad física y psicológica y respeto, y promover la autonomía y la libertad, haciendo equilibrismos para acompañar en los procesos de las personas tanto desde el eje de las convenciones como en la diversidad humana, que nos hacen seres únicos.
Acompañar significa estar con la otra persona, respetar su proceso vital, escuchar y crear vínculo afectivo (que no es siempre positivo) y efectivo. Tiempo humano y sentido, nada alienado. Pero no es rentable. Es trabajo que no sigue la lógica mercantil, porque no persigue un aumento constante de la productividad ni opera según el mecanismo de la competitividad ni la sobreespecialización. A diferencia del mercado, no responde a “resultados”, sino a procesos, como la vida misma. A necesidades humanas. El éxito ni siquiera está garantizado. Trata de emplear recursos y tiempo a aquellas personas que el sistema, las más de las veces, ya las ha declarado residuos no reciclables, y ni sabe en qué contenedor depositarlos.
Y que de nada vale explicar qué sentido tiene todo esto. Que las relaciones humanas (en igualdad) son beneficiosas por sí mismas, no por lo que cuestan o el rendimiento que dan (y mucho menos por caridad o tolerancia nihilista). Porque ya hasta nos da no sé qué hablar del amor, pero no de la “toxicidad” de las personas. Como dice la antropóloga Yayo Herrero, “no es el amor cursi-romántico, sino como capacidad de hacerte cargo de los demás, de sentirte vulnerable y saberte necesitada de otras personas. Como prioridad al organizar las relaciones sociales”.
“Quien se dispone a cuidar no tiene más remedio que inclinarse. Se inclina ante una criatura que empieza a dar sus primeros pasos o le tiende los brazos para que la coja, ante una persona encamada a la que hay que asear, dar de comer o arropar, ante una silla de ruedas que tiene que empujar… Se inclina y toca su propia vulnerabilidad. Y la persona cuidada comparte su fragilidad”, escribe la también antropóloga Maria Luz Esteban en Anotaciones en torno a los cuidados.
Pero Hannah Arendt recuerda el inclinarse en el sentido más fiel a la etimología del término, cuando “toda inclinación tiende hacia el exterior, se asoma fuera del yo”. Lo opuesto sería la verticalidad del sujeto moderno, autónomo, autosuficiente, héroe o heroína. Ya intuimos hacia dónde lleva esto...
Salir fuera de sí, asomarse al exterior, como la antropología, la etnografía como inclinación hacia el otro, hacia el mundo. Como la justicia, la igualdad, la democracia, el apoyo mutuo, la lucha política... Como la lucha por la defensa de la necesidad de servicios públicos suficientes y de calidad. Como la lucha que estamos llevando a cabo las personas que prestamos servicios, en cuanto a condiciones laborales (poder adquisitivo, conciliación familiar, tener calendario...)
Somos las mano invisible. “Las manos que yo quiero, las manos que venero”, parafraseando a Mercedes Sosa, “son ligeras como aves”. Pero también son fuertes como el hierro.