Feminismos
Sentidos de vida después de la tragedia. Entrevista con Daniela Rea

¿Cómo se narran el dolor y el horror? ¿Cómo no ser víctimas pese a todo? ¿Se puede seguir diciendo sí a la vida mientras se habita la guerra? ¿Cómo buscar sentido cuando el sinsentido atravesó de lleno el cuerpo? ¿Cómo pedir justicia cuando la justicia dejó de existir? Las historias de Daniela Rea y sus colegas de la Red de Periodistas de a Pie pueden ser leídas como una caja de herramientas para resistir en la catástrofe, imprescindibles no solo en México, sino también en otras partes del mundo, en la medida en que cada vez más capas de población son sometidas a múltiples violencias.
Escuela Pie de Página
"Una escuela contra la dominación", fotografía: Daniela Rea, Pie de Página

Daniela es periodista y reportera, vive en la Ciudad de México. Estudió en la Facultad de Ciencias y Técnicas de la Comunicación de la Universidad Veracruzana. En 2006, el gobierno de Calderón militarizó la seguridad en el país, fragmentando los grandes grupos de poder de la droga y generando una situación de caos y terror, con miles y miles de víctimas y con la complicidad e impunidad de todas las instancias de gobierno. Un año después, Daniela se suma a la Red de Periodistas de a Pie, invitada por Marcela Turati. Desde entonces, trata de acompañar, capacitar y narrar de otro modo la vida, el dolor y la fuerza en tiempos de guerra.

En 2012, editó junto a Marcela el libro colectivo Entre las cenizas. Historias de vida en tiempos de muerte. En 2015, llegaría su primer libro individual: Nadie les pidió perdón. Historias de impunidad y resistencia, y acaba de estrenar el documental No sucumbió la eternidad (2017), en el Festival Internacional del Cine de Morelia. También coordinó en Pie de Página el proyecto «Mujeres Ante la Guerra», donde las autoras presentan sus reportajes a partir del cuerpo de una mujer como símbolo del territorio.

Desde 2000, han sido asesinados 111 periodistas y hay unas 30 mil personas desaparecidas, aunque los familiares afirman que esa cifra podría triplicarse. La Red cumplió 10 años en mayo.

Leer el lenguaje de la guerra

¿Cómo comienza y en qué consiste el trabajo de Periodistas de a Pie?
La Red Periodistas de a Pie es una red de mujeres que compartíamos la experiencia de discriminación en el periodismo: a las mujeres nos mandan a cubrir salud, educación y pobreza, pero no deportes o política. No nos hacían mucho caso porque nuestras notas no se consideran áreas «importantes» y quedan desplazadas a las últimas páginas de los periódicos. Queríamos juntarnos para capacitarnos, hacer mejores reportajes, que llegasen a la portada de los periódicos. Pero también teníamos la necesidad de acompañarnos emocionalmente, de crear un lugar en el que sentirnos escuchadas. Cuando se intensifica la violencia, algunos hombres empiezan a sumarse a la Red, pero esencialmente fue siempre de mujeres. Con el tiempo, eso ha cambiado y cada vez más hombres participan en ella. 

Al inicio, en nuestros talleres hacíamos diagnósticos de lo que ocurría en la sociedad para saber qué temas era más importante publicar; nos ayudaban a entender la reforma de la salud, los programas sociales, la corrupción… Pero cuando comienza la violencia los dejamos un poco de lado y empezamos a capacitarnos para aprender a leer el lenguaje de la guerra. Siempre había más respuestas que preguntas, nos sentábamos mucho tiempo a platicar de lo que podíamos hacer. En 2010, aumentan las agresiones a periodistas y una parte de la Red se vuelca casi completamente en la defensa de la libertad de expresión y en la protección; reclamamos públicamente, orientamos a quienes están amenazados y documentamos casos de agresión. También publicamos reportajes, investigamos y nos formamos. En este contexto, crecen las inquietudes acerca de cómo escribir: ¿cómo narrar el dolor? ¿Cómo acercarte a un niño que ha sido testigo o ha sufrido violencia? Con estas inquietudes, surge el libro Entre las Cenizas, publicado en 2012, que recoge historias de personas que han sido víctimas, pero también de las estrategias que despliegan frente a la violencia. Después, empiezo a trabajar en el documental que acaba de estrenarse.

