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Ruido de fondo
Derivas de la carne
Son las artistas quienes más han recurrido a la carne en los últimos decenios, como es lógico dado que han tenido mayores oportunidades para romper con los tabúes referidos a la expresión y la discusión de su género.
En su epílogo para Vivisectionary, álbum publicado el año pasado por la editorial Fantagraphics, la autora de cómic Kate Lacour explica que el propósito de sus ilustraciones es el de recrear el efecto mágico, a veces perturbador, de los dioramas de antaño; aquellas pequeñas pinturas, aquellos decorados entrañables, que, según el ángulo de la luz proyectada sobre ellos, ofrecían al espectador escenas complementarias o incluso antagónicas a las que había percibido en un primer instante.
Lacour ambiciona que sus dibujos en Vivisectionary de órganos mutantes, híbridos animales, flora aberrante y miembros seccionados provoquen un efecto similar al de “los maniquíes, las maquetas y las taxidermias de los museos de ciencias naturales que visitaba de pequeña. Los seres humanos y los animales exhibidos me parecían a la vez vivos y muertos, vulgares y misteriosos. Había una historia en marcha en esas estampas y, al mismo tiempo, resultaba imposible que la hubiese; eran escenarios muertos que aparentaban estar vivos en una burbuja de intimidad que acotaban mis propios ojos”.
Lacour recoge, por tanto, en Vivisectionary el testigo de una tradición inmemorial de la ciencia y la cultura: la recreación comprensible para nuestra mirada de los sentidos herméticos del mundo y de la vida, con sus declinaciones en enfermedad y extinción. Una recreación en cuya verosimilitud han jugado siempre papel esencial el talento del artista y, por otro lado, sus técnicas, capaces de invocar los procesos y las interioridades de la vida a través de útiles inertes.
Esa lucha entre lo vivo y lo muerto, tanto en lo representado como en los mecanismos de la representación, es fascinante. En especial cuando lo invocado es la carne humana, despojada del aparato psicológico y cultural con que gustamos de poetizar, de ocultar en última instancia, la tragedia de existir en la descomposición inevitable de la carne. A juicio de Francis Bacon, uno de los mayores expertos en el tema, “somos carne, somos armazones de carne (...) Como pintor, es imposible sustraerse al empeño por captar sus tonalidades, sus texturas y sus dinámicas”.
El estudio artístico de la carne ha sido víctima en muchas culturas de un ánimo censor más o menos velado
Ese estudio artístico de la carne ha sido víctima en muchas culturas de un ánimo censor más o menos velado. Se han establecido tabúes a fin de que “no tenga reflejo en nuestra mirada en toda su gloria —y todo su horror— nuestra naturaleza inconsciente” (Marga van Mechelen).
Por su interés frontal en la piel, los orificios y los fluidos, por su negativa a secundar los pactos establecidos en cada época acerca del carácter constructivo que han de tener nuestra vida, nuestra muerte y las representaciones de una y otra, dichas imágenes han pasado a tener la consideración de abyectas. Y lo cierto es que, frente al empeño social por preservar a toda costa el espejismo de una identidad, una idea sobrevenida del yo, las recreaciones de la carne humana juegan a la contra o, en palabras más acertadas de Julia Kristeva, “lo abyecto es fundamental para el individuo y la sociedad, no para el mantenimiento de ambos”.
Existe así una diferencia sustancial entre el retrato de Inocencio X llevado a cabo por Diego Velázquez en 1650, y las variaciones del mismo pintadas por Francis Bacon en las fases tempranas de su trayectoria.
Velázquez planteó en su cuadro una crítica elegante de los privilegios y las servidumbres que se derivan del ejercicio del poder, sustanciada en el gesto crispado con que el papa nos contempla. Velázquez viene a decir que, a pesar de los privilegios cuasidivinos que aspiran a transmitir su apostura y su vestimenta, Inocencio X es humano, demasiado humano. Bacon va más allá al arrebatar al papa esa condición humana y hacer de él un ser vivo amorfo que aúlla mientras su figura entera se disuelve en el vértigo de la masa pictórica, en un dolor primario que impregna la tela y la mirada del espectador de modo visceral. Ni que decir tiene que los cuadros de Diego Velázquez se exhiben hoy por hoy abiertamente, sin complejos, a pesar de sus aristas políticas. Mientras que los de Bacon —al fin y al cabo casi un contemporáneo nuestro— aún despiertan, hasta entre quienes reconocen su mérito artístico, un shock visual ligado a su subversión de la lectura por nuestro cerebro de los rostros y los cuerpos.
El arte centrado en la carne humana ha contado a lo largo de la historia con practicantes tan distinguidos —y subrepticios— como Caravaggio y Rembrandt
El arte centrado en la carne humana ha contado a lo largo de la historia con practicantes tan distinguidos —y subrepticios— como Caravaggio y Rembrandt. Pero es a partir de los años 70 del siglo XX, con la ruptura literal y metafórica de los marcos representativos, cuando la carne se libera totalmente de los pretextos religiosos, psicologistas e ideológicos para generar discursos intrínsecos de alcance considerable.
Véase cómo una agresiva política de la (nueva) carne asalta en forma de body horror el cine y el cómic de los años 80. Una tendencia insólita en la que confluyen la mirada de artistas tan idiosincrásicos como David Cronenberg, Shinya Tsukamoto, Paul Verhoeven y Junji Ito; el auge de los efectos prostéticos y de maquillaje; y secuelas de la crisis estructural de los 70 tan sintomáticas como el ocaso en los países desarrollados del protagonismo socioeconómico de la fuerza de trabajo manual y su reemplazo por la volatilidad especulativa asociada al sector servicios.
Pero, como han señalado numerosos ensayistas, son las artistas quienes más han recurrido a la carne en los últimos decenios, como es lógico dado que han tenido mayores oportunidades para romper con los tabúes referidos a la expresión y la discusión de su género.
De Cindy Sherman a Kiki Smith, de Helen Chadwick a Marina Núñez hasta llegar a un presente en el que la carne es cómplice de significados revisionistas de diversa índole. Como hemos visto, Kate Lacour experimenta en sus cómics con el hechizo que suscitaron en ella viejas ilustraciones y maquetas. La pintora boliviana Alejandra Alarcón saca las entrañas a los imaginarios de los cuentos infantiles clásicos. La fotógrafa digital chilena Cecilia Avendaño, obsesionada desde la infancia por el rostro humano, hackea la codificación de lo femenino por la pintura tradicional a través de metamorfosis vinculadas a la enfermedad y el dolor.
Y, de manera elocuente, las canadienses Jen y Sylvia Soska, adictas al queer horror, revisaron el año pasado Rabia (1977), uno de los primeros largometrajes de su compatriota David Cronenberg: si la protagonista de la película de Cronenberg era una femme fatale monstruosa que terminaba arrojada a un camión de basura, en la versión de las hermanas Soska, Rabia (2019), las inquietantes alteraciones que sufre Rose (Laura Vandervoort) tienen efectos que hermanan la ciencia y la moda como constructos que instrumentalizan por igual los cuerpos de las mujeres. “Frente a esa cosificación”, han explicado las Soska, “abogamos por una noción de lo científico y lo cultural de signo transhumanista, en la que la carne pueda llegar a ser un agente transformador de las estructuras”.