Coronavirus
Decir adiós sin la piel
Mi tía se llama Maribel y tiene 82 años. Nació en medio de la Guerra Civil y se irá en medio de una pandemia. Hay biografías que no aparecerán en Wikipedia, pero que solo con el inicio y desenlace ya dicen muchas cosas.

Pienso en mi tía como el rostro conocido en medio de esa maraña. En todos los eslabones anónimos que están siendo parte en este intento desesperado de aferrarla a la vida. Pienso en lo que hay detrás de lo que yo alcanzo a conocer. Detrás de la mascarilla. Detrás de los guantes. Detrás de los cuidados que han sostenido su existencia. Detrás de la etiqueta que da una profesión. Los focos siempre apuntan al escenario, pero la verdadera trama se teje entre bastidores.
Nadie nos había enseñado a decir adiós sin la piel como mediadora del dolor
Escribo porque podía imaginar que mi tía se iría algún día, pero no podía sospechar que la distancia entre nuestros cuerpos sería insalvable. Abrazar estas palabras es mi manera de abrazarla y abrazar a quienes la acompañan. De transgredir a nivel simbólico las necesarias barreras que conforman otras palabras como respirador, confinamiento, contagio. De materializar la constelación de direcciones IP enredadas en el grupo de WhatsApp familiar. Nunca antes esta versión 2.0 de mantener contacto, con-tacto, había resultado tan angustiosamente paradójica. Nadie nos había enseñado a decir adiós sin la piel como mediadora del dolor.
Mi tía se llama Maribel y tiene 82 años. Nació en medio de la Guerra Civil y se irá en medio de una pandemia. Hay biografías que no aparecerán en Wikipedia, pero que solo con el inicio y desenlace ya dicen muchas cosas. Mi tía es la segunda de ocho hermanes, familia numerosa en la que mi madre fue la última en llegar. Por los años que las separan, Maribel ha sido para mí la continuación de la estela de mi abuela, que se murió acompañada por ella antes de que yo supiera lo que significaba morirse. A partir de entonces, Maribel sostuvo mi vida y la de todas las personas de mi familia. Los referentes que buscamos no se esconden solo en nuestros libros.
Cuando yo era pequeña, Maribel y Madrid eran sinónimos para mí, y una no existía sin la otra. Vivíamos en Granada y veníamos a la capital, ciudad en la que nacieron mis padres y en la que está la mayor parte de mi familia. Y nos quedábamos en casa de Maribel, en Palomeras Sureste, distrito Puente de Vallecas. Maribel, mi única tía soltera, siempre nos recibía y nos despedía asomada a la ventana, esa grieta del hogar por la que hoy nos deshacemos en aplausos y hacemos barrio desde las alturas. Maribel nunca se callaba lo que pensaba. “Una mujer con carácter”, decían. Así quiero recordarla yo. En zapatillas de estar por casa, con la televisión a todo volumen por su sordera temprana mientras le dedicaba improperios al informativo de turno. Envuelta en el sonido de su máquina de coser, con la que nos elaboraba desde cortinas hasta colchas, pasando por vestimentas para Barriguitas, todo con el mismo estampado. Exprimiendo su abono de transporte público para mayores de 65, con el que recorría líneas enteras de principio a fin por el placer de consumir paisajes urbanos tras la ventana de un autobús cualquiera.
Con el tiempo, cuando yo ya era mayor para darme cuenta, aunque no lo suficiente para comprenderlo, mi tía empezó a perder palabras. Puede resultar una expresión poética, pero es dolorosa en su literalidad: Maribel empezó a no encontrar los términos con los que nombrar aquello que quería relatarnos. La demencia semántica, su denominación sin tanta retórica, vino acompañada de sopas de letras, autodefinidos y crucigramas con los que tratar de encerrar en casillas significados que se evaporaban. La sordera se agudizó y, a la par que perdía las palabras, perdía también la posibilidad de escucharlas.
La situación empeoró y mi tía fue trasladada a una residencia, que era el deseo que ella nos había manifestado cuando todavía podía comunicarse. En sus últimos años, se quedó completamente sorda y desapareció la posibilidad de habla. Solo emitía sonidos. Se nos olvidó cómo era tu voz, Maribel. En cambio, la piel siempre estuvo ahí. Las sonrisas ante las caricias, el modo en que nuestras manos se entrelazaban eran ya un lenguaje en sí mismo. La memoria también se inscribe en el cuerpo con esos pequeños gestos.
Un día como hoy, que yo sabía que llegaría tarde o temprano porque eres mayor, pero que nunca imaginé que llegaría tan frío, tan distante
Por eso hoy, cuando la despedida piel con piel no es posible, mientras te apagas en medio de unos tiempos que también se enuncian desde lo bélico, me gustaría hacer de este texto un cuerpo al que agarrarme y agarrarnos. Un día como hoy, en el que perdura la precariedad y falta de reconocimiento de los cuidados, en el que quienes te han sostenido y sostienen ni siquiera cuentan con las condiciones sanitarias necesarias para atender a las vidas que el virus todavía no ha arrasado. En el que tras las muertes de tu residencia y tantas otras, el test que iba a probar si tenías la enfermedad llega demasiado tarde, en el hospital, cuando la neumonía ya araña tus pulmones. Un día como hoy, que yo sabía que llegaría tarde o temprano porque eres mayor, pero que nunca imaginé que llegaría tan frío, tan distante. Un día como hoy, en el que el único asidero al que amarrarme es buscar las palabras que tú perdiste y que yo tampoco termino de encontrar.
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