¿Y qué es lo que querías contar con ese documental? 
El documental se titula No sucumbió la eternidad, que es de un verso de Raúl Zurita: «Porque nos encontramos no sucumbió la eternidad». El documental narra la historia de dos mujeres, Liliana y Alicia, ambas amigas mías. A Alicia le desaparecen a su mamá cuando tiene un año de edad, durante la Guerra Sucia contra los movimientos contestatarios, y a Liliana le desaparecen a su esposo en San Fernando, en 2010, cuando ella estaba embarazada. Alicia creció toda su vida sin su mamá, y del chavo, Arturo, a día de hoy, sigue sin saberse nada. Lo que quería mostrar en este documental no es tanto la búsqueda de los desaparecidos y el proceso judicial, sino cómo ellas sobreviven, cómo se vive a diario con esa ausencia. Es muy interesante el modo en el que Alicia pasa de no entender nada, de pensar que su mamá vive en los Estados Unidos, a creer que ella misma es su mamá, porque la familia la registra con el mismo nombre y para ellos es como su sustituta. Alicia pasa largas fases de su vida peleando con su identidad. Recientemente, su propia maternidad le ayudó a sanar el abandono que siente. Últimamente, asume y acepta que su mamá probablemente está muerta y más que buscar cuerpos quiere encontrar recuerdos de su mundo. Es muy interesante el proceso de cómo negocias con la memoria, cómo le vas dando sentido a tu propia existencia.

En el caso de Liliana, su dilema en la película es el siguiente: o busco a mi esposo y salgo a Tamaulipas y arriesgo mi vida o mantengo el compromiso de criar a mi hijo. Liliana lidia con este dilema en una parte muy bonita del documental donde recuerda todas las pláticas que ellos mantuvieron mientras permanecían juntos y trata de buscar en esas palabras las respuestas que pueden ayudarla a decidir. Además, en ambas protagonistas se plantea algo que pocas veces es mencionado en público: dudar de si quieres que tu ser querido regrese con vida. ¿Y si cuando regrese mi esposo no es la persona de la que me enamoré? Este tipo de contradicciones no se expresan públicamente porque se vuelca sobre los familiares de desaparecidos el deseo de lucha: queremos que salgan, que peleen hasta el final, y cuando no lo hacen porque ya no quieren luchar más, pues, bueno… 

Cuando el Estado es el agresor

La historia de Liliana también está incluida en otro libro tuyo, Nadie les pidió perdón. Historias de impunidad y resistencia, ¿verdad?, publicado en 2015. ¿Cuál es tu visión de este libro? 
El libro reúne diez historias que comparten el hecho de que el Estado es el principal agresor. En mis 15 años de reportera no asistí a un solo caso donde el Estado diese respuesta a las situaciones de violencia e hiciese lo que tiene que hacer, ya sean gobiernos del PRI, del PAN o del PRD. Ni un solo caso, lo que significa que no estamos ante una excepción. 

Mi propuesta en este libro fue narrar la búsqueda de sentido después de la tragedia. Miriam, la protagonista de la primera historia, se encuentra en la tesitura de pedir justicia al mismo Estado que la lastimó. ¿Qué cosas en su vida cotidiana y en sus relaciones ayudan a darle sentido a algo semejante? Es una negociación personal. Hay un impulso de vida en todas las historias y a veces ese impulso no es meramente racional, llega a ser muy animal, instintivo, algo que nos lleva a no morir. Eso es precisamente lo que quería entender: qué hace que alguien no se rinda y el tipo de estrategias que surgen en torno a eso. No todas las personas salen a marchar porque sus espacios de lucha son otros, no solamente los públicos. Como Miriam, que debe recuperar su cuerpo después de que la violaron. Se trata de un espacio muy íntimo, pero que es también político, porque pelea por retomar aquello que la arrebataron. Recuperar el cuerpo y estar nuevamente contigo misma, con tu pareja, con otros, es una resistencia muy cabrona.
 
