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Tribuna
La revolución de resistir
Que silencien tu voz o te interrumpan más fácilmente. Que los hombres que intervienen detrás tuyo menosprecien siempre tu opinión. Que su periodicidad sea mayor. Ellos son fijos, tú intercambiable y prescindible. Llegar a naturalizar ser la única mujer de la mesa. Que te ninguneen, referenciándose solo entre ellos. Que fuera de cámara y de micro tu compañero te diga cómo, desde dónde y sobre qué te conviene hablar. Tus palabras están marcadas, las de ellos son universales. Que por ser mujer den por sentado que controlas unos temas y otros no. Te dan la primera palabra para hablar de todo lo relacionado con el feminismo o con una agresión homófoba; apenas te dejan unos segundos residuales si toca tratar economía, estrategia política o política internacional. Recibir respuestas desagradables. Que el moderador no conozca tu trayectoria profesional, pero elogie la de ellos. Que te echen en cara no saber lo suficiente del tema que se está tratando. A ellos les dejan hablar sin límite, a ti se te cortan antes. Escuchar bromear sobre el interés que tiene un compañero de tertulia en ti. Que te digan que haces buena pareja con un compañero de mesa segundos antes de comenzar el programa. Que lo guapa (o no) que vienes sea un tema de conversación. Termina la tertulia y los hombres se elogian entre ellos, se dicen lo mucho que les ha gustado la intervención del otro, mientras a ti ni te dirigen la palabra. Que el moderador lance una pregunta al aire y que siempre sean ellos quienes tomen rápidamente la palabra. Que te digan que eres demasiado brusca para ser mujer. Que hoy te digan que no eres femenina; mañana que lo eres demasiado. Que después de tu intervención, un compañero repita lo mismo que has dicho, como si él lo explicara mejor o como si la idea hubiese sido suya. Decir delante tuyo que otra mujer tiene poco nivel. Que elogien a otra mujer tertuliana, diciendo entre líneas que ella vale y tú no. Tener que escuchar que “si no hay más mujeres es porque no hay más mujeres preparadas”. Si alguna jornada deportiva es noticia, solo se les pregunta a ellos. Que el comentario más frecuente que escuches en la calle sea sobre tu maquillaje. Que tu entorno, por ejemplo compañeros periodistas, te den a entender que si estás en televisión es porque ahora tienen que cumplir una cuota.
Sentir que el espacio no te pertenece. Tener presente constantemente que no sabes lo suficiente sobre los temas para opinar. Pensar que solo estás ahí por ser mujer. Sentirte pequeña. Sentirte infravalorada. Poner una voz más grave pretendiendo ganar autoridad. Notar que te marcan continuamente el rol. Castigarte porque no has definido bien el marco o no has acertado en una intervención. Pensar que no tienes ningún reconocimiento social. Comerte la cabeza por no haber medido las palabras o que se puedan malinterpretar. Sentir la responsabilidad colectiva por encima de la individual. Estar cansada. No poder más.
Cuando compartes las experiencias con compañeras feministas te das cuenta de que las situaciones a las que te enfrentas diariamente no son excepcionales ni individuales
Participar en foros de opinión con gafas feministas es agotador, porque percibes constantemente mecanismos de infravaloración que normalmente son difíciles de detectar, hasta tal punto que el espacio se hace invivible. Al igual que ocurre en política, son muchas las mujeres que duran poco en los foros de opinión, análisis y tertulias. Los hombres están, las mujeres, sin embargo, pasamos por ahí. Algunas duran poco, pero es que la mayoría declinan participar. Puede que los medios de comunicación no sean un lugar amable para ningún ser consciente, pero es un hecho que dar la opinión siendo mujer (o más bien percibiendo que eres leída y tratada como mujer) es mucho más duro, incluso pudiendo volverse insoportable. Últimamente nos preguntamos por los cambios que ha traído o traerá a la política el aumento de la presencia de mujeres. Pero la propia pregunta, y mucho más las respuestas habituales, tienen un punto de partida erróneo y malicioso, porque se abordan desde la construcción de la feminidad y la normatividad, a la vez que se establece la idea de que una mujer debe ser sensible, servicial o agradable. La pregunta pertinente debería de girar en torno a las características que son deseadas y deseables en la esfera pública, fuera de categorías rígidas y violentas.
Cuando compartes las experiencias con compañeras feministas te das cuenta de que las situaciones a las que te enfrentas diariamente no son excepcionales ni individuales. Y es entonces cuando pones nombre a las situaciones de violencia cotidiana empiezas a gestionarlas de otra forma. Menosprecios simbólicos. Mansplaining. Descrédito. Sexualización. Síndrome de la impostora. Banalización. Paternalismo. Estereotipación. PATRIARCADO.
No podemos esperar más para acordar los criterios que debe cumplir un programa para poder participar en él. Tenemos que concretar condiciones que garanticen que las mujeres duran, no nos queda otro camino
Eso sí, no basta con gestionarlo de otra forma. Piensas que te has desinstalado bien el software, que llegas a esos espacios con un software distinto. Pero de eso nada, porque te recuerdan rápidamente que el problema no es tu software, sino el hardware que te imponen, como si se tratase de un traje a medida que te asignan por ser mujer. Un traje que van tejiéndote al tiempo que te quitan la credibilidad para ganarla ellos. Y durar ahí, aguantar en ese entorno tan hostil, no es fácil.
Muchas y muchos profesionales que dirigen programas de actualidad hacen esfuerzos feministas que merecen reconocimiento. Sin un esfuerzo consciente y planificado la ecuación da como resultado la misma escoria patriarcal de siempre. Y las mujeres nos cansamos. Y lo vamos dejando una detrás de otra. Las pocas que han resistido en el entorno público han desarrollado estrategias feministas de las cuales debemos aprender. No podemos esperar más para acordar los criterios que debe cumplir un programa para poder participar en él. Tenemos que concretar condiciones que garanticen que las mujeres duran, no nos queda otro camino. Porque resistir en algunos espacios es una revolución, y queremos seguir haciendo esta revolución.
Este artículo lo firman también Eva Silvan, Pilar Kaltzada, Maite Ubiria, Maialen Ferreira, Ainhoa Etxaide, Maider Galardi, Iraia Oiarzabal, Gessamí Forner, Leire Regadas, Esti Linares.