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La vida y ya
Bolsas para transportar
Justo antes se quita el palo de olivo que le sostenía todo el pelo en un moño desparejo. La ausencia de prisa de su movimiento preciso es llamativa, sobre todo si se tiene en cuenta el lugar del que viene, lleno de aceras con baches. Hasta los cabellos parecen acompasar el ritmo descendiendo lentamente hasta sus hombros. Las manos sólo rozan los que se quedan junto al ojo izquierdo. Un pelo cae sobre el papel aún en blanco.
Piensa en un artículo de Ursula K. Le Guin que ha leído más veces de las necesarias, “La teoría de la bolsa de transporte de la ficción”. Le hace pensar sobre cómo contar historias. Sobre cuáles son las que más se narran. Sobre dónde se pone el énfasis de lo que se cuenta. Sobre quiénes las protagonizan. Sobre los héroes colocados en el centro. Ellos. Siempre ellos.
Piensa en la comparación que hace la autora entre las historias sobre quienes cazaban mamuts con las que cuentan cómo recolectar semillas. En la diferencia entre esos dos relatos.
Uno habla de utilizar objetos puntiagudos, de golpear, de matar. El otro habla de cómo recoger alimento, meterlo en algún lugar que sirva para transportarlo, del viento y las manos que saben qué semillas sirven para calmar el hambre.
Piensa en la teoría de la bolsa de la evolución humana. Esa que dice que, mucho antes que un arma, se inventó un recipiente para transportar agua, semillas, aquellas cosas resultado de la recolección. Esa a partir de la que Ursula K. Le Guin desarrolló su teoría de la bolsa de la ficción.
Piensa en cómo contribuir a cambiar los relatos de las lanzas y las armas y luchar y matar, protagonizados por héroes, por otros donde se relate la vida
Se toca el pelo. Enrolla un mechón en su dedo índice. Busca en el artículo las frases que subrayó con un lápiz que tenía poca punta.
“El problema es que nos hemos permitido ser parte del relato asesino, y puede que su fin también sea el nuestro. Por eso es con cierta sensación de urgencia que busco la naturaleza, el sujeto, las palabras del otro relato, del nunca contado, del relato de la vida”.
Piensa en que quiere escribir ese otro relato. Piensa en cómo contribuir a cambiar los relatos de las lanzas y las armas y luchar y matar, protagonizados por héroes, por otros donde se relate la vida, sacar una semilla de una planta, y luego otra, y luego otra, introducirlas en una bolsa, saber que ahí está contenido todo lo necesario. Relatos donde no hay héroes sino personas.
Vuelve al lápiz que subraya otra frase.
“Si es humano poner algo que quieres, porque es útil, comestible, o hermoso, en una bolsa, o un cesto, o en un poco de corteza enrollada o en una hoja, o en una red hecha con tu propio pelo, o lo que sea, y luego llevártelo a casa, siendo la casa otro tipo diferente de saquito o bolsa, un recipiente para personas, y más tarde sacarlo y comértelo o compartirlo o guardarlo para el invierno en un contenedor más sólido, o ponerlo en el botiquín o en el altar o en el museo, en el lugar sagrado, en el área que contiene lo sagrado, y luego al día siguiente probablemente hacer más de lo mismo – si hacer esto es humano, si esto es lo que se pide, entonces, resulta que sí soy humana, a pesar de todo. Completamente, libremente, alegremente, por primera vez”.
Coge el palo de olivo que mide poco más que el ala de un vencejo y que lleva su inicial tallada. Lo toca como un talismán. Luego vuelve a usarlo para sujetar el moño que deshizo unos minutos atrás.
Y es ahí. Justo ahí. Cuando comienza a escribir.