A través de estas historias, el libro busca desmenuzar y entender cuáles son los patrones que pueden explicar cómo funciona esa máquina de muerte del Estado, las complicidades entre los mismos gobiernos, el juego político. No está sistematizado, pero las historias tienen en común la implicación de funcionarios de niveles altos, la criminalización de las víctimas, la manipulación mediática… Todo ello determina finalmente quién es víctima y quién verdugo y, como dice Judith Butler, qué vidas merecen la pena ser lloradas y cuál no. Y en este caso parece no ser ninguna.
 
Y también aparece la pregunta por la justicia: si el Estado es el mismo que te agrede, ¿cómo puedes reclamar justicia? ¿A dónde acudir? ¿Puede construirse una justicia diferente? ¿Qué puede ser justo en una situación semejante? Lety, otra de las protagonistas, afirma que después de que se llevaron a su hija no hay justicia posible, no hay sanación posible. Pensar una nueva justicia desde ahí es casi esquizofrénico.
¿Puedes contar otra de las historias de tu libro, la que empieza con el asesinato de un chico llamado Chino? 
Llegué al lugar donde habían matado al Chino y encontré a algunas señoras conversando con toda normalidad del agresor: todos lo conocen y saben donde vive, también la policía, pero a nadie le importa agarrarle. Así que me dio mucha curiosidad hablar con él y me dijeron con toda tranquilidad: «Vas por esa calle, doblas a la izquierda y lo verás». Cuando llegué, lo encontré pintando el muro de sus propios muertos. De repente, ya no era ir a ver a Calucha –así lo llamaban–, al malo, al asesino, sino estar con Calucha, entrar en un mundo donde la oposición víctima/verdugo se complejiza. Él empieza a hablar de sus siete muertos, de todo el dolor que lleva dentro y del mural que está pintando; y lo está haciendo, además, en un lugar donde las calles son de tierra, donde no hay chamba… La hermana de Calucha vive en unas condiciones terribles en un espacio de absoluto abandono. Y, en ese espacio de abandono, Calucha quiso hacer un mural para sus muertos. En ese momento, cambié por completo mi visión de la historia. Ni siquiera se trata de invertirla y decir que ahora él es víctima, sino más bien ser capaces de ver que está llena de niveles, de experiencias cruzadas que impiden un relato de oposiciones simples: Calucha malo y Chino bueno. Me pregunté entonces cuál era el espacio que compartían, si tenían algo en común. Y, como dice una de las señoras allí, parecen tenerlo: «A nadie le interesan nuestros muertos, sean quienes sean».
 
Esta situación tan compleja me hizo pensar que tenemos que hacer un trabajo muy distinto al que acostumbramos. Sí, claro que hay responsabilidades. Quien mata es responsable de ese crimen, pero hay muchas historias detrás que debemos ver y entender, no para justificar, sino para saber cómo es que llegamos a esto. 

Honestidad para narrar el dolor

¿Cómo manejas en tu trabajo el conflicto de no reproducir las violencias cuando te acercas a hablar con alguien que ha sufrido tanto? ¿Cuál es tu ética, cómo narras el dolor? 
En realidad, voy ensayando, y muchas veces cometo errores. Con Miriam, por ejemplo, traté de ser muy cuidadosa. Ella y su esposo estaban de acuerdo en publicar la historia de su violación, pensaron que solo aparecería en la Ciudad de México. Pero un periódico de Tijuana la compró y todos sus familiares y amigos la leyeron. Para ella, fue algo muy vergonzoso. La fregué pues. Las mismas víctimas nos han enseñado mucho sobre respetar su dolor. Recuerdo una señora que decía saber que las ONGs sacan presupuesto de sus historias, así que tienes que preguntarte también cómo regresar algo. Y no es fácil porque como periodista tampoco puedes devolver mucho. Creo que la clave es ser muy consciente de que el acto de escuchar y hablar exige un compromiso muy profundo. Estás trabajando con la vida, con algo que duele, que no ha sanado, con los recuerdos, y hablar puede hacer que reaparezcan y se abran. Hay que redimensionar el valor de la palabra: escuchar se vuelve algo casi tan importante como el trabajo del cirujano que tiene una vida en sus manos. Hay que tomarlo tan en serio como si fuera un asunto de vida o muerte. 

Las periodistas estamos muy mal acostumbrados a querer controlar el discurso, el mensaje. Muchas veces, las víctimas no dan los mensajes que queremos y tenemos que estar preparados a escuchar cosas con las que no estamos de acuerdo. Esto significa darnos cuenta de que quienes nos hablan no son solamente víctimas. Liliana, con la que he hecho el documental y que es mi amiga, me dice: «No me gusta que digas que soy una guerrera. Soy una chava que tuvo que resolver lo que la vida le puso en frente, no me vengas con eso». No quiere que ella y su hijo se queden en posición de víctimas. El problema es que la forma en la que nos acercamos no siempre es respetuosa, como cuando llevas una hora y no cuentan lo que tú esperas porque en ese momento para ellos es importante hablar de otra cosa. Aquí, ser respetuoso es no tener expectativas de ningún tipo. Creo que no hay garantías de que no te vas a equivocar, aún con todos los criterios éticos, tampoco de que la historia les vaya a traer algún beneficio. Pero si una se acerca y escucha con honestidad puedes protegerles. 

Elegir batallas, cuando no se puede todo

¿Y cómo se vive la cercanía con el dolor y la violencia? ¿Cuáles son las estrategias de autocuidado?
Nadie sabía que cubrir esas historias iba a ser tan doloroso y que ese dolor iba a permear de una manera tan silenciosa y constante en nuestras vidas; que se podrían cruzar tantas cosas, como los compañeros que sienten culpa porque no pudieron salvar a alguien; alguien que declaró en los medios que estaba amenazado, que lo iban a matar. No sabíamos qué es sentir que no salvaste a alguien o incluso que lo pusiste en riesgo. Y si estás escribiendo una historia sobre trata de mujeres piensas: «No saldré a la calle con mi hija nunca más». Acabamos llevando con nosotras la tristeza, la depresión. Cada quien acaba rompiendo con esto en distintos momentos, recuperando el derecho de estar bien, de descansar. En mi caso, me di cuenta que estaba trabajando sin cuidado, ignorando la vida de las personas. Cuando me vi a mí misma haciendo eso, me di cuenta que no podía seguir así. En el caso de otros compañeros el punto clave fue la muerte de un fotógrafo cercano. Cada quien ha tenido sus momentos para entender que tenemos que hacer un alto. 

Para mí, este documental es una forma de sanar: me permitió trabajar con otro lenguaje y esto me ayudó a salir de la dinámica de tanta tristeza. Las historias de las protagonistas son tristes, pero ayudaron. Una lección que aprendes es que no se puede todo, que tienes que elegir batallas. Me di cuenta de eso tras Ayoztinapa (la desaparición de los 43 estudiantes normalistas en Iguala, Guerrero). Fui a la zona, pero no escribí nada. Empecé a sentir la necesidad de estar con mi familia sin mirar el teléfono todo el tiempo o estar triste. A veces no hay consuelo posible. Esto me quedó muy cuando Lety habla acerca de su hijo o cuando Alicia dice: «Prefiero pensarles muertos que como un ejército de zombis tras años en una mazmorra». Esas son las negociaciones que tienes que hacer. Y no es que una está bien y la otra no. A veces no siento que es la esperanza la que nos acerca a la vida, sino una cosa bien carnal que impide que te dejes morir. 

Esas historias permiten no caer en el sinsentido, porque nos rescatan de la impotencia, de la idea de que no se puede hacer nada. Yo tengo una hija y ahora voy a tener otra. Y también quiero vivir en un espacio amoroso, humano, y acercarme a estas experiencias de este modo me permite ver que sí, que puedes reconciliarte con el amor, con la vida y que puedes hacerlo sin culpa. 

La guerra no narrada, los testimonios de las mujeres

¿En qué consiste vuestro proyecto «Mujeres antes la guerra», con el cual hacen un recuento de los 10 años de la militarización del país? 
«Mujeres ante la guerra» son diez historias de mujeres que han sido testigo en estos diez años de guerra. Imaginamos que trabajamos con capas geológicas y que podemos excavar un poco más en la memoria. La idea es enfrentar el impacto más sutil y silencioso de la violencia por el que tantas generaciones van a quedar afectadas. Son historias como las de las maestras que deben educar en zonas como Culiacán, con niños que llegan con señales de violencia. O como la de esa chavita de once a la que mataron a su mejor amiga de catorce, que era su guía en muchos sentidos. Queríamos hablar del feminicidio, pero no desde las mamás que buscan, sino desde las hermanas o amigas que comparten sueños y futuro; desde la cercanía de tener la misma edad, la cercanía que da el cuerpo y que nos permite entender cómo ese espacio se rompió también para ellas. Otra historia de este proyecto son entrevistas a hijas de periodistas y activistas para ver cómo es el proceso desde su mirada. Desde la niña que va a todas las marchas con su mamá a la que está cansada de verla llegar triste el día de la Madre, el diez de mayo, cuando salen a la calle por las desaparecidas. 
¿Y de este proyecto se hará también un libro? ¿Qué significa mirar la guerra desde las mujeres? 

Primero se publicará como una serie en la página, quién sabe si después se suman más historias y acabe siendo un libro. Esta serie cierra con un texto de la poeta Sara Uribe, autora de Antígona Gonzáles. Tras vivir 10 años en Ciudad Victoria, durante el periodo más violento, regresa a la Ciudad de México: siente que ha sobrevivido, pero también siente culpa por haberse ido, por dejar a todos allá y estar a salvo. Y cómo el significado que le daba al cuerpo cambia con los hallazgos de las fosas, los desaparecidos, las familias que buscan cuerpos y encuentran fragmentos… Esa violencia la obligó a trabajar desde el cuerpo, a darle otro peso, otro sentido. 

El proyecto está inspirado en el libro de Svetlana Alexievich, La guerra no tiene rostro de mujer (2015) y en un trabajo que hicieron en Colombia que se llama Memoria para la vida. Una comisión de la verdad desde las mujeres para Colombia, que son testimonios de mujeres, de cómo han vivido la guerra. Hay la idea de que el testimonio de la guerra desde la perspectiva de las mujeres puede acercarse a cosas distintas a las que se acercan los relatos comunes hechos desde la mirada de los hombres. Por ejemplo, en la Sierra de Sinaloa, eran las mujeres las que salían a recuperar los cuerpos de los muertos porque los hombres sentían que si ellos salen, por ser hombres, les iban a matar. Y cuando son desplazados a la ciudad, se modifican los roles de género: los hombres cuidan de la casa y las mujeres salen a vender cosas, a comprar, a trabajar limpiando.
 
Al final ese proyecto va en la misma dirección: una convocatoria a escucharnos y a darle valor político a otras experiencias. ¿Cómo situar en el ámbito político estas historias que ni siquiera ellas se han contado a sí mismas? Un amigo dice que hay que seguir descubriendo casos de corrupción, que ya basta de hacer columnas de testimonios. Es verdad, con la situación de emergencia en el país a veces piensas: no hay espacio para esto. Y, sin embargo, seguimos contando de otro modo, ¿cómo no hacerlo?

Rea, Daniela (2017), Documental: No sucumbió la eternidad, México (75. min).

Rea, Daniela (2015), Nadie les pidió perdón. Historias de impunidad y resistencia, México: Ediciones Urano.
Turati, Marcela y Rea, Daniela (eds.) (2012), Entre las cenizas. Historias de vida en tiempos de muerte, México: Sur+ Ediciones. (Libre descarga aquí: http://entrelascenizas.periodistasdeapie.org.mx/).
Proyecto «Mujeres ante la guerra» (2017): http://www.piedepagina.mx/mujeres-ante-la-guerra.php (Video promocional del proyecto: https://vimeo.com/199483247)
Investigación colectiva Cadena de Mando (“Quisimos saber por qué mata un soldado”): http://cadenademando.org/
Iniciativa de la Ruta Pacífica de las Mujeres (2013), Memoria para la vida. Una comisión de la verdad desde las mujeres para Colombia, realización del Observatorio Audiovisual e Investigativo sobre Procesos Comunitarios y de Resistencia. Video (duración 22 min.) https://www.youtube.com/watch?v=IzJ9c5mqwW. Publicación: http://publicaciones.hegoa.ehu.es/uploads/pdfs/225/Memoria_para_la_vida.pdf?1488539769






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